Oración sobre la dignidad del hombre
Giovanni Pico de la Mirándola
Conde de la Concordia
(Extracto)
Cual sea esa
condición, oíd Padres con oídos atentos, y poned toda vuestra humanidad en
aceptar nuestra empresa. Ya el gran Arquitecto y Padre, Dios, había fabricado
esta morada del mundo que vemos, templo augustísimo de la Divinidad, con
arreglo a las leyes de su arcana sabiduría, embellecido la región superceleste
con las inteligencias, animado los orbes etéreos con las almas inmortales,
henchido las zonas excretorias y fétidas del mundo inferior con una caterva de
animales y bichos de toda laña. Pero, concluido el trabajo, buscaba el Artífice
alguien que apreciara el plan de tan grande obra, amara su hermosura, admirara
su grandeza. Por ello, acabado ya todo (testigos Moisés y Timeo), pensó al fin
crear al hombre. Pero ya no quedaba en los modelos ejemplares una nueva raza
que forjar, ni en las arcas más tesoros como herencia que legar al nuevo hijo,
ni en los escaños del orbe entero un sitial donde asentarse el contemplador del
universo. Ya todo lleno, todo distribuido por sus órdenes
sumos, medios e ínfimos. Cierto, no iba a fallar, por ya agotada, la potencia
creadora del Padre en este último parto. No iba a fluctuar la sabiduría como
privada de consejo en cosa así necesaria. No sufría el amor dadivoso que aquél
que iba a ensalzar la divina generosidad en los demás, se viera obligado a
condenarla en sí mismo.
Decretó al fin el
supremo Artesano que ya que no podía darse nada propio, fuera común lo que en propiedad a cada cual se
había otorgado. Así pues, hizo del hombre la hechura de una forma indefinida,
y, colocado en el centro del mundo, le habló de esta manera: «No te dimos ningún puesto fijo, ni una
faz propia, ni un oficio peculiar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen y
los empleos que desees para ti, esos los tengas y poseas por tu propia decisión
y elección. Para los demás una naturaleza contraída dentro de ciertas leyes que
les hemos prescrito. Tú, no sometido a causes algunos angostos, te la definirás
según tu arbitrio al que te entregué. Te coloqué en el centro del mundo, para
que volvieras más cómodamente la vista a tu alrededor y miraras todo lo que hay
en ese mundo. Ni celeste, ni terrestre te hicimos, ni mortal, ni inmortal, para
que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te
forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los
brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión.»
¡Oh sin par generosidad de Dios Padre, altísima y admirable dicha del hombre! Al
que le fue dado tener lo que desea, ser lo que quisiere. Los brutos, nada más
nacidos, ya traen consigo (como dice Lucilio) del vientre de su madre lo que
han de poseer. Los espíritus superiores, desde el comienzo, o poco después, ya
fueron lo que han de ser por eternidades sin término. Al hombre, en su
nacimiento, le infundió el Padre toda suerte de semillas, gérmenes de todo
género de vida. Lo que cada cual cultivare, aquello florecerá y dará su fruto
dentro de él. Si lo vegetal, se hará planta; si lo sensual, se embrutecerá; si
lo racional, se convertirá en un viviente celestial; si lo intelectual, en un
ángel y en un hijo de Dios. Y, si no satisfecho con ninguna clase de criaturas,
se recogiere en el centro de su unidad, hecho un espíritu con Dios, introducido
en la misteriosa soledad del Padre, el que fue colocado sobre todas las cosas,
las aventajará a todas.
(Pico de la Mirandola. De la dignidad del Hombre. Edición y traducción: Luis Martínez
Gómez. Madrid, Editora Nacional, 1984; pp. 104-106)