miércoles, 31 de octubre de 2012

La llama que encendió la Reforma Protestante


Las Noventa y Cinco Tesis

Martín Lutero

(Teólogo alemán, 1483-1546)



Por amor a la verdad y con el deseo de sacarla a la luz, se discutirán en Wittenberg las siguientes proposiciones, bajo la presidencia del Reverendo Padre Martín Lutero, Maestro en Artes y Sagrada Teología, y profesor ordinario de las mismas en este lugar. Por consiguiente ruega a todos aquellos que no puedan estar presentes y discutir oralmente con nosotros, quieran hacerlo por carta.



  1. Nuestro Señor y Maestro Jesucristo, cuando dijo: Poenitentiam agite, quiso que toda la vida de los creyentes fuera arrepentimiento.
  2. Esta palabra no puede ser interpretada como penitencia sacramental, es decir, la confesión y satisfacción que administran los sacerdotes.
  3. Sin embargo, no sólo significa arrepentimiento interior; no, pues no hay arrepentimiento interior que no obre al exterior en diversas mortificaciones de la carne.
  4. La penalidad por consiguiente, continúa mientras dura el aborrecimiento del yo; porque este es el verdadero arrepentimiento interior, y continúa hasta nuestra entrada en el reino de los cielos.
  5. El Papa no entiende remitir, ni puede remitir, otras penas que las que él mismo ha impuesto, ya sea por su propia autoridad o por la de los cánones.
  6. El Papa no puede remitir ninguna culpa, sino sólo declarar que ha sido remitida por Dios y afirmado la remisión de pecados. Si bien es cierto que puede conceder remisión en casos reservados a su juicio. Si fuera menospreciado su derecho a conceder remisión en tales casos, la culpa permanecería enteramente sin perdón [el catolicismo distingue entre “culpa” y “pena” del pecado].
  7. Dios no permite la culpa a aquellos que no se someten humildemente al sacerdote.
  8. Los cánones penitenciales sólo pueden aplicarse a los vivos, no a los muertos.
  9. El Papa, por el Espíritu Santo, es benévolo, pues siempre hace excepción en sus decretos, del artículo de muerte y de necesidad.
  10. Los sacerdotes que, en el caso de los moribundos, reservan las penitencias canónicas para el purgatorio, son ignorantes y malvados.
  11. Este cambio de la penitencia canónica a la del purgatorio es una cizaña sembrada cuando los obispos dormían.
  12. Antiguamente las penas canónicas se imponían antes de la absolución, como prueba de verdadera contrición.
  13. La muerte libera al moribundo de toda penalidad canónica.
  14. La imperfecta salud del alma provoca necesariamente gran miedo al moribundo.
  15. Ese miedo es en sí suficiente para constituir las penas del purgatorio.    
  16. Cielo, purgatorio e infierno difieren entre sí, al parecer, como la desesperación, la casi desesperación y la seguridad perfecta.
  17. Es necesario que se aumente el amor y disminuya el horror hacia las almas del purgatorio.
  18. Ni la razón ni las Escrituras aseguran que ellas estén fuera del alcance del amor.      
  19. Tampoco está probado que ellas conozcan su bienaventuranza, aunque nosotros estamos seguros de ello.
  20. Por consiguiente cuando el Papa habla de “completa remisión de las penas” no se refiere a “todas”, sino a las impuestas por él.
  21. Por consiguiente se equivocan los predicadores de indulgencias que afirman que por las indulgencias del Papa uno puede ser librado de toda pena, y salvado.    
  22. Porque por ello no remite a las almas del purgatorio ninguna pena que hubieran debido pagar en esta vida.
  23. Si fuera posible conceder la remisión de todas las penas, sólo podría hacerse con los más perfectos, es decir, los menos.
  24. Por consiguiente, la mayor parte del pueblo está engañada por esta indiscriminada y altisonante promesa de liberación de penas.
  25. El poder que el Papa tiene sobre el purgatorio, en general, es igual al que cualquier cura u obispo tiene en sus respectivas parroquias y diócesis.
  26. El Papa hace bien cuando concede remisión a las almas [del purgatorio], no por el poder de las llaves, sino por la intercesión.
  27. Ellos predican que tan pronto como la moneda suena en el fondo de la alcancía, el alma sale del purgatorio.
  28. Lo que sucede cuando suena la moneda es que aumentan la ganancia y la avaricia, pero el resultado de la intercesión de la Iglesia está en el poder de Dios solamente.
  29. ¿Quién sabe si todas las almas del purgatorio quieren salir de allí, como en las leyendas de San Severino y San Pascual?
  30. Nadie está seguro de que su propia contrición sea sincera; mucho menos de que ha obtenido plena remisión.
  31. Tan raro como el hombre que es verdaderamente penitente es el que verdaderamente compra indulgencias.
  32. Se condenarán eternamente, junto con sus maestros, los que se crean salvos por tener letras de perdón.
  33. Los hombres deben guardarse de aquellos que dicen que el perdón del Papa es un don inapreciable de Dios.
  34. Porque esas “gracias de perdón” sólo conciernen a las penas sacramentales impuestas por el hombre.
  35. No predican doctrina cristiana los que enseñan que no es necesaria la contrición cuando se compra la salida de las almas del purgatorio o se compra confesonalia [derecho de elegir su propio confesor].           
  36. Todo cristiano verdaderamente arrepentido tiene derecho a la plena remisión de la pena y la culpa, aún sin cartas de perdón.
  37. Todo verdadero cristiano, vivo o muerto, tiene parte en todas las bendiciones de Cristo y de la Iglesia; lo cual le es concedido por Dios, aún sin cartas de perdón.    
  38. La remisión papal no ha de ser menospreciada, sin embargo, porque, como he dicho, es la declaración de la remisión divina.
  39. Es dificilísimo, aún para los más hábiles teólogos, recomendar al pueblo al mismo tiempo la abundancia de indulgencias y la necesidad de verdadera contrición.     
  40. La verdadera contrición busca y ama la pena, pero el perdón liberal sólo relaja la pena y hace que se la odie.
  41. Los perdones apostólicos [papales] deben ser predicados con cautela, no sea que se los tome como preferibles a las buenas obras de amor.
  42. Se debe enseñar que el Papa no desea que se compare la compra de perdones con las obras de misericordia.
  43. Se debe enseñar a los cristianos que el que da al pobre o presta al necesitado hace una obra mejor que comprando perdones.
  44. Porque el amor aumenta con las obras de amor, y el hombre se mejora; lo cual no sucede con los perdones que sólo libran de la penalidad.
  45. Se debe enseñar a los cristianos que quien, en vez de ayudar al que está en necesidad compra perdones, no compra indulgencias sino la indignación de Dios.   
  46. Se debe enseñar a los cristianos que, salvo que tengan más de lo que necesitan para ellos y sus familias, no deben derrochar en perdones.
  47. Se debe enseñar a los cristianos que la compra de perdones es cuestión de libre albedrío, y no una obligación.
  48. Se debe enseñar a los cristianos que el Papa, al conceder perdones, necesita y desea más nuestras oraciones que el dinero que ellos le producen.
  49. Se debe enseñar a los cristianos que los perdones del Papa son útiles, mientras no pongan en ellos su confianza; pero enteramente perjudiciales si pierden el temor de Dios.   
  50. Se debe enseñar a los cristianos que si el Papa conociera las exacciones de los predicadores de indulgencias, quisiera más bien que la iglesia de San Pedro se redujera a cenizas que no que fuera construida con la piel, la carne y los huesos de sus ovejas.
  51. Se debe enseñar a los cristianos que sería el deseo del Papa, y es su deber, dar de su propio dinero a muchos de aquellos a quienes ciertos pregoneros de perdones estafan, aunque para ello tuviera que vender la iglesia de San Pedro.
  52. La seguridad de la salvación por cartas de perdón es vana, aunque el comisario, o aún el mismo Papa, lo asegurasen por su vida.
  53. Son enemigos de Cristo y del Papa los que suspenden la predicación de la Palabra en algunas iglesias para que en otras puedan predicarse las indulgencias.
  54. Se ofende a la Palabra de Dios cuando en el mismo sermón se da igual o más tiempo a las indulgencias que a ella.
  55. Debe ser intención del Papa que si las indulgencias se celebran con una campana y una procesión, el evangelio, que es lo más grande, sea predicado con cien campanas, un centenar de procesiones y cien ceremonias.
  56. Los “tesoros de la Iglesia” de los cuales el Papa concede indulgencias, no son suficientemente mencionados o conocidos entre el pueblo.
  57. Que son tesoros temporales es evidente.
  58. Tampoco son los méritos de Cristo y los Santos, porque éstos obran sin necesidad del Papa.           
  59. San Lorenzo dijo que los tesoros de la Iglesia eran los pobres de la Iglesia, pero hablaba con palabras de su época.
  60. Sin audacia decimos que las llaves de la Iglesia, dadas por los méritos de Cristo, son ese tesoro.
  61. Porque está claro que para la remisión de las penalidades y de los casos reservados, basta con el poder del Papa.
  62. El verdadero tesoro de la Iglesia es el Santísimo Evangelio de la gloria y la gracia de Dios.   
  63. Pero este tesoro es naturalmente aborrecido, porque hace que los primeros sean postreros.
  64. El tesoro de las indulgencias es más aceptable, naturalmente, porque hace que los últimos sean primeros.
  65. Por tanto los tesoros del evangelio son redes destinadas primitivamente a pescar hombres ricos.
  66. Ahora los tesoros de las indulgencias son redes para pescar las riquezas de los hombres.
  67. Las indulgencias que los predicadores anuncian como “las mayores gracias” lo son en la medida en que aumentan las ganancias.
  68. Sin embargo, son en verdad las gracias más pequeñas, comparadas con la gracia de Dios y la piedad de la cruz.
  69. Los obispos y curas deben admitir a los comisarios de los perdones apostólicos con toda reverencia.
  70. Pero aún más obligados están a abrir sus ojos y oídos, no sea que esos hombres prediquen sus propias fantasías en lugar de la comisión del Papa.
  71. El que habla contra la verdad de los perdones apostólicos sea anatema.
  72. Pero el que alerta contra la ambición y licencia de los vendedores de perdones, sea bienaventurado.
  73. El Papa condena justamente a los que, por cualquier arte, perjudican al tráfico de indulgencias.
  74. Pero mucho más entiende condenar a aquellos que usan el pretexto de las indulgencias para perjudicar el amor y la verdad.
  75. Pensar que los perdones papales son tan grandes que pueden absolver a un hombre que haya cometido un pecado imposible y violado a la madre de Dios, es una locura.      
  76. Decimos, por el contrario, que los perdones papales no pueden quitar el más pequeño pecado venial, en cuanto concierne a la culpa.
  77. Se dice que el mismo San Pedro, si fuera Papa ahora, no podría conceder mayores gracias; esto es blasfemia contra San Pedro y contra el Papa.
  78. Decimos, por el contrario, que cualquier Papa tiene mayores gracias a sus disposiciones; el evangelio, dones de sanidad, etc.
  79. Decir que la cruz blasonada con las armas del Papa, que levantan [los vendedores de indulgencias] tiene el mismo poder que la cruz de Cristo, es blasfemia.    
  80. Los obispos, curas y teólogos que permitan difundir tales cuentos entre la gente, tendrán que rendir cuenta.
  81. Esta desenfrenada predicación de indulgencias hace que sea difícil, aún para los hombres preparados, rescatar la reverencia debida al Papa, de las calumnias o aún de las atrevidas preguntas de los laicos.
  82. Por ejemplo: “¿Por qué el Papa no vacía el purgatorio, por puro amor santo y por la espantosa necesidad de las almas que allí están, si redime a un número infinito de almas por el miserable dinero que necesita para construir una iglesia?”
  83.  “¿Por qué continúan las misas por los muertos, y por qué no devuelve o permite que sean retiradas las dotaciones fundadas en beneficio de ellas, desde que es un error rogar por los redimidos?”
  84.  “¿Qué es esta nueva piedad de Dios y el Papa, que por dinero permiten que un impío, que es enemigo de ellos, saque del purgatorio el alma de un piadoso amigo de Dios, y no ponen más bien en libertad a esa alma piadosa y amada, por puro amor?”   
  85.  “¿Por qué los cánones penitenciales, que hace tiempo están de hecho abrogados y muertos por el desuso, han de satisfacerse ahora por la concesión de indulgencias, como si aún estuvieran en vigor?”
  86.  “¿Por qué el Papa, cuya riqueza es hoy mayor que las de los más ricos, no construye la iglesia de San Pedro con su propio dinero, en lugar de hacerlo con el de los pobres creyentes?”
  87.  “¿Qué es lo que el Papa remite, y qué participación concede a aquellos que, por su perfecta contrición, tienen derecho a una perfecta remisión y participación?”    
  88.  “¿Qué mayor bendición podría recibir la Iglesia que la de que el Papa hiciera cien veces por día lo que ahora hace una vez, y concediera a todos los creyentes esas remisiones y participaciones?”
  89.  “Puesto que el Papa, con sus perdones, busca la salvación de las almas más bien que el dinero, ¿por qué suspende las indulgencias y perdones concedidos hasta el presente, si tienen la misma eficacia?” [En tiempos de Lutero, durante la temporada de indulgencia del jubileo, se suspendían todas las otras indulgencias].
  90. Reprimir estos argumentos y escrúpulos de los laicos sólo por la fuerza, y no darles razones, es exponer a la Iglesia y al Papa a la irrisión de sus enemigos, y hacer desdichados a los cristianos.
  91. Por consiguiente, si las indulgencias se predicaran de acuerdo con la intención del Papa, todas estas dudas se resolverían fácilmente; en realidad, no existirían.
  92. ¡Afuera, pues, con todos esos profetas que dicen al pueblo de Cristo: “Paz, paz”, y no hay paz!
  93. ¡Bienaventurados aquellos profetas que dicen al pueblo de Cristo: “Cruz, cruz” y no hay cruz!
  94. Se debe exhortar a los cristianos a que sigan diligentemente a Cristo, su Cabeza, aún a través de penalidades, muertes e infierno.
  95. Y tener así confianza en que han de entrar en el cielo, más bien a través de muchas dificultades que a través de la seguridad de la paz.

