LAS RAÍCES HISTÓRICAS DE NUESTRA CRISIS ECOLÓGICA
Lynn White, Jr.
(Historiador
norteamericano, 1907-1987)
Una conversación con Aldous Huxley
muy frecuentemente predispone a uno a convertirse finalmente en receptor de un
monólogo inolvidable. Aproximadamente un año antes de su lamentada muerte se
hallaba disertando sobre uno de sus temas favoritos: el trato antinatural que
el hombre da a la naturaleza y sus tristes resultados. Como ilustración dijo
que, el verano anterior, había vuelto a visitar un valle de Inglaterra en el
que acostumbraba a pasar maravillosas temporadas cuando era niño. Hubo un
tiempo en que este valle lo componían un conjunto de deliciosos claros
herbosos; pero ahora la hierba había alcanzado grandes y deformadas
proporciones debido a que los conejos, que normalmente llevaban el control de
su crecimiento, hacía mucho que sucumbieron víctimas de una enfermedad,
mixomatosis, provocada deliberadamente por los granjeros para evitar que les
destruyeran las cosechas. Haciendo un poco de filisteo, ya no pude seguir en
silencio por más tiempo, aunque esto reduce en beneficio de la retórica
ampulosa. Interrumpí para señalar que el conejo había sido importado a
Inglaterra como animal doméstico en 1176, supuestamente para mejorar la dieta
proteínica de los campesinos.
Todas las formas de vida modifican
sus contextos. El más espectacular y benigno ejemplo es el del pólipo de coral,
el cual, para servir a sus propios fines, ha creado un vasto mundo submarino
que favorecía también a miles de clases de animales y plantas. Desde que el
hombre se convirtió en una especie numerosa ha modificado su ambiente
notablemente. La hipótesis de que sus métodos de caza usando el fuego crearon
las grandes praderas y ayudaron a exterminar los monstruosos mamíferos del pleistoceno
en muchas partes del globo es muy plausible, sino probada. Durante seis
milenios por lo menos las riberas del bajo Nilo han sido más un artefacto
humano que zonas pantanosas de la jungla africana las cuales, aparte del
hombre, la naturaleza hiciera. La presa de Aswam, inundando 5000 millas
cuadradas, es el estadio más reciente de un largo proceso. En muchas regiones
el aplanamiento de la tierra, el riego, el pastoreo, la tala de bosques por los
romanos para construir barcos y combatir a los cartagineses o por los cruzados
para solventar los problemas logísticos de sus expediciones, han cambiado
profundamente algunas ecologías. Las observaciones hechas sobre el paisaje
francés, en una doble dirección básica, los prados que se extienden al norte y los
sotos del sur y del oeste, inspiraron
a Marc Bloch a emprender su estudio clásico de los métodos de agricultura
medievales. Aun sin la menor intención, los cambios en las formas humanas a
menudo afectan a la naturaleza infrahumana. Se ha notado, por ejemplo, que el
advenimiento del automóvil ha eliminado las bandadas de gorriones que una vez
se alimentaran de los excremento de las caballerías dispersos por las calles.
La historia del cambio ecológico es
todavía tan rudimentaria que es muy poco lo que conocemos acerca de lo que
realmente ocurrió, o de cuáles fueron los resultados. La extinción del uro
europeo sobre el 1627 parece que se debió a una caza desmedida. Sobre otras
cuestiones más intrincadas a menudo resulta imposible encontrar información sólida.
Durante un millón de años o más los frisios y los holandeses han estado
quitando terreno al Mar del Norte, y el proceso está culminando en nuestro
propio tiempo con la reclamación del Zuinder Zee. ¿Qué importa si algunas
especies de animales, pájaros, peces, vitalidad de las riberas, o plantas han
muerto en el proceso? En su combate épico contra Neptuno ¿han tenido en cuenta
los holandeses los valores ecológicos de tal manera que la calidad de la vida
humana en esas tierras haya sufrido? No tengo la menor idea de que estas
preguntas hayan sido formuladas; mucho menos contestadas.
