jueves, 24 de enero de 2013

Mitología y Biblia

El mensaje de Jesús y  el problema de la mitología

Rudolf Bultmann

(Teólogo alemán, 1884-1976)



1

El reino de Dios constituye el núcleo de la predicación de Jesucristo. En el siglo XIX, la exégesis y la teología entendieron este reino como una comunidad espiritual compuesta de hombres unidos por su obediencia a la voluntad de Dios, la cual dirigía la voluntad de todos ellos. Con semejante obediencia, trataban de ampliar el ámbito de Su influencia en el mundo. Según decían, estaban construyendo el reino de Dios como un reino que es ciertamente espiritual, pero que se halla situado en el interior del mundo, es activo y efectivo en este mundo, se desarrolla en la historia de este mundo.

En el año 1892 apareció la obra de Johannes Weiss, La predicación de Jesús acerca del reino de Dios. Este libro, que hizo época, refutaba la interpretación generalmente aceptada hasta entonces. Weiss hacía notar que el reino de Dios no es inmanente al mundo y no crece como parte integrante de la historia del mundo, sino que es escatológico, es decir, que el reino de Dios trasciende el orden histórico. Llegará a ser una realidad, no por el esfuerzo moral del hombre, sino únicamente por la acción sobrenatural de Dios. Dios de pronto pondrá fin al mundo y a la historia, e implantará un nuevo mundo, el mundo de la felicidad eterna.

Esta concepción del reino de Dios no era una invención de Jesús, sino que en ella estaban familiarizados algunos círculos de judíos que aguardaban el fin de este mundo. Semejante descripción del drama escatológico procedía de la literatura apocalíptica judaica, de la cual el libro de Daniel es el testimonio más antiguo que ha llegado hasta nosotros. La predicación de Jesús se diferencia de las descripciones típicamente apocalípticas del drama escatológico y de la bienaventuranza de los tiempos nuevos que están por venir, en la medida en que Jesús se abstuvo de darnos unas precisiones detalladas de los mismos: se limitó a afirmar que el reino de Dios vendría y que los hombres deben estar preparados para hacer frente al juicio venidero. Aunque no dejó de participar en la expectación escatológica de sus contemporáneos. Por esta razón, a sus discípulos les enseñó a orar diciendo:

Santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino,
hágase tu voluntad,
así en la tierra como en el cielo.

Jesús abrigaba la esperanza de que todas estas cosas ocurrirían pronto, en un futuro inmediato, y decía que el amanecer de esta nueva edad podía ya percibirse en los signos y prodigios que él obraba, especialmente en su poder de expulsar a los demonios. Jesús concebía el advenimiento del reino de Dios como un tremendo drama cósmico. El Hijo del Hombre vendría sobre las nubes del cielo, los muertos resucitarían y llegaría el día del juicio; para los justos empezaría el tiempo de la felicidad, mientras que los condenados serían entregados a los tormentos del infierno.

Cuando empecé a estudiar teología, tanto los teólogos como los laicos estaban trastornados y atemorizados por las teorías de Johannes Weiss. Recuerdo lo que decía mi maestro Julius Kaftan, a la sazón profesor de dogmática en Berlín: “Si Johannes Weiss está en lo cierto y la concepción del reino de Dios es escatológica, entonces resulta imposible utilizarla en dogmática”. Pero con el paso de los años, los teólogos, incluso J. Kaftan, llegaron al convencimiento de que Weiss tenía razón. Permitidme que mencione ahora a Albert Schweitzer, que llevó la teoría de Weiss a sus últimas consecuencias al sostener que, no sólo la predicación y la conciencia que Jesús tenía de sí mismo, sino también su vida cotidiana estaban dominadas por una expectación escatológica que equivalía a un dogma escatológico totalmente preponderante.

Hoy día ya nadie pone en duda –al menos en la teología europea y, por lo que me es dable observar, tampoco entre los especialistas americanos del Nuevo Testamento- que la concepción del reino de Dios es, en Jesús, escatológica. Incluso resulta cada vez más evidente que la expectación y la esperanza escatológica constituyen el núcleo de toda la predicación neotestamentaria.