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Martín Lutero clavó estas tesis en la Catedral de Witenberg, Alemania, el 31 de octubre de 1517. Este acto fue la llama que encendió la Reforma Protestante en Europa.

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Texto tomado de:
Martín Lutero
Las Noventa y Cinco Tesis: Un documento histórico
México: Ed. Cupsa, s/f.

domingo, 28 de octubre de 2012

Evolución humana y origen del mal

La caída del hombre

C.S. Lewis

(Escritor irlandés, 1898-1963)


Obedecer es el correcto oficio de un alma racional.
Montaigne II, xii.

La respuesta cristiana al interrogante con que finalizamos el capítulo anterior está contenida en la doctrina de la Caída. Según tal doctrina el hombre es ahora un horror para Dios y para sí mismo y una criatura mal adaptada al universo. Y eso no tanto debido a que Dios lo haya hecho así sino como consecuencia del abuso de su propio albedrío por parte del hombre mismo. En mi concepto tal es la única función de esa doctrina. Ella existe para protegernos contra dos teorías subcristianas relativas al origen del mal: el monismo, conforme al cual el propio Dios, estando “por encima del bien y del mal”, produce imparcialmente los efectos a los cuales damos esos dos nombres; y el dualismo, según el cual Dios produce el bien mientras que un Poder igual independiente produce el mal. Frente a estos dos enfoques el cristianismo afirma que Dios es bueno. Afirma que El hizo buenas todas las cosas y que las hizo a causa de su bondad. Afirma que una de las buenas cosas que El hizo, es el libre albedrío de las criaturas racionales y que este libre albedrío en virtud de su propia naturaleza, implica la posibilidad del mal, y que las criaturas aprovechando tal posibilidad, se han vuelto malas. Ahora bien, esta función —la única que concedo a la doctrina de la Caída— tiene que distinguirse de otras dos funciones que a veces se presentan como cumplidas por tal doctrina pero que yo rechazo. En primer lugar, no creo que la doctrina responda a la pregunta “¿Era mejor para Dios crear que no crear?” Esta es una pregunta que ya he declinado. Puesto que creo que Dios es bueno estoy seguro que, si la pregunta tiene algún significado, la respuesta tendrá que ser “Sí”. Pero dudo que esta pregunta tenga significado y, aunque lo tuviese, estoy seguro que la respuesta no se puede lograr por la clase de juicio de valor que los hombres pueden hacer significativamente. En segundo lugar, no creo que la doctrina de la Caída pueda utilizarse para mostrar que es “justo”, en términos de justicia retributiva, castigar a los individuos por las faltas de sus remotos antepasados. Algunos aspectos de la doctrina parecen implicar eso, pero dudo si alguno de ellos, tal como son entendidos por sus expositores, realmente significan eso. Los padres de la iglesia pueden a veces decir que somos castigados por el pecado de Adán, pero con mayor frecuencia afirman que hemos pecado “en Adán”. Puede que sea imposible saber que querían decir con eso, o podemos llegar a la conclusión de que lo que ellos afirmaban era erróneo. Pero no creo que podamos despachar esta manera de expresarse de ellos considerándola como un simple “modismo”. Ya fuere sabia o neciamente ellos creían que estábamos realmente —y no por mera ficción legal— involucrados en la acción de Adán. El intento de formular esta creencia diciendo que estábamos “en” Adán en un sentido físico —siendo Adán el primer vehículo del “plasma del germen inmortal”— puede resultar inaceptable. Pero, por supuesto, es otro asunto si la creencia en sí misma es una mera confusión o una genuina indagación en las realidades espirituales que están más allá de nuestra percepción normal. Por el momento, sin embargo, tal cuestión no surge porque, como ya he dicho, no tengo intención de sugerir que el descendimiento hasta el hombre contemporáneo de las incapacidades contraídas por sus remotos antepasados sea una muestra de justicia retributiva. Para mí es más bien una muestra de aquellas cosas necesarias involucradas en la creación de un mundo estable, cosas que ya hemos considerado en el capítulo segundo. No hay duda que para Dios hubiera sido perfectamente posible eliminar mediante un milagro las consecuencias del pecado cometido por un ser humano. Sin embargo eso no hubiera producido mucho bien a menos que El estuviese dispuesto, además, a eliminar los resultados del segundo pecado, y del tercero y así sucesivamente por siempre. En tal caso si los milagros cesaran, tarde o temprano hubiéramos alcanzado nuestra lamentable situación presente. Por el contrario, si los milagros continuaran, entonces tendríamos un mundo permanentemente apuntalado y corregido por la interferencia divina. Sería ese un mundo en el que jamás nada importante dependería de la decisión humana. Sería un mundo en el cual la decisión misma pronto cesaría también a causa de la certidumbre de que una de las aparentes alternativas que uno enfrenta no llegarán a resultado alguno y, por lo tanto, no es una verdadera alternativa. Como ya vimos, la libertad del ajedrecista para desarrollar su juego depende de la rigidez de los escaques o cuadrados y de los movimientos.

Habiendo aislado aquello que considero ser el real significado de la doctrina relativa a la caída del Hombre, observemos ahora la doctrina propiamente dicha. El relato del Génesis (relato pleno de profunda sugestión) tiene que ver con una mágica manzana de sabiduría, pero en el desarrollo de la doctrina la magia inherente a esa manzana ha quedado casi fuera de la vista y la explicación trata simplemente acerca de la desobediencia. Tengo el más profundo respeto incluso hasta por los mitos paganos y, más aún, por los mitos de la Sagrada Escritura. Por lo tanto no dudo que la versión que enfatiza la manzana mágica y reúne los árboles de la vida y del conocimiento, contiene una más profunda y más sutil verdad que la versión que hace de la manzana simple y puramente una promesa de obediencia. Pero doy por sentado que el Espíritu Santo no hubiera permitido que esta segunda versión se divulgase tan considerablemente en la iglesia y llegase a contar con la conformidad de los grandes doctores a menos que también fuese verdadera y útil tal como circulaba. Y es esta versión la que voy a examinar porque, aunque sospecho que la primitiva versión es mucha más profunda, sé que, de cualquier modo, no puedo penetrar en sus profundidades. Voy a ofrecer pues a mis lectores, no lo absolutamente mejor, sino lo mejor que tengo.