Las gentes, como vemos, a menudo han
sido un elemento dinámico en su propio ambiente, pero en el estado actual de
erudición histórica usualmente no sabemos con exactitud cuándo, dónde o con qué
efectos vienen los cambios inducidos por el hombre. Según vamos entrando en el
último tercio del siglo XX, sin embargo, el interés por el problema del
retroceso ecológico está creciendo muy considerablemente. Las ciencias
naturales, concebidas como el esfuerzo por comprender la naturaleza de las
cosas, habían florecido en algunas épocas y entre algunos pueblos. Similarmente
han habido en eras pasadas acumulaciones de conocimientos técnicos, algunas
veces creciendo rápidamente, otras veces lentamente. Pero no fue hasta hace
unas cuatro generaciones que la Europa occidental y América del Norte
dispusieron un maridaje entre la ciencia y la tecnología, y una unión de lo
teórico con lo empírico se aproxima a nuestro medio natural. La aparición en
esparcida práctica del credo baconiano de que conocimiento científico significa
poder tecnológico sobre la naturaleza apenas data de poco antes de 1850, salvo
en las industrias químicas, que se anticipa hasta el siglo XVIII. Su aceptación
como patrón normal de acción marca el más grande evento de la historia humana
desde la invención de la agricultura y quizás también en la historia terrestre
no humana.
Casi en el acto, la nueva situación
forzó la cristalización del nuevo concepto de ecología; realmente, la palabra ecología apareció por vez primera en la
lengua inglesa en el año 1873. Hoy, menos de un siglo más tarde, el impacto de
nuestra raza sobre el medio ha incrementado tanto su fuerza que éste ha
cambiado en esencia. Cuando los primeros cañones fueron disparados, en el siglo
XIV, la ecología se vio afectada pues fueron precisos obreros que extrajeran de
los bosques y montañas potasio, azufre, hierro, y carbón de leña, con la
consiguiente erosión-deforestación. Las bombas de hidrógeno están en un orden
diferente, pues una guerra con ellas podría alterar las leyes genéticas sobre
nuestro planeta. En 1285 Londres se creó un problema con la contaminación
producida por la combustión de carbón graso, pero nuestra combustión actual a
base de combustible fósil amenaza con cambiar la química de la atmósfera
terrestre, con unas consecuencias que sólo estamos empezando a adivinar. La
explosión demográfica, el carcinoma de la urbanización que carece de plan, los
actuales depósitos de aguas de alcantarillado y basuras, nos hace pensar que,
seguramente, ninguna otra criatura aparte del hombre se las ha compuesto tan
bien para ensuciar de forma semejante su nido.
Hay muchas llamadas a la acción,
pero las propuestas específicas, no obstante ser muy dignas, se muestran demasiado
parciales, paliativas, negativas: supresión de bombas, derrumbar las
carteleras-anuncio, dar a los hindúes pastillas anticonceptivas y decirles que
coman sus vacas sagradas. La solución más simple ante cualquier sospecha de
cambio es, por supuesto, impedir su avance, o, mejor todavía, retornar a un
pasado romantizado: hacer que esas viejas gasolineras se asemejen a la cabaña
de Anne Hathway o (en el Lejano Oeste) a los “saloons” de las ciudades
fantasma. La mentalidad “yerma” invariablemente defiende una ecología de
congelación, sea San Gimignano o Sierra Alta, tal y como era antes de que
empezaran a usarse los productos Kleenex. Pero ni el atavismo ni la
petrificación competirán con la crisis ecológica de nuestro tiempo.
¿Qué podemos hacer? Nadie lo sabe
todavía. A menos que pensemos en los fundamentos, nuestras medidas específicas
pueden producir nuevos retrocesos aún peores que los que pretenden remediar.
Como primera medida deberíamos
tratar de clarificar nuestro pensamiento mirando, con alguna profundidad
histórica, los presupuestos que subyacen en la tecnología y la ciencia
modernas. La ciencia fue tradicionalmente aristocrática, especulativa,
intelectual en intención; la tecnología era de clase más baja, empírica, acción
orientada. La completa y repentina fusión de ambas, a mediados del siglo XIX,
está seguramente relacionada con las ligeramente anteriores y contemporáneas
revoluciones democráticas las cuales, reduciendo las barreras sociales, tendían
a afirmar una unidad funcional de cerebro con mano de obra. Nuestra crisis
ecológica es resultado de una emergente y enteramente nueva cultura
democrática. El asunto es que si un mundo democratizado puede sobrevivir a sus
propias implicaciones. Presumiblemente no podemos a menos que revisemos nuestros
axiomas.