La primitiva comunidad cristiana entendió el reino de Dios en el mismo sentido que Jesús. También ella esperaba el advenimiento del reino de Dios en un futuro inmediato. El mismo Pablo pensaba estar aún vivo cuando llegase el fin de este mundo y los muertos resucitasen. Esta convicción general queda confirmada por las voces de impaciencia, ansiedad y duda que ya son perceptibles en los evangelios sinópticos, pero cuyo eco cobrará aún mayor fuerza algo más tarde, por ejemplo, en la segunda epístola de Pedro. El cristianismo ha conservado siempre la esperanza de que el reino de Dios vendrá en un futuro inmediato, aunque lo ha esperado en vano. Podemos citar así a Marcos 9:1, cuyas palabras no son auténticas de Jesús, sino que le fueron atribuidas por la comunidad primitiva: “Os aseguro que, entre los presentes, hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios viniendo con poder”. ¿No está claro el sentido de este versículo? Aunque muchos de los contemporáneos de Jesús han muerto ya, a pesar de todo, debe mantenerse la esperanza de que el reino de Dios aún vendrá durante esta generación.

2

Esta esperanza de Jesús y de la primitiva comunidad cristiana no se cumplió. Existe aún el mismo mundo y la historia continúa. El curso de la historia ha desmentido a la mitología. Porque la concepción del “reino de Dios” es mitológica, como lo es la del drama escatológico. Y como lo son asimismo las presuposiciones en que se basa la expectación del reino de Dios, a saber, la teoría de que el mundo, aunque creado por Dios, es regido por el diablo, Satanás, y su ejército, los demonios, es la causa de todo mal, pecado y enfermedad. Toda la concepción del mundo que presupone tanto la predicación de Jesús como el Nuevo Testamento, es, en líneas generales, mitológica, por ejemplo, la concepción del mundo como estructurado en tres planos: cielo, tierra e infierno; el concepto de la intervención de poderes sobrenaturales en el curso de los acontecimientos; y la concepción de los milagros, especialmente la intervención de unos poderes sobrenaturales en la vida interior del alma, la idea de que los hombres puedes ser tentados y corrompidos por el demonio y poseídos por malos espíritus. A esta concepción del mundo la calificamos de mitológica porque difiere de la que ha sido formulada y desarrollada por la ciencia, desde que ésta se inició en la antigua Grecia, y luego ha sido aceptada por todos los hombres modernos. En esta concepción moderna del mundo, es fundamental la relación entre causa y efecto. Aunque las modernas teorías físicas consideren el azar como un elemento de causalidad en los fenómenos subatómicos, nuestra vida cotidiana, nuestros proyectos y nuestras acciones no quedan afectados por esta categoría del azar. En todo caso, la ciencia moderna no cree que el curso de la naturaleza pueda ser interrumpido o, por decirlo así, perforado por unos poderes sobrenaturales.

Esto es igualmente válido por lo que se refiere al moderno estudio de la historia, el cual no tiene en cuenta ninguna intervención de Dios, del diablo o de los demonios en el curso de la historia. Muy al contrario, considera el curso de la historia como un todo sin rupturas, completo en sí mismo, aunque distinto del curso de la naturaleza porque, en la historia, se dan unos poderes espirituales que influyen en la voluntad de las personas. Aun admitiendo que no todos los acontecimientos históricos están determinados por una necesidad física, y que los hombres son responsables de sus acciones, nada ocurre, sin embargo, que no tenga una motivación racional. De lo contrario, la responsabilidad quedaría anulada. Naturalmente, subsisten aún numerosas supersticiones en los hombres modernos, pero son excepciones o incluso anomalías. El hombre moderno da por supuesto que el curso de la naturaleza y de la historia, lo mismo que su propia vida íntima y su vida práctica, nunca son interrumpidos por la intervención de unos poderes sobrenaturales.