En la doctrina desarrollada se afirma que el hombre, tal como Dios lo hizo, era completamente bueno y completamente feliz pero que, al desobedecer a Dios se volvió lo que ahora vemos. Muchos opinan que la ciencia moderna ha demostrado que tal proposición es falsa. “Ahora sabemos —se deduce— que los hombres, lejos de haber caído de un prístino estado de virtud y felicidad, lentamente se ha ido levantando de una condición de brutalidad y salvajismo”. Me parece que en esto hay una completa confusión. Bruto y salvaje son vocablos ambos que pertenecen a esa infeliz clase de palabras que a veces son usadas retóricamente como términos de reproche y, a veces, científicamente como términos de descripción. Y el argumento seudocientífico contrario a la Caída depende de una confusión entre estos dos usos. Si al decir que el hombre se levantó de la brutalidad usted quiere indicar sólo que el hombre físicamente descendía de animales, entonces no tengo objeción que hacer. Pero de eso no podemos deducir que cuanto más atrás se remonta uno, más brutal —en el sentido de malvado o miserable— descubrirá que el hombre es. No hay animal que tenga virtud moral. Sin embargo, no es cierto que todo comportamiento animal sea de la clase que uno llamaría “malvado” si fuese obra de hombres. Por el contrario, no todos los animales tratan a otras criaturas de su propia especie tan mal como el hombre trata al hombre. No todos son tan glotones o injuriosos como nosotros, y ningún animal es ambicioso. Del mismo modo, si uno dice que los primeros hombres eran “salvajes” queriendo indicar con ello que sus utensilios eran pocos y rústicos como son los de los “salvajes” contemporáneos, bien puede uno tener razón. Pero si lo que uno quiere decir con eso es que ellos eran lujuriosos, feroces, crueles y pérfidos, entonces está avanzando más allá de la evidencia disponible, y esto por dos razones. En primer lugar, los modernos antropólogos y misioneros están menos inclinados que sus colegas de tiempos anteriores a apoyar esa desfavorable descripción relativa a los salvajes modernos. En segundo lugar, usted no puede argumentar, basándose en los utensilios de los hombres primitivos, que éstos eran en todos los aspectos como los pueblos primitivos, que éstos eran en todos los aspectos como los pueblos contemporáneos que fabrican objetos similares. Aquí tenemos que estar en guardia contra una ilusión que el estudio del hombre prehistórico parece originar en forma natural. El hombre prehistórico, por ser prehistórico, nos es conocido únicamente por las cosas materiales que hizo o, más exactamente, por una selección casual de los objetos materiales más durables que él hizo. No es culpa de los arqueólogos que ellos no cuenten con mejores evidencias. Pero esa escasez de elementos constituye una continua tentación a inferir más de lo que tenemos derecho de inferir y a dar por sentado que la comunidad que elaboró mejores utensilios era también mejor en todos los aspectos. Todos podemos ver que esa presuposición es falsa: nos conduciría a la conclusión de que las clases acomodadas de nuestra época son en todo sentido superiores a aquellas de la época victoriana. Está claro que el hombre prehistórico que elaboró la peor clase de alfarería puede haber producido los mejores poemas, y nosotros nunca los conoceremos. Y aquella conclusión se vuelve aún más absurda cuando comparamos al hombre prehistórico con los salvajes contemporáneos. La similar tosquedad de los utensilios en este caso no nos dice nada acerca de la inteligencia o la virtud de sus fabricantes. Aquello que se aprende mediante procedimiento de ensayo y error tiene que empezar necesariamente por ser tosco, no importa cuál fuere el carácter del principiante. La misma vasija que hubiera demostrado que su fabricante era un genio si fuese la primera vasija fabricada en el mundo, también demostraría que su fabricante era un zopenco si apareciese después de milenios de alfarería. Toda la moderna estimación del hombre primitivo está basada sobre esa idolatría de los utensilios que constituye un gran pecado compartido de nuestra civilización. Olvidamos que nuestros antepasados prehistóricos realizaron los más útiles descubrimientos —excepto el del cloroformo— que jamás hayan sido hechos. A ellos les debemos el idioma, la familia, las vestimentas, el uso del fuego, la domesticación de animales, la rueda, el buque, la poesía y la agricultura.

La ciencia, por lo tanto, nada tiene que decir ni en favor ni en contra de la doctrina de la Caída. Una dificultad más filosófica ha sido presentada por un moderno teólogo con quien todos los estudiosos de este asunto estamos en gran deuda. Este escritor destaca que la idea de pecado presupone una ley contra la cual pecar: y puesto que llevaría siglos al “instinto de la manada” cristalizarlo en una costumbre y de costumbre concretarlo en ley, el primer hombre —si hubo alguna vez algún ser que se pudiera describir así— no pudo haber cometido el primer pecado. Este razonamiento da por sentado que la virtud y el instinto de manada generalmente coinciden y que, por lo tanto, el “primer pecado” fue esencialmente un pecado social. Pero la doctrina tradicional señala hacia un pecado en contra de Dios, un acto de desobediencia, no un pecado contra el prójimo. Y ciertamente que si hemos de sostener la doctrina de la Caída en algún sentido real, tenemos que buscar el gran pecado en un más profundo y más intemporal plano que el de la moralidad social.

Este pecado ha sido descrito por San Agustín como la consecuencia del orgullo, del movimiento merced al cual una criatura (es decir, un ser esencialmente dependiente cuyo principio de existencia reside no en sí mismo sino en otro) trata por propia voluntad de vivir para sí mismo. Tal clase de pecado no requiere condiciones sociales complejas ni prolongada experiencia ni gran desarrollo intelectual. Desde el momento en que una criatura se vuelve consciente de Dios como Dios y de sí misma como de un ser personal, queda abierta la terrible alternativa de elegir como centro a Dios o al “yo”. Este pecado es cometido diariamente por niños y por campesinos ignorantes tanto como por personas refinadas; por individuos solitarios tanto como por los que viven en sociedad: es la caída en cada vida individual y en cada día de la vida individual; el pecado básico que yace detrás de todos los pecados particulares: en este preciso instante usted y yo o bien lo estamos cometiendo o estamos próximos a cometerlo, o bien nos estamos arrepintiendo de él. Al despertar tratamos de consagrar por completo el nuevo día a Dios; antes de terminar de afeitarnos ya se ha vuelto nuestro día y la participación de Dios en él la consideramos como un tributo que tuviéramos que pagar de nuestro propio bolsillo, una especie de sustracción del tiempo que debería —así lo sentimos— ser “nuestro”. El hombre comienza un nuevo trabajo con un sentido de vocación y, quizá durante la primera semana todavía mantiene el cumplimiento de su tarea como propio fin personal, tomando las delicias y los dolores de la mano de Dios a medida que llegan como “accidentes”. Pero ya a la segunda semana está comenzando a “conocer bien” las cosas; y a la tercera semana ya ha retirado del trabajo su interés personal anterior. Y si sigue insistiendo en esto llega a pensar que no está obteniendo sino lo que en derecho le corresponde, y cuando no lo obtiene, dice que está sufriendo una interferencia. Un enamorado, obedeciendo a un impulso bastante impremeditado —que puede estar lleno de buena voluntad así como también del deseo de la necesidad de no olvidarse de Dios— abraza a su amada y, entonces, con bastante ingenuidad, experimenta la emoción del placer sexual y ya en el segundo abrazo puede tener ese placer a la vista, puede ser un medio para lograr un fin. Y éste puede ser el primer paso descendiendo hacia el estado en que considerará a su prójimo como una cosa, como una máquina para proporcionarle placer. Así el florecimiento de la inocencia, el factor de obediencia y la buena disposición para recibir lo que venga es eliminado de toda actividad. Los pensamientos iniciados por causa de Dios —tales como éstos que ahora nos ocupan— son proseguidos como si ellos constituyesen un fin en sí mismo y, después, como si nuestro placer de pensar fuese el fin y, por último, como si nuestro orgullo o nuestra celebridad fuesen el fin. Y así todo el día, y todos los días de nuestra vida estamos deslizándonos, resbalando, cayendo como si Dios fuese en nuestra presente condición una especie de pulido plano inclinado sobre el cual no hay punto de apoyo. Y ciertamente ahora somos de tal naturaleza que tenemos que resbalar; y el pecado, debido a que es inevitable, puede ser venial. Pero Dios no puede habernos hecho así. La gravitación que nos aleja de Dios, “el viaje de regreso a nuestra habitual personalidad”, tiene, creemos, que ser producto de la Caída. Qué sucedió exactamente cuando el hombre cayó es algo que no sabemos, pero si se me permite hacer conjeturas, yo ofrezco la siguiente descripción: un “mito” en el sentido socrático del término, no una fábula o un relato de hechos improbables.