LAS TRADICIONES OCCIDENTALES EN
TECNOLOGÍA Y CIENCIA
Una cosa es tan cierta que casi
sobra decirla: tanto nuestra tecnología como nuestra ciencia moderna son
distintivamente occidentales. Nuestra
tecnología ha absorbido elementos de todo el mundo, especialmente de China; sin
embargo, hoy día, en todas partes, ya sea Japón o Nigeria, la tecnología más
próspera es occidental. Nuestra ciencia es la heredera de todas las ciencias
del pasado, tal vez especialmente por la obra de los científicos del Islam de
las Edades Medias, los cuales tan a menudo sobrepujaron a los antiguos griegos
en conocimientos prácticos y perspicacia: al-Raci en medicina, por ejemplo; o
ibn-al-Haytham en óptica; u Omar Khayyam en matemáticas. Verdaderamente no
pocas obras de genios semejantes parecen haber desaparecido en su versión
original árabe para sobrevivir sólo en traducciones latinas medievales que
ayudaron a poner los fundamentos para los desarrollos occidentales posteriores.
Hoy, en todo el globo, cualquier ciencia significativa es occidental en estilo
y método, sean cuales fueren los matices o lenguaje de los científicos.
Un segundo par de hechos es menos
reconocido porque resultan de una erudición histórica completamente reciente.
El liderato en Occidente, tanto en tecnología como en ciencia, se remonta a
mucho antes de la llamada Revolución Científica del siglo XVII o la Revolución
Industrial del XVIII. Estos términos están de hecho pasados de moda y oscurecen
la verdadera naturaleza de lo que tratan de describir —etapas significativas en
dos largos y distintos desarrollos. Sobre el año 1000 d. de J.C. como muy tarde
—y quizás, aunque débilmente, 200 años antes— Occidente empezó a utilizar la
fuerza hidráulica en procesos industriales además de en la molienda de grano.
Esto fue seguido a finales del siglo XII por la puesta en marcha de la fuerza
aérea. Partiendo de unos comienzos sencillos, pero con considerable
consistencia de estilo, el Occidente rápidamente extendió sus conocimientos en
la promoción y desarrollo de la fuerza mecánica, artificios para reducir el
tiempo en las labores, y automación. Aquellos que duden deberían contemplar esa
monumental proeza en la historia de la automación: el reloj mecánico accionado
por pesas que apareció en dos formas a principios del siglo XIV. No en
artesanía sino en capacidad tecnológica básica, el Occidente latino de las
altas edades medias aventajó a sus elaboradas, y, estéticamente, magníficas
culturas hermanas bizantinas e islámicas. En 1444 un gran eclesiástico griego,
Bessarion, que había ido a Italia, escribió una carta a un príncipe griego.
Bessarion estaba asombrado ante la superioridad de los barcos, armas, textiles,
y cristal occidentales. Pero ante todo quedó estupefacto al contemplar las
turbinas que movían máquinas aserradoras de madera y bombeaban los fuelles de
los hornos. Evidentemente, jamás había visto cosa semejante en el Cercano
Oriente.
A finales del siglo XV la
superioridad tecnológica de Europa era tal que hasta sus pequeñas, y mutuamente
hostiles, naciones pudieron salir al resto del mundo, conquistando, saqueando,
y colonizando. Un ejemplo de esto es Portugal, uno de los más débiles estados
occidentales, que pudo ser durante un siglo dueña y señora de las Indias
Orientales. Y debemos recordar que la tecnología de Vasco de Gama y Albuquerque
fue construida sobre un puro empirismo, esto es, inspirándose muy poco en la
ciencia.
Actualmente se cree que la ciencia
moderna empezó en 1543, cuando Copérnico y Vesalio publicaron sus grandes
obras. Sin pretender detractar sus logros, es preciso señalar que, no obstante,
estructuras como la Fábrica y De Revolitionibus no aparecen de la
noche a la mañana. La tradición científica distintiva de Occidente, de hecho,
comenzó a finales del siglo XI con el movimiento masivo de traducir al latín
las obras científicas árabes y griegas. Unos pocos libros notables
—Theophrasto, por ejemplo— escaparon del ávido y nuevo apetito de Occidente por
la ciencia, pero en menos de 200 años todo el grueso de la ciencia griega y
musulmana estuvo disponible en Latín, siendo ansiosamente leída y criticada en
las nuevas universidades europeas. Por el criticismo surgió una nueva forma de
observación y especulación que condujo a un progresivo descrédito de las
autoridades antiguas. A finales del siglo XIII Europa había arrebatado el
liderato científico global de las ya vacilantes manos del Islam. Sería tan
absurdo negar la profunda originalidad de Newton, Galileo o Copérnico como
negar la de los científicos escolásticos del siglo XIV como Buridan u Oresme
sobre cuya obra aquéllos construyeron. Antes del siglo XI, la ciencia existía
de forma muy escasa en el Occidente latino, incluso en tiempo de los romanos.