Entonces resulta inevitable la pregunta: ¿Es posible que la predicación de Jesús acerca del reino de Dios y la predicación del Nuevo Testamento en su totalidad revistan aún importancia para el hombre moderno? La predicación del Nuevo Testamento anuncia a Jesucristo, no sólo su predicación acerca del reino de Dios, sino ante todo su persona, que fue mitologizada desde el mismo inicio del cristianismo primitivo. Los especialistas del Nuevo Testamento no están de acuerdo sobre si Jesús se proclamó a sí mismo como el Mesías, como el Rey del tiempo de la bienaventuranza, sobre si creyó que era el Hijo del Hombre que iba a venir sobre las nubes del cielo. Si así fuera, Jesús se hubiese entendido a sí mismo a la luz de la mitología. Pero, a este respecto, no necesitamos decidirnos por una u otra opinión. Sea como fuere, la primitiva comunidad cristiana lo vio así, como una figura mitológica. Esperaba que volviese, como el Hijo del Hombre, sobre las nubes de cielo para traer la salvación y la condena en su calidad de juez del mundo. También consideraba a su persona a la luz de la mitología cuando decía que había sido concebido por el Espíritu Santo y había nacido de una virgen, y ello resulta aún más evidente en las comunidades cristianas helenísticas donde se le consideró como el Hijo de Dios en un sentido metafísico, como un gran ser celeste y preexistente que se hizo hombre por nuestra salvación y tomó sobre sí el sufrimiento, incluso el sufrimiento de la cruz. Tales concepciones son manifiestamente mitológicas, puesto que se hallaban muy difundidas en las mitologías de judíos y gentiles, y después fueron transferidas a la persona histórica de Jesús. En particular, la concepción del Hijo de Dios preexistente, que desciende al mundo en forma humana para redimir a la humanidad, forma parte de la doctrina gnóstica de la redención, y nadie vacila en llamar mitológica a esta doctrina. Ello plantea en forma aguda el problema: ¿Qué importancia reviste para el hombre moderno la predicación de Jesús y la predicación del Nuevo Testamento en su totalidad?

Para el hombre de nuestro tiempo, la concepción mitológica del mundo, las representaciones de la escatología, del redentor y de la redención, están ya superadas y carecen de valor. ¿Cabe esperar, pues, que realicemos un sacrificio del entendimiento, un sacrificium intellectus, para aceptar aquello que sinceramente no podemos considerar verídico –sólo porque tales concepciones nos son sugeridas por la Biblia? ¿O bien hemos de pasar por alto los versículos del Nuevo Testamento que contienen tales concepciones mitológicas y seleccionar las que no constituyen un tropiezo de este tipo para el hombre moderno? De hecho, la predicación de Jesús no se limitó a unas afirmaciones escatológicas. Proclamó también la voluntad de Dios, que es Su mandamiento, el mandamiento de hacer el bien. Jesús exige veracidad y pureza, la disponibilidad para el sacrificio y para el amor. Exige que todo el hombre sea obediente a Dios, y clama contra la ilusión de que podamos cumplir nuestro deber para con Dios con la mera observancia de determinadas prescripciones externas. Si las exigencias éticas de Jesús constituyen unos tropiezos para el hombre moderno, sólo son tales en virtud de su voluntad egoísta, pero no de su inteligencia.

¿Qué se sigue de todo ello? ¿Hemos de conservar la predicación ética de Jesús y abandonar su predicación escatológica? ¿O hemos de reducir su predicación del reino de Dios al llamado evangelio social? ¿O existe todavía una tercera posibilidad? Tenemos que preguntarnos, pues, si la predicación escatológica y el conjunto de los enunciados mitológicos contiene un significado aún más profundo, que permanece oculto bajo el velo de la mitología. Si es así, debemos abandonar las concepciones mitológicas precisamente porque queremos conservar su significado más profundo. A este método de interpretación del Nuevo Testamento, que trata de redescubrir su significado más profundo oculto tras las concepciones mitológicas, yo lo llamo desmitologización –término que no deja de ser harto insatisfactorio. No se propone eliminar los enunciados mitológicos, sino interpretarlos. Es, pues, un método hermenéutico. Pero su significación será mejor comprendida en cuanto hayamos puesto en claro el significado de la mitología en general.

3

A menudo se dice que la mitología es una ciencia primitiva que se propone explicar los fenómenos y los acontecimientos extraños, singulares, sorprendentes o terroríficos, atribuyéndolos a causas sobrenaturales, ya sean dioses o demonios. En parte, eso es lo que ocurre, por ejemplo, cuando unos fenómenos como los eclipses de sol o de luna se atribuyen a tales causas; pero hay más que esto en la mitología. Los mitos hablan de los dioses y de los demonios como de unos poderes de quienes el hombre se sabe en dependencia, cuyo favor necesita y de quienes teme la ira. Los mitos expresan la idea de que el hombre no es dueño del mundo ni de su propia vida, de que el mundo en el cual vive está lleno de enigmas y misterios, y de que la vida humana está henchida asimismo de misterios y enigmas.