Durante largos siglos Dios perfeccionó la forma animal que iba a convertirse en el vehículo de humanidad y en la imagen de El mismo. Le dio manos cuyo pulgar podía aplicarse a cada uno de los otros dedos, y mandíbulas y dientes y garganta capaces de articulación, y un cerebro lo suficientemente complejo como para ejecutar todas las operaciones materiales mediante las cuales se concreta el pensamiento racional. Esta criatura puede haber existido en tal estado durante prolongadas edades antes de volverse hombre; puede incluso haber sido lo suficientemente lista como para hacer cosas que un moderno arqueólogo aceptaría como prueba de su humanidad. Pero tal criatura era sólo un animal porque todos sus procesos tanto físicos como síquicos estaban dirigidos a fines puramente materiales y naturales. Pero entonces, en el momento oportuno, Dios hizo descender sobre este organismo, tanto sobre su psicología como sobre su fisiología, una nueva clase de conciencia a la cual podría llamar “yo” y “mí”. Y con tal conciencia esta criatura pudo mirar sobre sí misma como un objeto, pudo conocer a Dios, pudo formular juicios acerca de la verdad, la belleza y la bondad, y quedó tan por encima del tiempo que era capaz de percibir cómo éste pasaba dejándola atrás. Esta nueva conciencia gobernó e iluminó todo el organismo inundando de luz cada una de sus partes. Organismo que, a diferencia del nuestro, no estaba limitado a la selección de las operaciones en marcha en una parte del organismo, mayormente en el cerebro. El hombre era entonces toda conciencia. El moderno yoghi pretende —fuere esto falso o cierto— tener bajo control aquellas funciones que para nosotros son casi parte del mundo externo, tales como la digestión y la circulación. Este poder el primer hombre lo poseía en forma destacada. Sus procesos orgánicos obedecían a la ley de su propia voluntad y no a la ley de la naturaleza. Sus órganos enviaban apetitos al asiento del juicio de la voluntad no porque tuvieran que hacerlo sino porque él lo elegía así. El sueño para él significaba no el estupor que experimentamos nosotros sino deseado y consciente reposo: el hombre permanecía despierto para disfrutar del placer y el deber de dormir. Dado que el proceso de deterioro y reposición en los tejidos eran igualmente conscientes y obedientes, no sería disparatado suponer que la extensión de su vida quedaba librada a su propia discreción. Con un dominio completo sobre sí mismo, aquel hombre dominaba también las vidas inferiores con las cuales estaba en contacto. Aún en la actualidad nos encontramos con raros individuos que muestran un misterioso poder para domesticar a las bestias. De este poder el hombre del Paraíso disfrutaba plenamente. El viejo cuadro que representa a las bestias jugando delante de Adán y acariciándolo, puede no ser del todo simbólico. Todavía hoy más animales de lo que usted pudiera pensar estarían dispuestos a adorar si se les concediera una razonable oportunidad, porque el hombre fue hecho para ser el sacerdote y hasta, en un sentido, el Cristo de los animales: el mediador a través del cual ellos pueden captar tanto del divino esplendor como su naturaleza irracional les permite. Dios no era para esa clase de hombre un plano inclinado y resbaladizo. La nueva conciencia había sido hecha para reposar en su Creador, y así fue. No importa cuán rica y variada haya sido la experiencia del hombre acerca de sus compañeros (o compañero) en caridad, amistad y amor sexual; o de las bestias, o del mundo circundante, entonces primeramente reconocido como hermoso y pavoroso. Dios ocupaba el primer lugar en su amor y en sus pensamientos humanos, y esto sin esfuerzo doloroso alguno. En perfecto movimiento cíclico la existencia, el poder y el gozo descendían de Dios hasta el hombre en forma de dones y retornaban desde el hombre hasta Dios en forma de obediente amor y estática adoración. En este sentido, aunque no en todos, el hombre era entonces verdaderamente el hijo de Dios. Era el prototipo de Cristo proclamando en manera perfecta, con gozo y con facilidad, todas las facultades y todos los sentidos que la filial entrega de nuestro Señor proclamó en la agonía de tal crucifixión.

Juzgando a través de los utensilios de su fabricación o, quizá, hasta por su lenguaje, esta bendita criatura era indudablemente un salvaje. Todo aquello que la experiencia y la práctica pueden enseñar aún lo tenía que aprender; si cortaba pedernales, indudablemente que los cortaba en manera bastante tosca. Este individuo puede haber sido completamente incapaz de expresar de expresar en manera conceptual su experiencia paradisíaca. Pero todo eso no tiene mayor significación. De nuestra propia infancia recordamos que antes de que nuestros mayores nos consideraran capaces de “entender” cosa alguna, ya teníamos experiencias tan puras y tan trascendentes como cualquiera que hayamos podido tener desde entonces, aunque no ciertamente tan ricas en su contexto conceptual. Del propio cristianismo aprendemos que hay un nivel —a la larga el único nivel de importancia— en el cual el instruido y el adulto no tienen ventaja alguna sobre los simples y los niños. Estoy seguro que si el hombre del Paraíso pudiera aparecer ahora entre nosotros, lo consideraríamos como un completo salvaje, como una criatura para ser explotada o, en el mejor de los casos, para ser protegida como un espécimen inferior. Solamente uno o dos —y éstos los más santos de entre nosotros— se molestarían en mirar una segunda vez al desnudo, peludo y barbudo sujeto de torpe lenguaje, pero éstos, luego de unos pocos minutos, caerían reverentes a sus pies.

No sabemos cuántas de estas criaturas hizo Dios, ni por cuánto tiempo continuaron en su estado paradisíaco. Pero más temprano o más tarde, cayeron. Alguien o algo les susurró al oído que podían volverse como dioses: que podrían dejar de someter sus vidas a su Creador y que podrían apropiarse de todos los deleites como gracias concedidas fuera del pacto, como “accidentes” (en sentido lógico) surgidos en el curso de una vida orientada no hacia esos deleites sino hacia la adoración de Dios. Hoy el jovencito quiere recibir con regularidad una asignación monetaria de parte de su padre con la cual pueda contar como propia y sobre cuya base trazar sus propios planes (y con todo derecho puesto que, después de todo su padre es, como él, un ser creado). En manera semejante, aquellas criaturas del Paraíso quisieron vivir por su propia cuenta, hacerse cargo de su propio futuro, planear sus placeres, sus medidas de seguridad, tener un meum del cual, sin duda, podrían pagar a Dios algún tributo razonable en la forma de tiempo, atención y amor pero el cual, sin embargo, era de ellos y no de El. Querían, como solemos decir, “llamar suyas a sus almas”. Pero eso significa vivir una mentira, porque nuestras almas no son en realidad nuestras. Ellos querían algún rincón del universo del cual pudieran decir a Dios “este es asunto nuestro y no tuyo”. Pero tal rincón no existe. Querían ser sustantivos, pero eran, y eternamente tendrían que serlo, meros adjetivos. No tenemos idea alguna en cuanto a qué acto o serie de actos específicos el contradictorio e imposible deseo halló expresión. Por lo que soy capaz de observar, puede haber tenido relación con comer literalmente una fruta, pero la cuestión no tiene importancia.

Este acto de obstinación de parte de la criatura que constituye un total distorsionamiento de su verdadera condición de criatura, es el único pecado que puede concebirse como la Caída. Porque la dificultad en cuanto al primer pecado es que éste tiene que haber sido sumamente abominable o, de lo contrario, sus consecuencias no hubieran sido tan terribles. Pero, aún así, tiene que haber sido algo que un ser libre de las tentaciones del hombre caído pudo concebiblemente cometer. Y la actitud de volverse de Dios hacia el “yo” cumple ambas condiciones. Se trata de un pecado posible incluso hasta para el hombre del Paraíso, porque la mera existencia de una personalidad, de un “yo” —el mero hecho de que podamos llamarlo “yo”— implica desde un principio el riesgo de autoidolatría. Dado que yo soy yo, tengo que hacer un acto de autoentrega —no importa cuán pequeño o cuán fácil— para vivir para Dios en vez de vivir para mí mismo. Esto sería, si usted así lo prefiere, el “punto débil” de la misma naturaleza de la creación, el riesgo que al parecer Dios cree que vale la pena correr. Pero aquel pecado fue muy abominable porque la personalidad que el hombre del Paraíso tenía que entregar no contenía oposición natural alguna a esta entrega de sí mismo. Sus “datos” por así decirlo, eran un organismo psico-físico totalmente sujeto a la voluntad y una voluntad totalmente dispuesta, aunque no obligada, a recurrir a Dios. La entrega de sí mismo que él practicaba antes de la Caída no significaba lucha alguna. Era únicamente agradable dejarse vencer, era una deliciosa derrota de un infinitesimal apego a lo propio que se deleita en ser vencido. Y de esto aún hoy podemos percibir una opaca analogía en la embelesada entrega mutua  que de sí mismos hacen los amantes. El hombre del Paraíso, pues, no tenía tentación (en el sentido que la tenemos nosotros) para elegir el “yo” —ni apasionamiento ni obstinada proclividad en esa dirección— sino únicamente enfrentaba el simple hecho de que el “yo” era él mismo.