Desde el siglo XI en adelante, el sector científico de la cultura occidental ha
ido incrementándose progresivamente.
Ya que nuestros movimientos tanto
científico como tecnológico se pusieron en marcha, adquirieron su propio
carácter, y lograron un dominio mundial en las edades medias, parece ser que no
podremos comprender su naturaleza o su impacto actual sobre la ecología sin
examinar las imposiciones y desarrollos medievales fundamentales.
EL PUNTO DE VISTA MEDIEVAL SOBRE EL
HOMBRE Y LA NATURALEZA
Hasta recientemente, la agricultura
ha sido la principal ocupación incluso en las sociedades “avanzadas”; por
tanto, cualquier cambio en los métodos de labranza tiene mucha importancia. Los
primitivos arados, arrastrados por dos bueyes, normalmente no revolvían el
césped sino que meramente lo arañaban. Por tanto, las aradas en cruz eran necesarias
y los campos tendían a ser cuadriculados. En los terrenos ligeramente fértiles
y en los climas semi-áridos del Próximo Oriente y Mediterráneo, esta forma de
arar daba resultado, pero resultaba inapropiada en climas húmedos, y a menudo
terrenos pegajosos, como los del Norte de Europa. En la última parte del siglo
VII d. de J.C. sin embargo, tras unos principios rudimentarios, ciertos
campesinos norteños usaron una clase de arado enteramente nueva, equipado con
una cuchilla para hacer el surco, una parte horizontal para cortar por debajo
del césped, y una pieza para hacerla girar. La fricción de este tipo de arado
sobre el terreno era tan grande que normalmente se necesitaban ocho bueyes en
vez de dos, y actuaba sobre el terreno con tal violencia que no era preciso
arar en cruz, y los campos presentaban una fisonomía a base de largos surcos.
En los tiempos en que el arar
consistía meramente en arañar la tierra, los campos eran distribuidos,
generalmente, en unidades capaces de mantener a una simple familia. La
subsistencia del cultivo era la presuposición. Pero ningún campesino poseía
ocho bueyes: para usar el nuevo y más eficiente arado, los campesinos
mancomunaron sus bueyes a fin de formar grandes equipos para arar, recibiendo
originalmente trozos de terreno arado en proporción a su contribución. Así
pues, la distribución del terreno ya no se basaba en las necesidades de la
familia sino, más bien, en la capacidad de una fuerza maquinizada para labrar
la tierra. La relación hombre-terreno fue profundamente cambiada. Antiguamente
el hombre había sido una parte de la naturaleza; ahora era el explotador de la
naturaleza. En ningún otro lugar del mundo los granjeros promocionaron ningún
utensilio agrícola análogo. ¿Es una coincidencia el que la moderna tecnología,
con su crueldad para con la naturaleza, haya sido tan ampliamente difundida por
descendientes de estos campesinos del norte de Europa?
Esta misma actitud explotadora
aparece muy poco antes del 830 d. de J.C. en los calendarios ilustrados
occidentales. En algunos más antiguos, los meses aparecían como
personificaciones pasivas. Los nuevos calendarios francos, que fijaron el
estilo de las edades medias, son muy diferentes: presentan al hombre
violentando su ambiente –arando, cosechando, talando árboles, matando cerdos.
El hombre y la naturaleza son dos cosas separadas, y el hombre es el amo.
Estas novedades parecen armonizar
con contenidos intelectuales más amplios. Las gentes actuarán sobre su ecología
de acuerdo con lo que piensen acerca de ellos mismos en relación con lo que les
rodea. La ecología humana está profundamente condicionada por las creencias
acerca de nuestra naturaleza y destino –esto es, por la religión. A los ojos de
Occidente esto es evidentísimo en, digamos, la India o Ceilán. Pero es igualmente
cierto respecto a nosotros y a nuestros antepasados medievales.