La mitología expresa una cierta inteligencia de la existencia humana. Cree que el mundo y la vida humana tienen su fundamento y sus límites en un poder que está más allá de todo aquello que podemos calcular o controlar. La mitología habla de este poder de forma inadecuada e insuficiente, porque lo considera como un poder humano. Habla de dioses, que representan el poder situado más allá del mundo visible y comprensible, pero habla de ellos como si fuesen hombres, y de sus acciones como si fuesen acciones humanas, aunque concibe a los dioses como seres dotados de un poder sobrenatural, y a sus acciones como imprevisibles, capaces de transformar el orden normal y ordinario de los acontecimientos. Podemos decir que los mitos dan a la realidad trascendente una objetividad inmanente e intramundana. Los mitos atribuyen una objetividad mundana a aquello que es no-mundano. (En alemán se diría: Der Mythos objektiviert das Jenseitige zum Diesseitigen.)

Todo lo que antecede resulta igualmente válido para las concepciones mitológicas que se dan en la Biblia. Según el pensamiento mitológico, Dios tiene su morada en el cielo. ¿Qué significa esta afirmación? No cabe la menor duda: de un modo tosco expresa la idea de que Dios está más allá del mundo, de que es trascendente. El pensamiento, incapaz aún de formular la idea abstracta de trascendencia, expresa su intención mediante la categoría de espacio; el Dios trascendente es imaginado como enormemente alejado en el espacio, muy por encima del mundo, porque por encima de este mundo está situado el mundo de las estrellas y de la luz que ilumina y alegra la vida de los hombres. Cuando el pensamiento mitológico formula el concepto de infierno, expresa la idea del mal como un poder terrible que aflige sin cesar a la humanidad. El infierno y los hombres que el infierno ha engullido, quedan localizados bajo la tierra, en las tinieblas, porque las tinieblas son pavorosas y terribles para los hombres.

El hombre moderno ya no puede aceptar estas concepciones mitológicas de cielo e infierno, porque, para el pensamiento científico, hablar de “arriba” y “abajo” en el universo ha perdido toda su significación, aunque la idea de la trascendencia de Dios y del mal sigue siendo significativa.

Ternemos otro ejemplo en la concepción de Satanás y de los espíritus malignos a cuyo poder han sido entregados los hombres. Esta concepción descansa sobre la experiencia de que –independientemente de los males inexplicables, exteriores a nosotros, a los cuales estamos expuestos– nuestras propias acciones nos resultan a menudo incomprensibles; muchas veces los hombres son arrastrados por sus pasiones, dejan de ser dueños de sí mismos, y entonces surge de ellos una maldad inconcebible. También aquí, la concepción de Satanás como soberano del mundo expresa una profunda intuición, a saber, la intuición de que el mal no sólo se da aquí o allá en el mundo, sino que todos los males particulares constituyen un único poder que, en último análisis, surge de las mismas acciones de los hombres y forma una atmósfera, una tradición espiritual que oprime a todo hombre. Las consecuencias y los efectos de nuestros pecados se transforman en un poder que nos domina y del que nosotros mismos no podemos liberarnos. Sobre todo en nuestros días y en nuestra generación, aunque ya no pensamos en forma mitológica, a menudo hablamos de los poderes demoníacos que dirigen la historia y corrompen nuestra vida social y política. Tal lenguaje es metafórico, es una figura de dicción, pero por él expresamos el conocimiento, la intuición de que el mal del que cada hombre es individualmente responsable, se ha convertido en un poder que esclaviza misteriosamente a todos los miembros de la raza humana.

Se nos plantea, pues, el siguiente problema: ¿Es posible desmitologizar el mensaje de Jesús y la predicación de la primitiva comunidad cristiana? Y, puesto que esta predicación ha sido configurada por la creencia escatológica, la primera pregunta que hemos de formular es ésta: ¿Cuál es el significado de la escatología en general?

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Texto tomado de:
Rudolf Bultmann, 
Jesucristo y Mitología
Barcelona: Ariel, 1970.

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