Hasta aquel momento el espíritu humano había estado en pleno control de su propio organismo. Y es indudable que esperaba retener ese control cuando dejase de obedecer a Dios. Pero esa autoridad sobre el organismo era una autoridad delegada que cesó al dejar de ser delegada de Dios. Habiéndose segregado a sí mismo, hasta donde pudo hacerlo, de la fuente de su ser el hombre del paraíso también se apartó de la fuente del poder. Porque cuando decimos acerca de las cosas creadas que A rige a B, esto significa que Dios rige a B a través de A. Tengo mis dudas en cuanto a si hubiera sido intrínsecamente posible para Dios continuar gobernando el organismo a través del espíritu humano hallándose éste en rebeldía contra Dios. De todos modos, El no procedió así. Lo que sí hizo Dios fue comenzar a regir el organismo de una manera más externa, no ya mediante las leyes del espíritu sino a través de las leyes de la naturaleza. Y así los órganos, ya no gobernados por la voluntad del hombre, cayeron bajo el control de las leyes bioquímicas ordinarias y sufrieron todo lo que la interacción de esas leyes podía causar en forma de dolor, senilidad y muerte. Y los deseos comenzaron a aparecer dentro de la mente del ser humano, no como su razón los escogía sino tal como los hechos bioquímicos y ambientales acontecían producirlos. Y la propia mente cayó bajo las leyes sicológicas de la asociación y otras afines que Dios había hecho para gobernar la psicología de los antropoides superiores. Y la voluntad, atrapada por la gigantesca ola de la mera naturaleza, no tuvo otro recurso que contener a pura fuerza algunos de los nuevos pensamientos y deseos, y estos inquietos rebeldes se convirtieron en la subconciencia tal como ahora la conocemos. El proceso no fue, me imagino, comparable al simple deterioro tal como puede ocurrir ahora con el individuo humano; era una pérdida de status como especie. Lo que el hombre perdió por la Caída fue su original naturaleza específica. “Polvo eres, y al polvo volverás”. Al organismo total que había sido elevado a la categoría de vida espiritual se le permitió descender de regreso a su condición meramente natural desde la que, en el momento de su creación, había sido elevado: así como mucho tiempo antes, en la historia de la creación, Dios había elevado la vida vegetal para convertirla en vehículo de la vida animal, y el proceso químico en vehículo de la vegetación y el proceso físico en vehículo de lo químico. Y en esta forma el espíritu humano después de haber sido el amo de la naturaleza humana se convirtió en mero inquilino de su propia casa y hasta en prisionero de ella; la conciencia racional se volvió lo que es ahora: una esporádica lucecita alojada en un pequeño sector de las operaciones cerebrales. Pero esta limitación de los poderes del espíritu era un mal menor comparado con la corrupción del propio espíritu. Este se había apartado de Dios y se había convertido en su propio ídolo. De manera que el espíritu humano aunque aún era capaz de volver a Dios, podía hacerlo únicamente a través de un doloroso esfuerzo pues su inclinación era hacia sí mismo. De aquí que el orgullo y la ambición, el deseo de ser atractivo a sus propios ojos y a subestimar y humillar a todos sus rivales, a envidiar y a buscar incansablemente más y más seguridad fuesen las actitudes que ahora llegaban hasta él con mayor facilidad. Era no sólo un rey débil con respecto a su propia naturaleza sino además, un mal rey, pues enviaba a su organismo psico-físico deseos mucho peores que los que el organismo le enviaba a él. Esta condición le fue transmitida por herencia a todas las generaciones posteriores, porque no era simplemente eso que los biólogos llaman una variante adquirida; más bien era el surgimiento de una nueva clase de hombre: una especie nueva, jamás hecha por Dios, había pecado y comenzado así su propia existencia. El cambio sufrido por el hombre no podía ser parangonado con el de un nuevo órgano o un nuevo hábito. Se trataba de una modificación esencial de su constitución, una perturbación de las relaciones entre sus partes componentes y la corrupción interna de una de ellas.

Dios podía haber detenido este proceso mediante un milagro. Pero esto —para expresarlo con una irreverente metáfora— hubiera sido rehuir el problema que El mismo había originado al crear al mundo, el problema de manifestar su bondad a través de un drama total de un mundo que contiene agentes libres a pesar de y mediante la rebelión de éstos en contra de El. El símbolo de un drama, de una sinfonía, o de una danza es útil aquí para corregir una cierta absurdidez que puede surgir si hablamos demasiado de Dios como planeando y creando el proceso del mundo para el bien y ese bien siendo frustrado por el libre albedrío de las criaturas. Esto podría alentar la ridícula idea de que la Caída tomó a Dios por sorpresa y trastornó sus planes o —más ridículo aún— que Dios planeó todo para condiciones que, El lo sabía bien, nunca serían alcanzadas. En realidad por supuesto, Dios ya veía la crucifixión en el mismo momento de crear la primera nebulosa. El mundo es una danza en el cual el bien, descendiendo de Dios es hostigado por el mal que surge de las criaturas, y el conflicto resultante es resuelto al asumir el propio Dios la sufriente naturaleza que el mal produce. La doctrina del libre albedrío afirma que el mal que así hace de combustible y de materia prima para la segunda y más compleja especie de bien, no es contribución de Dios sino del hombre. Esto no significa que si el hombre hubiera permanecido inocente Dios no habría podido componer una igualmente espléndida sinfonía total, suponiendo que insistamos en formular tal clase de interrogantes. Pero siempre hay que recordar que cuando hablamos acerca de lo que podría haber ocurrido, de contingencias ajenas a la realidad toda en verdad no sabemos de qué estamos hablando. No hay tiempos ni lugares fuera del existente universo donde todo esto “pudiera suceder” o “pudiera haber sucedido”. Creo que la forma más inteligible de expresar la verdadera libertad del hombre es decir que, si hay otras especies racionales aparte de la humana en alguna otra región del existente universo, no es necesario suponer que también ellos han caído.

Nuestra presente condición, por lo tanto, es explicada por el hecho de ser nosotros miembros de una especie corrompida. No estoy diciendo que nuestros sufrimientos sean un castigo por ser lo que ahora no podemos dejar de ser ni que seamos moralmente responsables por la rebelión de un remoto antepasado. Sin embargo, sí considero nuestra presente condición como una de pecado original y no meramente como de desgracia original, ello se debe a que nuestra presente experiencia religiosa no nos permite considerarla en ningún otro modo. Teóricamente, supongo, podemos decir “Sí, nos portamos de una manera asquerosa, como piojos, pero eso es debido a que somos piojos. Y esto, después de todo, no es falta nuestra”. Pero el hecho de que seamos piojos, lejos de ser tomado como excusa, constituye una vergüenza y una pesadumbre mayores que cualquiera de los hechos específicos que eso nos lleva a cometer. La situación no es ni remotamente tan difícil de entender como algunos la presentan. Tal situación es algo que surge entre los seres humanos siempre que algún muchacho pésimamente criado es introducido en el seno de una familia decente. Los miembros de la familia, con mucho acierto, se hacen recordar a sí mismos que no es falta del muchacho ser un camorrero, un cobardón, un chismoso y un embustero. Pero no importa cómo el muchacho haya llegado a esa condición, su carácter presente no es por eso menos detestable. La familia no sólo odia tal carácter sino que tiene que odiarlo. Ellos no pueden amar al muchacho por lo que es, solamente pueden tratar de cambiarlo en lo que no es. En el ínterin, aunque el jovencito sea muy infeliz por haber sido criado de esa manera, usted no puede precisamente llamarle carácter a una “desgracia”, como si el muchacho fuese una cosa y su carácter fuese otra. Es él —él mismo— el que busca pendencia y el que anda espiando y el que se deleita en eso. Y si él comienza a enmendarse, inevitablemente sentirá vergüenza y culpa por aquello que precisamente está comenzando a dejar de ser.

Con esto he dicho todo lo que puede decirse en el único nivel en el cual creo sentirme capaz de tratar el tema de la Caída. Pero una vez más advierto a mis lectores que este es un nivel superficial. Nada hemos dicho acerca de los árboles de la vida y del conocimiento que indudablemente encierran un gran misterio. Nada hemos dicho tampoco en cuanto a la afirmación paulina de que “así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos serán vivificados”. Es este el pasaje que sirve de trasfondo a la doctrina patrística de nuestra presencia física en los lomos de Adán y también a la doctrina de Anselmo en cuanto a nuestra inclusión, mediante ficción legal, en el Cristo sufriente. Tales teorías pudieron haber hecho bien en su época pero no me hacen ningún bien a mí ni tampoco voy a inventar otras. Recientemente los científicos nos han informado que no tenemos el derecho de esperar que el verdadero universo sea susceptible de descripción y que si trazamos esquemas mentales para ilustrar la física del quantum nos estamos apartando de la realidad en vez de acercarnos a ella. Y menos derecho tenemos aún en pretender que las más elevadas realidades espirituales sean descriptibles o siquiera explicables en términos de nuestro pensamiento abstracto. Observo que la dificultad de la fórmula paulina gira en torno a la palabra en, y que este vocablo es usado reiteradamente en el Nuevo Testamento en sentidos que somos incapaces de entender plenamente. Eso de que podemos morir “en” Adán y vivir “en” Cristo me parece implicar que el hombre, tal como él es en realidad, difiere considerablemente del hombre tal como nuestras categorías de pensamiento y nuestras imaginaciones tridimensionales lo representan. Me parece que la distinción —modificada sólo por relaciones casuales— que hacemos entre individuos, está equilibrada en la realidad absoluta por una especie de “Inter-inanimación” de la cual no tenemos idea alguna. Puede ser que los actos y los sufrimientos de grandes arquetipos individuales, como Adán y Cristo, sean nuestros, y esto no como ficción legal, metáfora o causalidad, sino en un sentido mucho más profundo. No hay problema, por supuesto, en cuanto a individuos que se disuelven en una especie de continuidad espiritual tal como lo creen los sistemas panteístas, pues esto queda descartado por todo el contenido de nuestra fe. Pero puede haber una tensión entre la individualidad y algún otro principio. Creemos que el Espíritu Santo puede estar en verdad presente y obrando en el espíritu humano pero no consideramos, como hacen los panteístas, que esto signifique que seamos “partes” o “modificaciones” o “apariencias” de Dios. Es posible que tengamos que suponer que, a la larga, algo de la misma clase es cierto —en su debida proporción— incluso respecto de los espíritus creados. Es decir que cada uno de ellos aunque distinto, está en realidad presente en todos o en algunos otros: tal como podemos tener que admitir la “acción a distancia” dentro de nuestro concepto de la materia. Todos habrán cómo el Antiguo Testamento parece ignorar nuestro concepto de individuo. Cuando Dios le promete a Jacob “Yo descenderé contigo a Egipto, y yo también te haré volver”, esto es cumplido o bien por la sepultura del cuerpo de Jacob en Palestina o por el éxodo de los descendientes de Jacob al abandonar tierra egipcia. Es muy acertado relacionar esta noción con la estructura social de las primitivas comunidades en las que el individuo es permanentemente pasado por alto en favor de la tribu o la familia: pero deberíamos expresar esta relación mediante dos proposiciones de igual importancia: primero, que su experiencia social dejó ciegos a los antiguos frente a algunas verdades que nosotros percibimos y segundo, que los hizo sensibles ante algunas verdades frente a las cuales nosotros somos ciegos. La ficción legal, la adopción y la transferencia o imputación de mérito y de culpa, nunca hubieran podido desempeñar el papel que ciertamente desempeñaron en la teología si siempre hubieran sido consideradas como artificiales, tal como ahora las consideramos nosotros. Me ha parecido legítimo permitirme esta mirada a aquello que para mí es una impenetrable cortina pero, como ya he dicho, ello no forma parte de mi presente argumentación. Resulta claro que hubiera sido fútil intentar la solución del problema del dolor produciendo otro problema. La tesis de este capítulo es simplemente que el hombre, como especie se corrompió a sí mismo, y que el bien —para nosotros y en nuestro presente estado— tiene por lo tanto que significar básicamente un bien remediante o correctivo. La parte que el dolor desempeña realmente en tal clase de remedio o corrección es lo que ahora vamos a considerar.