La victoria del cristianismo sobre
el paganismo fue la más grande revolución psíquica de la historia de nuestra
cultura. Es de moda hoy decir que, para bien o para mal, vivimos en “la era
post-cristiana”. Ciertamente las formas de nuestro pensamiento y lenguaje han
dejado en mucho de ser cristianos, pero, a mi forma de ver, la sustancia a
menudo permanece asombrosamente eslabonada a la del pasado. Nuestra forma
habitual de actuar, por ejemplo, está dominada por una fe implícita en un
progreso perpetuo que era desconocido tanto en la antigüedad greco-romana como
en el Oriente. Esto está arraigado en, y carece de defensa aparte de, la
teología judeo-cristiana. El hecho de que los comunistas compartan también este
punto de vista progresista ayuda a demostrar lo que puede ser demostrado en
muchos otros aspectos: que el marxismo, como el islamismo, es una herejía
judeo-cristiana. Hoy continuamos viviendo, como ha sucedido durante casi 1700
años, muy sumidos en un contexto formado por los axiomas cristianos.
¿Qué dice el cristianismo a las
gentes acerca de sus relaciones con el medio?
Mientras que muchas de las
mitologías del mundo proveen historietas de la creación, la mitología greco-romana
fue singularmente incoherente respecto a esto. Como Aristóteles, los
intelectuales del antiguo Occidente negaban que el mundo visible hubiera tenido
un principio. Verdaderamente, la idea de un principio era imposible en el
armazón de su noción cíclica del tiempo. En agudo contraste, el cristianismo
heredó del judaísmo no sólo un concepto de tiempo como algo no repetido y
lineal sino también una sorprendente historieta de –la– creación. En sucesivas
etapas un Dios amante y todopoderoso había creado la luz y las tinieblas, los
cuerpos celestes, la tierra con todas sus plantas, animales, pájaros y peces.
Finalmente Dios había creado a Adán y, como una segunda intención, a Eva, para
evitar que el hombre estuviese solo. El hombre puso nombre a todos los animales,
estableciendo así su dominio sobre ellos. Dios planificó todo esto
explícitamente para beneficio del hombre y para que éste lo gobernara: nada de
la creación física tenía otra razón de ser que no fuera servir a los propósitos
del hombre. Y, aunque el cuerpo del hombre fuera hecho de arcilla, no es una
simple parte de la naturaleza, ya que el hombre fue hecho a imagen de Dios.
Especialmente en su versión
occidental, el cristianismo es la religión más antropocéntrica que jamás haya
conocido el mundo. En el siglo II tanto Tertuliano como San Ireneo de Lion
insistían en que cuando Dios formó al hombre estaba presagiando la imagen del
Cristo encarnado, el segundo Adán. El hombre participa, en gran medida, de la
trascendencia de Dios respecto a la naturaleza. El cristianismo, en absoluto
contraste con el paganismo antiguo y las religiones de Asia (excepto, tal vez,
el zoroastrismo), no solamente estableció el dualismo hombre-naturaleza, sino
que también insistió en que la voluntad de Dios es que el hombre explote la
naturaleza para sus propios fines.
En el común de las gentes esto obró
de forma muy interesante. En la antigüedad cada árbol, cada arroyo, cada río,
cada colina tenía su propio genius loci,
su espíritu guardián. Estos espíritus eran accesibles al hombre, pero muy
diferentes a él; centauros, faunos, y sirenas mostraban su ambivalencia. Antes
de que uno cortara un árbol, minara un monte, o represara un arroyo, era
importante aplacar al espíritu que cuidaba de esa particular situación, y
mantenerlo aplacado. Al destruir el animismo pagano, el cristianismo hizo
posible la explotación de la naturaleza con un sentimiento de total
indiferencia hacia los valores de los objetos naturales.
Se dice a menudo que la iglesia
sustituyó el animismo pagano por el culto a los santos. Cierto; pero el culto a
los santos es funcionalmente diferente del animismo. El santo no está dentro de los objetos naturales; pueden
tener capillas especiales pero su ciudadanía está en los cielos. Además, un
santo es enteramente un hombre; puede aproximársele a los límites humanos.
