Simone Weil fue una gran filósofa cristiana, nació en París en
1909 y murió en Inglaterra en 1943, con apenas treinta y cuatro años de edad.
Fue una pensadora revolucionaria y sumamente solidaria con los pobres, quien
para conocer de primera mano el sufrimiento de éstos, renunció a su cátedra
universitaria y trabajó en varias fábricas como obrera, experiencia que minó su
salud, ya de por sí frágil. Años después, se enroló en la resistencia española
contra el gobierno del general Franco.
En cuanto a su experiencia
religiosa, Simone provenía de una familia judía, pero se convirtió al
catolicismo, aunque nunca quiso bautizarse, pues consideraba que esto la
separaría del mundo, y ella quería servir a Dios entre los no creyentes, conviviendo
con ellos y amándolos como son. A un sacerdote que la exhortaba a recibir
las aguas del bautismo, le escribió:
“Cuando me represento de manera concreta y como algo que podría
estar próximo el acto por el que entraría en la Iglesia, ningún pensamiento me
causa más pena que el de separarme de la inmensa y desdichada masa de los no
creyentes. Porque deseo conocerlos para amarlos tal y como son, tengo la
necesidad esencial y, creo poder decirlo, la vocación de pasar entre los
hombres y los distintos medios humanos confundiéndome con ellos, tomando el
mismo color, al menos en la medida en que la conciencia no se opone a ello, y
con el fin de que se muestren tal y como son, sin encubrirse para mí. Porque si
no los amo así, no es a ellos a quienes amo y mi amor no es verdadero”.[1]
Y ante la idea de servir a Dios vistiendo un hábito religioso,
Simone Weil exclama: “Creo que en ningún caso entraré en una orden religiosa
para que no me separe un hábito del común de los hombres”.[2]
Qué hermosa manera de vivir la fe cristiana, no separándose
del mundo, sino permaneciendo en él para amar a los hombres que viven en él. Simone
Weil es un respuesta práctica a la plegaria de Jesucristo cuando, orando por
sus discípulos, dijo al Padre: “No ruego que los quites del mundo, sino que los
guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”.[3]
Seres como Jesucristo, como los apóstoles, como Simone Weil,
no son del mundo, porque no piensan como la gente del mundo; pero permanecen en
él, porque el mundo los necesita y ellos aman grandemente al mundo.