* * *

Texto tomado de:
C. S. Lewis
El problema del dolor
Miami: Caribe, 1977
Cap. 4.

sábado, 27 de octubre de 2012

Opresión y liberación en la Biblia



Lectura revolucionaria de la Biblia

Raúl Macín

(Teólogo mexicano, 1930-2006)


La Biblia es también una colección de escritos que resumen la vida de una nación: Israel. Es también el fruto del esfuerzo de los judíos para dar respuesta a las tres preguntas que más les preocupaban: ¿Qué es el universo?, ¿quién soy yo?, ¿quiénes son los demás? En  ella se destacan dos corrientes de interpretación de la realidad: la nacionalista, que encuentra en los años del ministerio de Cristo a sus mejores representantes: los fariseos; y a la universalista, que tuvo como defensores a gente de la talla de Amós, de Isaías, de Miqueas y del propio Jesús. Para los nacionalistas, testimonio en el cual se basan los conservadores o fundamentalistas de nuestros días para justificar bíblicamente su egoísmo y su necedad, Israel era la nación escogida por Dios para señorear en la tierra, por lo que los demás no eran nada más que gentiles, apestados, seres indignos con los cuales no habían de mezclarse. Esta convicción les permitía, en ocasiones difíciles como las que confrontaban cuando eran dominados por alguna nación más poderosa, someterse con docilidad en espera, según ellos, de mejores tiempos. En tanto, conservaban las tradiciones y la pureza de su religión. De esta clase de gente eran aquéllos que le reclamaban a Moisés de la siguiente manera: «…para qué nos sacaste de Egipto, por lo menos allá teníamos comida y techo, y un lugar en el cual enterrar a nuestros muertos…» Los universalistas, por lo contrario, estaban convencidos de que Dios les había llamado a formar parte de una nación que habría de ser la sierva de las demás naciones, que señorío significa servicio y que en toda ocasión no hay mejor manera de servir que la de solidarizarse con aquéllos que se oponen a la injusticia. En nuestros días podríamos identificar con los nacionalistas a los cristianos que insisten en que no hay que “meterse en política” y en que los asuntos que competen a la iglesia son de índole estrictamente espiritual. Son éstos los que se entretienen jugando al hablar en lenguas, ¡linda forma de escapar del compromiso!, en tanto el mundo es destruido por los injustos. No hay movimiento que tipifique mejor a la corriente nacionalista –farisaica– que el mal llamado carismático. Más adelante nos detendremos un poco en el análisis de este fenómeno, que no es religioso como sus defensores afirman, sino político.

En la Biblia, el contenido de lucha política por la liberación se da en el testimonio de los universalistas. Un ejemplo, el de Miqueas: «Faltó el misericordioso de la tierra, y ninguno hay recto entre los hombres; todos asechan por sangre; cada cual arma red a su hermano. Para completar la maldad con sus manos, el príncipe demanda, y el juez juzga por recompensa; y el grande habla al antojo de su alma, y lo confirman. El mejor de ellos es como el espino; el más recto, como zarzal; el día de tu castigo viene, el que anunciaron tus atalayas; ahora será su confusión. No creáis en amigo, ni confiéis en príncipe; de la que duerme a tu lado cuídate, no abras tu boca. Porque el hijo deshonra al padre, la hija se levanta contra la madre, la nuera contra la suegra, y los enemigos del hombre son los de su casa. Mas yo a Yavé miraré, esperaré al Dios de mi salvación; el Dios mío me oirá…» (Miqueas 7:2-7). Para este profeta, la injusticia se revela en todas las estructuras de la sociedad, aun en la familia. Una nación en la cual exista la explotación del hombre por el hombre y por lo tanto una injusta relación en los modos de producción, será una nación en la cual la injusticia se podrá descubrir aun en aquellos lugares  que suponen inmunes a ella, como el Templo, o la religión, o la casa de los sacerdotes. Un verdadero creyente espera en Dios y lucha junto con él en contra de los opresores injustos del pueblo.

No hay duda de que el testimonio de los nacionalistas, aun cuando sostengan lo contrario, es también un testimonio político, hoy lo llamaríamos de derecha o reaccionario, ya que su conformismo, en el nombre de una falsa piedad, es en realidad una alianza con los opresores. Los fariseos, por ejemplo, fueron de los más fieles aliados del Imperio Romano, como los son ahora del imperialismo norteamericano los nuevos fariseos que militan  en “cruzadas”, movimientos mundiales de evangelización a la manera de Billy Graham, el Barnum de los protestantes, y el ya mencionado movimiento carismático. Y si alguien cree que esto es una exageración, que investigue el origen y la verdadera intención de dichos movimientos. Invariablemente encontrará a norteamericanos rubios, ricos y comprometidos con las compañías más representativas del imperialismo. Para ellos el ser cristiano significa adormecerse con los cantos, las prédicas y las promesas demagógicas de una vida más feliz en el otro mundo. Para ellos Dios es rubio y de ojos azules y habla inglés. Para ellos, igual que para los judíos nacionalistas lo era su nación, los Estados Unidos son la nación escogida; ¿de dónde, si no de esta suposición, nació esa aberración llamada destino manifiesto? Para ellos, en suma, el ser cristiano significa dedicarse a cantar aleluyas en tanto millones de hombres mueren en vida víctimas de la explotación. Sin embargo, y a pesar de un testimonio tan negativo, queda la satisfacción de comprobar que el evangelio, la buena noticia de libertad, fue anunciado y vivido por los profetas y apóstoles de la corriente universalista: «Porque Cristo, el hijo del hombre, no vino al mundo para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos…» (Mateo 20:28).

Cristo fue pobre, no únicamente porque nació en un pesebre, sino porque toda su vida perteneció a la clase más explotada en su tiempo, ya que fue un trabajador, un obrero que sintió intensamente el rigor de la injusticia y de la explotación. El, como el profeta Amós, ocho siglos antes, sabía que nadie tiene derecho de adorar a Dios en tanto hubiera unos pocos que dormían en camas de marfil, en tanto que muchos no tenían en dónde dormir. Los fariseos no le odiaban únicamente porque le consideraban blasfemo y enemigo de la religión hecha negocio y estructura opresiva, sino porque él pertenecía a una clase considerada “baja”. ¿Cómo entender que un pobre como él se atreviera a desafiar a los “señores” de Roma y de Israel? ¿Cómo tolerar semejante atrevimiento?

Aquellos que festejan la navidad, es decir el nacimiento de Cristo, con fiestas, regalos, cánticos y muchas más demostraciones de alegría, que por lo general es la máscara que oculta al rostro feo de la hipocresía, olvidan el hecho de que de acuerdo a la leyenda, dicho nacimiento ocurrió en medio de grandes dificultades y ante la indiferencia —no cabe duda de que la historia se repite— de quienes todo lo poseen. Cristo fue pobre y luchó al lado de los pobres para cambiar a la sociedad injusta en la cual vivían por una sociedad justa. Luchó de tal manera que murió consciente de que entregaba su vida por aquéllos a quienes había aprendido a amar a lo largo del camino que penosamente recorrieron: el camino de la libertad. Es por eso que una de las enseñanzas que resumen la posición de Jesús al respecto es aquella que se refiere al sacrificio: «Es necesario que la semilla muera (que sea enterrada) para que el fruto venga». Lo anterior no quiere decir, como muchos afirman, que Jesús haya sido el primer comunista, o alguien que se adelantó a Marx, sino que el evangelio queda reducido a su mínima expresión cuando se hace hincapié en la experiencia individual —la religión del naufragio como le llamaba alguien, pues todo se resuelve en un sálvese quien pueda— y se descuida la responsabilidad social que es lo fundamental en el mensaje y en la obra de Cristo. No es lo mismo andar por allí diciendo que Cristo es “mi Salvador”, que ya tengo a Cristo “en mi corazón”, y teniendo como base una tan pobre experiencia, actuar confundiendo la limosna con la caridad y al paternalismo con la solidaridad, que aceptar el desafío de “ser levadura que leude la masa” o “sal de la tierra”. El grano de levadura tiene que integrarse a la masa, confundirse en ella para leudarla, y el de sal, tiene que admitir que es necesario que pierda su forma a cambio de disolverse para comunicar lo esencial en él: su sabor.

Un hecho que los mercaderes de la religión ocultan es el de lo significativo que resulta que la salvación que Dios ofrece a todos los hombres sea el fruto de la acción de un obrero. En otras palabras, se predica en todos los templos cristianos que en Jesús hay salvación, pero se deja a un lado su condición de proletario. Esto, desde luego, se debe al temor que los cristianos tienen a la lucha de clases y a que, desde el principio la iglesia fue una aliada de clase: de la clase dominante. El evangelio, en suma, es la buena noticia de que los hombres han sido y serán salvados por la clase trabajadora.