Además de los santos, el cristianismo, por supuesto, tenía ángeles y demonios
heredados del judaísmo y quizás, más remotamente, del zoroastrismo, y que se
movían tanto como los mismos santos. Los espíritus localizados dentro de los objetos naturales, que
primeramente habían protegido la naturaleza de los abusos del hombre, se
evaporaron. El monopolio afectivo del hombre sobre el espíritu en este mundo
fue confirmado, y las antiguas prohibiciones de explotación de la naturaleza
saltaron hechas trizas.
Cuando uno habla en términos tan
vastos, una nota de preocupación es oportuna. El cristianismo es una fe
compleja, y sus consecuencias difieren en los distintos contextos. Lo que he
dicho puede bien aplicarse al Occidente medieval, donde de hecho la tecnología
hizo espectaculares avances. Pero al Oriente griego, un reino altamente
civilizado de igual devoción cristiana, no parece haber producido marcadas
innovaciones tecnológicas después de finales del siglo VII, cuando el fuego
griego fue inventado. La clave del contraste puede tal vez encontrarse en una
diferencia en la tonalidad de la piedad y pensamiento lo cual los estudiantes
de teología comparada encuentran entre la iglesia griega y la latina. Los
griegos creían que el pecado era la ceguera intelectual, y que la salvación se
encontraba en la iluminación, en la ortodoxia —esto es, en el pensamiento
claro. Los latinos, por otra parte, creían que el pecado radicaba en el mal
moral, y que la salvación consistía en el desarrollo de una conducta justa,
esto es, en conducirse rectamente. La teología oriental ha sido
intelectualista; la occidental, voluntarista. El santo griego contempla; el
santo occidental actúa. Las implicaciones del cristianismo para la conquista de
la naturaleza emergerán más fácilmente en una atmósfera occidental.
El dogma cristiano de la creación,
que se encuentra en la primera cláusula de todo los Credos, tiene otro
significado para la comprensión de nuestra crisis ecológica actual. Mediante revelación,
Dios había dado al hombre la Biblia, el Libro de la Escritura. Pero ya que Dios
había hecho la naturaleza, la naturaleza también debe revelar la divina
mentalidad. El estudio religioso de la naturaleza para una mejor comprensión de
Dios fue conocido como teología natural. En la iglesia primitiva, y siempre en
el Oriente griego, la naturaleza fue concebida primariamente como un simbólico
sistema a través del cual Dios habla al hombre: la hormiga es un sermón para
los haraganes; las ascendentes llamas son el símbolo de la suprema aspiración
del alma. Esta visión de la naturaleza fue esencialmente artística más que
científica. Mientras Bizancio preservaba y copiaba gran número de antiguos
textos científicos griegos, la ciencia como hoy la concebimos escasamente podía
florecer en semejante ambiente.
Sin embargo, en el Occidente latino,
a principios del siglo XIII, la teología natural fue siguiendo un derrotero muy
diferente. Fue dejando de ser la clave para descifrar los símbolos físicos de
la comunicación de Dios con el hombre, para comenzar con el esfuerzo de
entender la mente de Dios descubriendo cómo opera su creación. El arco iris
dejó de ser simplemente el símbolo de esperanza dado a Noé tras el diluvio:
Robert Grosseteste, Friar Roger Bacon, y Theodoric de Freiberg hicieron un
trabajo sorprendentemente elaborado sobre la óptica del arco iris, pero lo
hicieron como una aventura dentro de una mentalidad religiosa. Desde el siglo
XIII en adelante, hasta e incluyendo a Leibnitz y Newton, los científicos más
grandes explicaban sus motivaciones en términos religiosos. Ciertamente, si
Galileo no hubiera sido un teólogo amateur
tan experto no se hubiera creado tantos problemas: los profesionales estaban
resentidos por su intrusión. Y Newton parece reconocerse a sí mismo más como
teólogo que como científico. No fue hasta finales del siglo XVIII cuando la
hipótesis Dios se hizo innecesaria para muchos científicos.
Cuando los hombres explican por qué
están haciendo lo que quieren hacer, resulta a menudo difícil para un
historiador el juzgar si están ofreciendo auténticas razones o si éstas sólo
pueden resultar aceptables como algo meramente cultural. La consistencia con
que los científicos durante las largas centurias formativas de la ciencia de
Occidente decían que la tarea y la recompensa del científico era “pensar los
pensamientos de Dios después que él”, nos conduce a creer que ésta era su real
motivación. Si es así, la ciencia del moderno Occidente fue engendrada en la
matriz de la teología cristiana. El dinamismo de la devoción religiosa,
conformado por el dogma judeo-cristiano de la creación, le dio ímpetu.
UNA ALTERNATIVA AL PUNTO DE VISTA
CRISTIANO
Aparentemente da la impresión de que
estamos siendo conducidos hacia conclusiones que resultarían desagradables para
muchos cristianos. Ya que tanto la ciencia
como la tecnología son palabras
benditas de nuestro vocabulario contemporáneo, alguno puede sentirse feliz ante
las nociones, primero, de que, visto históricamente, la ciencia moderna es una
extrapolación de la teología natural y, segundo, que la moderna tecnología
puede explicarse, al menos en parte, como una realización voluntarista
occidental del dogma cristiano de la trascendencia del hombre y su legítima
soberanía sobre la naturaleza. Pero, como reconocemos ahora, hasta hace más o
menos un siglo ciencia y tecnología —hasta aquí actividades completamente
separadas— se unieron para dar a la humanidad ciertos poderes, los cuales, a
juzgar por muchos de los efectos ecológicos, están fuera de control. Si esto es
así, el cristianismo carga sobre sí con gran cantidad de culpa.
Personalmente dudo que nuestro
desastroso retroceso ecológico pueda evitarse simplemente aplicando a nuestros
problemas más ciencia y más tecnología. Nuestra ciencia y nuestra tecnología
han crecido a partir de las actitudes cristianas en la relación del hombre con
la naturaleza, las cuales, son casi universalmente mantenidas no sólo por
cristianos y neo-cristianos, sino también por aquellos que se complacen en
reconocerse a sí mismos como post-cristianos. A pesar de Copérnico, todo el
cosmos gira alrededor de nuestro pequeño globo. A pesar de Darwin, no somos, en nuestros corazones, parte
de un proceso natural. Somos superiores a la naturaleza, a la cual desdeñamos,
usándola solamente para satisfacer nuestro más pequeño capricho. El
recientemente elegido gobernador de California, miembro de una iglesia, como
yo, aunque menos turbado que yo, habló para la tradición cristiana cuando dijo
(como realmente se cree) “cuando usted haya visto un pino gigante de
California, los ha visto todos”. Para un cristiano un árbol no puede ser nada
más que un hecho físico. Todo el concepto de bosque sagrado es ajeno al
cristianismo y a la idiosincrasia de Occidente. Aproximadamente durante dos
milenios los misioneros cristianos han estado talando bosques sagrados por
considerarlos idolátricos al atribuírseles espíritu.
Lo que hagamos con la ecología
dependerá de nuestras ideas sobre la relación hombre-naturaleza. Más ciencia y
más tecnología no nos van a sacar de nuestra crisis ecológica presente hasta
que no encontremos una nueva religión, o, reconsideremos la que ya tenemos. Los
beatniks, que son los revolucionarios
por excelencia de nuestro tiempo, manifiestan un instinto bien cimentado en su
afinidad hacia el budismo Zen, el cual concibe la relación hombre-naturaleza
como muy cercana a la imagen reflejada en el espejo de la visión cristiana. El
Zen, sin embargo, está tan profundamente condicionado por la historia de Asia
como el cristianismo lo está por la experiencia de Occidente, y yo dudo de su
viabilidad entre nosotros.
Posiblemente deberíamos ponderar al
individuo más radical de la historia cristiana desde Cristo: San Francisco de
Asís. El primer milagro de San Francisco es el no haber acabado en la estaca,
como sucedió a muchos de sus seguidores del ala izquierda. San Francisco fue un
hereje tan claro que un general de la orden, San Buenaventura, gran cristiano y
hombre muy agudo, trató de suprimir los primitivos registros del
franciscanismo. La clave para entender a Francisco es su creencia en la virtud
de la humildad —no solamente en relación con el individuo sino con el hombre
como especie. Francisco trató de deponer al hombre de su soberanía sobre la
creación para asentar una democracia entre todas las criaturas de Dios. Para él
la hormiga no es más una homilía
dedicada al perezoso; las llamas un símbolo del alma de unirse a Dios;
ahora ellos son la hermana Hormiga y el hermano Fuego, los cuales dan alabanza
a Dios de acuerdo con los dictámenes de su naturaleza, así como el hermano
Hombre lo alaba de acuerdo con los de la suya.