No hay duda de que Jesús fue fiel a su clase. Es por eso que rechazó los títulos de maestro bueno: «no me digan bueno, ya que únicamente el padre lo es…», de rey y de sacerdote. Es decir, que evitó siempre la trampa que en muchas ocasiones atrapa a quienes no saben o no pueden identificarla. Se trata de la afirmación de que el proletario puede servir mejor a su clase si a base de esfuerzo individual puede insertarse en una clase superior. Cristo como rey o como sacerdote hubiera hecho maravillas por los suyos y sin embargo prefirió seguir el camino que en última instancia lo llevó a la cruz. En México, por ejemplo, es admirable cómo se ha empleado, en favor de la clase en el poder, el ejemplo de Benito Juárez. El fue un indígena y gracias a su tesón y a su valor pudo llegar al sitio más encumbrado: la presidencia de la República. Los indígenas que no hacen lo mismo es porque o son flojos o no tiene el valor y la tenacidad que son necesarios para vencer.

El trabajo de Cristo, como carpintero, era aprovechado como lo era el trabajo de todos los judíos trabajadores en ese tiempo, por el Imperio Romano. La explotación era un hecho y ante él se presentó Jesús armado con la espada de la justicia y contando con la fuerza indestructible del amor. Es por eso que el teólogo francés Georges Casalis afirma que la única posibilidad de comprender lo que es el amor se da en la participación, al lado de los proletarios, en la lucha de clases. No hay duda de que dos mil años después resulta fácil atacar dialécticamente las posiciones de Cristo y señalar los muchos errores tácticos y teóricos que cometió, pero si hay un mínimo de honestidad en quienes hacen una censura semejante deberán reconocer que el suyo, en el primer siglo de nuestra era, fue el único camino posible para organizar a los pobres de tal manera que pudieran  luchar por su libertad con la esperanza de que la podrían obtener. Aquí cabe advertir que hablamos de Cristo y no de la iglesia. De Jesús y no de quienes se han presentado como sus seguidores a pesar de que lo traicionan a cada paso que dan. Confundir a Cristo con la iglesia, como hacen mañosamente sus dizque discípulos, es un error que los revolucionarios no deben cometer, pues de hacerlo caerían en la trampa que les impediría hacer una alianza que en estos momentos no sólo es conveniente sino indispensable.

Jesús, que sin duda ha vivido y vive en quienes han dado y dan ejemplo de capacidad para la lucha en contra de los opresores, estuvo siempre consciente de que había sido enviado —por su Padre, por el Señor, por Dios—, para servir a los oprimidos manteniéndose al lado de ellos en su éxodo constante, es decir, en el recorrer sin descanso el camino que conduce a la verdadera libertad, y a los opresores, exigiéndoles la devolución de la riqueza obtenida, como toda riqueza, gracias a la explotación de los trabajadores. A los primeros les recordó constantemente que él había sido enviado para predicar la buena noticia de salvación y de libertad a los  pobres, a los cautivos, y para devolver la vista a los ciegos y para proteger a las viudas y a los huérfanos. A los segundos les demandó en cuanta ocasión se presentó, que vendieran lo que tenían y lo regresaran a los pobres. Fue a los ricos a quienes advirtió que era más difícil que un rico entrara al reino de Dios, es decir, que obedeciera al Señor, que un camello pasara por el ojo de una aguja, la forma clásica de las puertas orientales por las cuales, para pasar un camello, tenía que hacerlo de rodillas. En esto coinciden Jesús y el Che, lo mismo que Morelos, Zapata y Genaro, a pesar de que por lo menos dos de ellos, el Che y Genaro, no fueron religiosos, ni cristianos, durante su ministerio revolucionario, y coinciden precisamente porque el amor a los hombres y el deseo de transformar en favor de todos el mundo en el cual se vive, es algo que está más allá, mucho más allá, de las etiquetas egoístas que únicamente sirven para diferenciar a los hombres y para acentuar las tendencias maniqueístas y alienantes de la moral individual: «Yo debo ser bueno, es necesario que lo sea… los demás que aún no lo son, deben seguir mi ejemplo».

Ha habido un esfuerzo, a partir de las luchas de Camilo Torres en Colombia, por interpretar y en ocasiones justificar la participación de los cristianos en las luchas por la liberación. A dicho esfuerzo se le ha llamado “Teología de la Liberación”.

El Papa Paulo VI afirmó que la humanidad está más incomunicada que nunca y esto en pleno siglo de las comunicaciones. La verdad es que en tanto que los medios de comunicación sigan en control de la gente interesada en fortalecer el sistema opresor que padecemos se seguirá produciendo la enorme contradicción que el Papa señaló, ya que el propósito último de los medios de comunicación es el de incomunicar o de comunicar mal, que es lo mismo.

Enfrentarse a una situación tan llena de contradicciones equivale a repetir el drama de lucha de David contra Goliat. Aquéllos que están luchando y decididos a seguirlo haciendo no tienen en sus manos nada más que la pequeña onda de la verdad, el valor y el anhelo de libertad, para intentar derribar al gigante cuyas armas son la soberbia, el engaño, el poder económico y la ambición.

Dentro del contexto cristiano y en la América Latina tenemos ejemplos dolorosos y muy recientes acerca de la lucha mencionada. En Colombia está el caso de Camilo Torres a quien hasta la fecha, a pesar de que fue asesinado en febrero de 1966, se le calumnia con toda la fuerza de los medios de comunicación. Para el sistema, el Padre Camilo Torres fue un traidor a su fe, a su ministerio y a Cristo. Fue un cura revoltoso que cambió la hostia por el fusil y un hombre que encontró la muerte que se merecía… Como una respuesta al poder de los medios de comunicación que no se cansan de repetir que Camilo fue un traidor se escucha en todos los frentes de batalla de la América Latina el canto: “Donde murió Camilo ha nacido una cruz que no es de madera sino de luz…”

En México, el caso de pastor metodista rural Rubén Jaramillo está sujeto al mismo proceso. De una parte el sistema manipulando sus recursos para comunicar dice: “Jaramillo fue un robavacas, un asesino, un ladrón, un asaltante…” En tanto que el pueblo que ha evitado la cárcel deformadora de la información tendenciosa, no se cansa de repetir su admiración por el líder agrario ni de llorar su muerte y la de su familia. Jaramillo, su esposa que estaba embarazada, y sus hijos, fueron brutalmente asesinados en Xochicalco, Mor., en mayo de 1962.

Es nuestra convicción que el papel de la teología cristiana en un contexto como el que someramente hemos descrito debe ser fundamentalmente de desmitologización, es decir de destrucción de los mitos y estereotipos creados por el sistema opresor con el auxilio de eficaz de los medios de comunicación.

Una de las mentiras que con mayor habilidad se ha manejado de parte de los que oprimen al pueblo es la de que los cristianos son por esencia no-violentos. Es claro que el versículo preferido es aquél en el que el Señor Jesús pone la otra mejilla después de haber sido golpeado. También las bienaventuranzas sacadas de su contexto sirven de base a este mensaje mediatizador, especialmente aquélla que habla de que bienaventurados serán los mansos […] Resulta absurdo el hablar de una oposición a la violencia que sea no violenta. En el caso más conocido, en el medio cristiano, el del Dr. Martin Luther King, es injusto, y esta es la trampa puesta por el sistema, el decir que él fue no-violento simplemente porque no recurrió a las armas. Él fue en realidad contra-violento. Su lucha fue violenta aun cuando no armada. La decisión y el valor que le llevaron a luchar por una causa justa hasta las últimas consecuencias reclamó mucho de violencia.

Otra mentira manejada en forma de verdad admirable es la de que la iglesia es por naturaleza apolítica. Desde luego que quienes tal cosa afirman olvidan mañosamente que el pueblo de Dios fue un pueblo esencialmente político y ahí están el Éxodo, la lucha contra Babilonia, la conquista de Canaán, y la oposición a los imperios Persa, Macedonio y Romano.

El problema consiste en determinar qué clase de política es la que se hace y no si es o no político… El clero político es algo inevitable, lo mismo que el que los cristianos hagan política. Lo que hay que decidir es si estamos al lado del Faraón o de Moisés, de Cristo o del César, de los violentos injustos o de los violentos que deciden oponerse a la violencia del sistema. En palabras de todos conocidas, de derecha o de izquierda.

De otros mitos únicamente enlistaremos los más comunes: 1) El pueblo es flojo, por eso está como está. 2) El pueblo es incapaz de crear y de dirigir. 3) El pueblo es vicioso. 4) El pueblo es ingrato. 5) El pueblo es sucio. 6) El pueblo es mañoso. 7) El pueblo es cobarde. 8) El pueblo es incapaz de unirse y organizarse. 9) Los grupos minoritarios son los verdaderamente felices; son sanos, fuertes, ingenuos y buenotes; no tienen malicia, son parte del Edén perdido (paternalismo para tranquilizar la conciencia). 10) El pueblo es mentiroso, ingrato e inconforme.

Nuestra tarea, si queremos ser obedientes al Señor y arrebatar un lugar en su reino sometiéndonos a su voluntad, debe ser desmitologizadora y para hacerla debemos de emplear todos los recursos que sean posibles… Es indispensable crear, sobre la marcha, en la acción comprometida, una teología no sólo de la liberación como la que propone Gustavo Gutiérrez, ni política como la que propone Hugo Assman, sino renovada y contra-violenta. En la América Latina estamos ya en la época de un ministerio profético y contra-violento para servir al hombre nuevo, alienado en la etapa histórica de la imagen, ayudándolo a ser un nuevo hombre en Cristo totalmente libre de las ataduras de la impiedad y del yugo de la opresión.