Posteriores comentarios han dicho
que Francisco predicó a los pájaros como un reproche al hombre por cuanto éste
no quería escuchar. Las crónicas históricas no rezan así, sino que lo que hizo
fue incitar a los pajarillos a que alabaran a Dios, y en éxtasis espiritual
batían las alas y gorjeaban gozosos. Antiguas leyendas de santos, especialmente
de santos irlandeses, hablan de sus tratos con animales pero siempre, creo, sin
dejar de mostrar su dominio humano sobre las criaturas. Con Francisco no es
así, las comarcas que rodeaban a Gubbio, en los Apeninos, estaban siendo
asiladas por un feroz lobo. San Francisco, dice la leyenda, habló al lobo y le
reprendió de lo erróneo de su conducta. El lobo se arrepintió, murió en
fragancia de santidad, y fue enterrado en tierra consagrada.
Lo que Sir Steven Runciman llama “la
doctrina franciscana del alma animal” quedó rápidamente impreso. Es muy
probable que esto fuera inspirado en parte, consciente o inconscientemente, por
la creencia en la reencarnación que tenían los herejes de Catar que en aquel
tiempo rebosaban en Italia y en la Francia meridional, los cuales,
probablemente, la adoptaron de la India. Es significativo el hecho de que justo
en el mismo momento, sobre el año 1200, se encontraron indicios de
metempsicosis en el judaísmo occidental, en la Cábala Provenzal. Pero Francisco
ni sostuvo una trasmigración de las almas ni un panteísmo. Su punto de vista de
la naturaleza y del hombre reposaba sobre una única suerte de pan-psiquismo de
todas las cosas animadas e inanimadas, designado para la gloria de su
trascendente Creador, quien, como última expresión de humildad cósmica, se
encarnó, nació desvalido en un pesebre, y murió colgado de un madero.
No estoy sugiriendo que muchos
americanos contemporáneos interesados en la crisis ecológica puedan o quieran
celebrar consejos con lobos o exhortar a los pájaros. Sin embargo, los actuales
y crecientes trastornos del ambiente global es el producto de una ciencia y
tecnología dinámicas que se fueron originando en el mundo medieval occidental y
contra lo cual Francisco se estaba rebelando de una forma tan original. El
crecimiento de esta ciencia y de esta tecnología no puede comprenderse históricamente
al margen de las actitudes distintivas hacia la naturaleza que están
profundamente arraigadas al dogma cristiano. El hecho de que la mayoría de la
gente no piense en estas actitudes como cristianos es algo inconcebible y
desatinado. Ningún conjunto de nuevos valores básicos ha sido aceptado por
nuestra sociedad en sustitución de los mencionados del cristianismo. De aquí
que seguiremos teniendo una crisis ecológica progresiva hasta que no se rechace
el axioma cristiano de que la naturaleza no tiene razón de existir como no sea
para servir al hombre.
El revolucionario más grande de la
historia de Occidente, San Francisco, propuso lo que él creyó ser una
alternativa al punto de vista cristiano sobre la naturaleza y la relación del
hombre con ella: trató se sustituir la idea de dominio ilimitado del hombre
sobre la creación por la idea de igualdad entre todas las criaturas, incluido
el hombre. Pero fracasó. Tanto nuestra ciencia como nuestra tecnología actuales
están tan coloreadas por la arrogancia cristiana hacia la naturaleza que no
podemos esperar solamente de ellas una solución para nuestro problema
ecológico. Ya que las raíces de este problema tienen tanto de religiosas, el
remedio debe ser también esencialmente religioso, querámoslo así o no. Debemos
reconsiderar y reestimar nuestra naturaleza y destino. El profundamente
religioso, pero herético, sentir que los primeros franciscanos tenían por la
autonomía espiritual de todas las partes de la naturaleza puede ser una pista.
Propongo a Francisco como el santo patrón de los ecólogos.
* * *
Artículo tomado de:
Francis A. Schaeffer,
Polución y la muerte del hombre: Enfoque cristiano a la ecología,
El Paso: Mundo Hispano, 1976.