* * *

Texto tomado de:
Raúl Macín
Lectura revolucionaria de la Biblia
México: Diógenes, 1979
Caps. 1, 12 y 13.

viernes, 26 de octubre de 2012

Teología de la muerte de Dios


Jesús y la encarnación

Thomas J. J. Altizer

(Teólogo norteamericano, n. 1927)


KENOSIS

Si el nombre cristiano de Jesús se halla asociado en un sentido único e íntimo con la realidad inmediata del presente, entonces el Dios de la tradición cristiana no es simplemente una deidad primordial sino el Dios que ha sido que ha sido generado por la inversión religiosa del acto de la encarnación. Por consiguiente, el “ateísmo” del cristiano radical es, en gran parte, una reacción profética frente a un Dios distante y no redentor que, en virtud de su propia soberanía y trascendencia, permanece completamente ajeno al movimiento progresivo y a la presencia histórica del Verbo encarnado. Precisamente porque el cristiano radical aspira a una unión total con el Verbo hecho carne, se ve obligado a rechazar al Dios que sólo es Dios para lanzarse a la búsqueda del Dios que es Jesús. Cuando el escolasticismo cristiano siguió a Aristóteles en su definición de Dios como actualidad pura o actus purus, aisló completamente a Dios del mundo concibiéndolo como inactivo e impasible, como el Dios dotado de aseidad o autoderivación, como la causa sui que es causa única de sí mismo. Pero mientras la Iglesia bautizaba esta definición escolástica, en el misticismo cristiano se abría paso a una visión contraria de Dios, una visión que procedía de la experiencia con Dios en las profundidades del alma humana en las que Dios es conocido como engendrador del espíritu individual al que hace eterno Hijo de Dios. El místico cristiano radical sabía que también él había sido engendrado como Hijo de Dios, como el mismo Hijo, sin distinción alguna con él. El maestro Eckhart acuñó una palabra para expresar esta idea, istigkeit, con la que significaba la “idad”, es decir, la “cualidad de” en un sentido inmediato, y se sirvió de ella en su propia defensa pública: “La idea de Dios es ni más ni menos que mi propia idad”, pudiendo afirmar incluso en uno de sus sermones que Dios es Aquel que niega en los demás todo cuanto no es Él mismo. Aunque esta expresión radical del misticismo cristiano fue relegada a la clandestinidad por las autoridades eclesiásticas de la Iglesia, siguió existiendo en esta forma subterránea hasta que por fin surgió de nuevo a la luz con Jakob Bohme y su círculo, quienes luego inspiraron a Hegel, el único pensador que ha forjado una descripción conceptual del movimiento encarnado o kenótico de Dios.

[…] El método dialéctico de Hegel logra efectuar una inversión de la tradición ontológica occidental, ya que no niega simplemente la idea básica de la aseidad del Ser, sino que invierte esta idea al concebir el Ser como un proceso perpetuo de convertirse en su propio otro, un proceso que en el mito o en la creencia religiosa se conoce como el autosacrificio del Ser divino. A pesar de que los teólogos han condenado a Hegel por haber traspuesto la fe al campo del pensamiento filosófico, lo cierto es que únicamente en él podemos descubrir una de Dios, del Ser o del Espíritu, que incorpore la comprensión del significado teológico de la encarnación. Sin duda el lenguaje abstracto empleado por Hegel enmascara la fe cristiana que constituye su origen, pero en lugar de retroceder a una comprensión precristiana e incluso primitiva del Ser, Hegel puso en el centro mismo de su pensamiento al Verbo encarnado de la fe, considerando su movimiento kenótico como el arquetipo de lo que él concibió como el método dialéctico del pensamiento puro […]

Los historiadores de la filosofía que el único fundamento cierto del pensamiento hegeliano es su comprensión dialéctica de la negación pura o radical, una autonegación del Espíritu en la cual éste se transforma kenóticamente en su propio otro y existe como la oposición actual de su propia identidad original o incial. Esta autonegación del Espíritu hace posible su movimiento real, un movimiento histórico en el cual el Espíritu evoluciona hacia su forma absoluta únicamente por medio de la negación progresiva de sus propias expresiones. Así, el Espíritu, que existe original y eternamente en sí mismo (an sich), ha de hacerse histórico, es decir, ha de existir en una forma determinada como objeto para sí mismo (fur sich).

[…]

Sólo al conocerse el Espíritu a sí mismo en su propia alteridad, cumplirá su destino como Espíritu, puesto que Hegel, a diferencia de todas las formas de comprensión religiosa dialéctica, concibe al Espíritu como un movimiento progresivo de autonegación o “autorredención”. Este movimiento progresivo del Espíritu se hace posible únicamente por un proceso real de autonegación: el Espíritu-en-sí se niega a sí mismo, convirtiéndose entonces en Espíritu-para-sí; y por la negación de la negación, el Espíritu-para-sí se trasciende a sí mismo y, una vez más, se convierte en Espíritu-en-sí; pero esta forma final del Espíritu es mucho más rica y plena que su forma inicial.

[…]

Paradójicamente, el autosacrificio implícitamente consumado del Espíritu sólo llega a realizarse o actualizarse históricamente en autoconciencia cuando el Espíritu se halla en estado de alienación y separación de sí mismo. Este autosacrificio se hace consciente cuando el Espíritu aparece por primera vez en su forma kenótica como Jesús de Nazaret. […]

“Esta encarnación del Ser divino, el hecho de poseer directa y esencialmente la forma de autoconciencia, constituye el sencillo contenido de la religión absoluta. En ella el Ser divino es conocido como Espíritu; esta religión es la conciencia que el Ser divino tiene de ser Espíritu. Puesto que el Espíritu es el conocimiento de sí en un estado de alienación en sí mismo: el Espíritu es el Ser en el proceso de conservar la identidad consigo mismo en su alteridad”.

Esta última frase es una de las definiciones hegelianas más claras del Espíritu, y no sólo pone de manifiesto la forma kenótica del Espíritu, sino que expresa el sentido conceptual del Dios que ha muerto en Jesús, el Dios que se ha negado a sí mismo al hacerse plena y finalmente carne.

Ya en el evangelio de san Juan hallamos la revolucionaria proclamación cristiana de que Dios es amor. Pero a pesar de que la fe cristiana ha atestiguado invariablemente la realidad de la compasión de Dios, la teología cristiana ha sido incapaz de incorporar este núcleo fundamental de la fe quizá porque siempre ha estado vinculada a una idea de Dios que lo concibe como el Ser totalmente autosuficiente, autocontentivo y absolutamente autónomo. Incluso cuando los teólogos han redescubierto el ágape o autodonación total de Dios, lo han limitado al movimiento de la encarnación, aislando así dualísticamente el amor de Dios y la primordial naturaleza y existencia de Dios mismo. Mientras conozcamos a Dios en su forma primordial como un Ser eterno e inmutable, nunca podremos conocerlo en su forma encarnada como el Ser que se entrega o que se niega a sí mismo. El cristiano radical se niega a hablar de la existencia de Dios –en su Lógica, Hegel habla con acierto de la falta de vigor que caracteriza a la palabra “es”–, porque sabe que Dios se ha negado y trascendido a sí mismo en la encarnación y, por consiguiente, ha dejado de existir plena y finalmente en su forma original o primordial. Saber que Dios es Jesús, es saber que Dios mismo se ha hecho carne: ya nunca más existe como Espíritu trascendente o Señor soberano –ahora Dios es amor.

[…]

La proclamación cristiana del amor de Dios es la proclamación de que Dios se ha negado a sí mismo al hacerse carne, de que su Verbo es ahora lo opuesto a su Ser primordial o su intrínseca alteridad, y de que Dios mismo ha dejado de existir en su forma original como Espíritu trascendente o desencarnado: Dios es Jesús.

LA HUMANIDAD UNIVERSAL

Cuando Blake calificaba a Jesús de “humanidad universal” hablaba del Verbo encarnado que es fuente y substancia de toda vida, y esa misma amplitud de su visión de Jesús, no sólo le exigía el sacrificio de la particularidad histórica e imaginativa del Cristo de la Iglesia, sino que le impelía a buscar la presencia de Jesús en el mundo de la experiencia más alejado del Cristo de la ortodoxia cristiana. Subyacente a la obra profética y madura de Blake existe una visión kenótica de Jesús, y así, al constatar que Blake y Hegel comparten una visión común de Cristo, podemos comprender la unidad fundamental del cristianismo radical. […]

[…] Fue la simple humanidad de Jesús la que suscitó el fervor de Blake, pues veía esta humanidad dondequiera que existía sufrimiento o gozo; y aunque condenaba toda noción de una humanidad abstracta o general, creía profundamente que Jesús es el cuerpo de la humanidad y que está presente en cada mano y en cada rostro humanos.

[…] El cristiano radical sabe que Dios ha muerto realmente en Jesús y que su muerte ha liberado a la humanidad de la presencia opresiva del Ser primordial. Y la visión más exaltada de Blake nos enseña que la humanidad sólo puede existir gracias a esta muerte de Dios en Jesús.

[…]

¿Qué humanidad es ésta que sólo puede existir como consecuencia de la muerte de Dios por el hombre? Evidentemente, Blake no está hablando ahora del hombre natural, puesto que él mismo lo condenó, por ejemplo, en su escrito dirigido “A los deístas”, incluido en Jerusalén: “El hombre nace siendo un espectro o Satanás, es un diablo cabal, siempre precisa alcanzar una nueva personalidad, e incesantemente ha de ser transformado en su propio contrario”. La muerte de Dios en Jesús ha creado una nueva humanidad, una humanidad que es diametralmente opuesta al hombre natural, el cual se encuentra aislado en su condición humana y aprisionado por la brutal contingencia del tiempo […] Con la muerte de Dios ha quedado destrozado un Ser primordial existente en sí mismo como su propia creación o fundamento, y con su disolución ha perdido su fundamento intrínseco todo cuanto podía ser ajeno al hombre. Ahora surge una nueva humanidad que puede entregarse a la inmediata realidad del presente porque ha sido liberada, de una vez por todas, de su eterna sujeción a un Ser primordial y lejano. A esta nueva humanidad, Blake la denomina “el Cuerpo de Jesús”, no porque sea el cuerpo crucificado y sepultado en la tumba o el Señor de la resurrección y de la ascensión, sino porque es el cuerpo encarnado del Dios que ha muerto eternamente por el hombre, y por eso Blake la saluda como “la eterna y gran humanidad divina”.

* * *

Textos tomados de:
Thomas J. J. Altizer.
El evangelio del ateísmo cristiano
Barcelona: Libros del Nopal, 1972;
pp. 88-103.