viernes, 14 de diciembre de 2012

Un profeta del siglo XX


Tengo un sueño

Martin Luther King

(Pastor evangélico y defensor de los derechos humanos, 1929-1968)

Hace cinco veintenas de años, un gran norteamericano, ante cuya sobra simbólica nos cobijamos, firmó la Proclamación de Emancipación.

Este trascendental Decreto vino a ser una grandiosa luz en el faro de la esperanza, para miles de esclavos negros devorados por las llamas de la injusticia.

Vino a ser como un alegre amanecer en la prolongada noche del cautiverio.

Pero cien años después debemos enfrentarnos a la trágica realidad de que el negro no es aún libre.

Cien años después, la vida del negro está todavía maniatada por las esposas de la segregación y por las cadenas de la discriminación.

Cien años después el negro vive en la solitaria isla de la pobreza, en medio de un vasto océano de prosperidad material.

Cien años después, el negro aún languidece en los rincones de la sociedad norteamericana y se siente un exiliado en su propia patria.

Por eso hemos venido aquí, ahora, para dramatizar esta aterradora situación.

En cierto modo hemos venido a la capital de nuestra nación a tratar de cambiar un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra República escribieron las magníficas palabras de la Declaración de Independencia, firmaron una letra de cambio de la cual todo norteamericano viene a ser heredero. Esta letra era la promesa de que a todos los hombres se les garantizaban los inalienables derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la dicha.

Claramente se ve ahora que Norteamérica no ha pagado esa letra de cambio, en cuanto a los ciudadanos de color se refiere.

En lugar de hacer honor a esa sagrada obligación norteamericana, le ha dado a los negros un cheque falso, un cheque que ha sido anotado con la marca “fondos insuficientes”.

Pero nosotros nos rehusamos a creer que el Banco de la Justicia esté en quiebra; nos rehusamos a creer que no hay fondos suficientes en las grandes arcas de la posibilidad de esta nación.  

Así, pues, hemos venido a hacer efectivo ese cheque.

El cheque que ha de darnos a su presentación, las riquezas de la Libertad, de la Seguridad, de la Justicia.

Hemos venido, también, a este lugar consagrado, a recordarle a Norteamérica la apremiante urgencia actual.

No es este el momento de aceptar el lujo del apaciguamiento o de tomar la tranquilizante droga de lo gradual.

Este es el momento de hacer reales las promesas de la democracia.       

Este es el momento de levantarse del oscuro y desolado valle de la segregación y salir a la luminosa senda de la justicia.

Este es el momento de abrir las puertas de la oportunidad a todos los hijos de Dios.

Este es el momento de sacar a nuestra nación de las arenas movedizas de la injusticia racial a la firme roca de la fraternidad.

Sería fatal para la nación que pasara por alto la urgencia del momento y desestimara la resolución del negro.

Porque este ardiente verano del legítimo descontento del negro no pasará hasta que no surja un vigorizante otoño de Libertad e Igualdad.

1963 no es una meta, sino un comienzo. Aquellos que creen que el negro sólo necesitaba un desahogo y ahora está contento, tendrán un fuerte despertar si la nación vuelve a sus quehaceres como de costumbre.

No habrá descanso ni tranquilidad en Norteamérica hasta que se otorguen al negro todos los derechos de ciudadano.

Los torbellinos de la revuelta seguirán sacudiendo los cimientos de nuestra nación hasta que llegue el día luminoso de la Justicia.

Pero hay algo que debo decir a mi pueblo, que está ahora de pie sobre el acogedor umbral que conduce al Palacio de la Justicia.

En el proceso de ganar nuestro sitio legítimo en la sociedad jamás debemos ser actores de hechos bochornosos.

No tratemos de satisfacer nuestra sed de libertad apurando el vino de la amargura y del odio. Debemos, siempre, dirigir nuestro esfuerzo en el plano elevado de la dignidad y la disciplina.

No debemos permitir que nuestra protesta creativa degenere en violencia física. Una y otra vez debemos elevarnos a las majestuosas alturas para oponer a la fuerza bruta, la fuerza del alma.

La magnífica nueva militancia que ha embebido a la comunidad negra no nos debe llevar a desconfiar de todos los blancos, porque muchos de nuestros hermanos blancos, como evidencia su presencia aquí, han venido a hacer palpable que su destino está atado a nuestro destino y su libertad está indisolublemente ligada a nuestra libertad.

No podemos ni debemos caminar solos.

Y conforme vamos caminando debemos hacer la promesa de que iremos adelante. No debemos volvernos. Hay quienes preguntan a los adictos de los derechos civiles: “¿Hasta cuándo estaréis satisfechos?” Nunca podemos estar satisfechos mientras el negro sea víctima de indecibles horrores de la brutalidad policíaca.

Nunca estaremos satisfechos mientras nuestros cuerpos, agotados por la fatiga del viaje, no puedan lograr alojamiento en los hoteles de las carreteras y de las ciudades.

No podemos estar satisfechos mientras la movilidad básica del negro se concrete a pasar de un pequeño “ghetto” a otro más grande.

Nunca podemos estar satisfechos mientras un negro no pueda votar en Mississippi. Y un negro de Nueva York crea que no tiene por qué votar.

No, no estamos satisfechos y no estaremos satisfechos hasta que la justicia se deslice como las aguas y la rectitud hacia nosotros sea como una poderosa corriente.

No me olvido de que muchos de ustedes han venido con grandes trabajos y tribulaciones. Algunos, recién salidos de las estrechas mazmorras de las cárceles.

Otros habéis venido de regiones en las que vuestro reclamo de libertad os ha dejado maltrechos por las tempestades de la persecución y tambaleantes por los soplos de la brutalidad policíaca.

Creedme: tenéis el honor de ser veteranos del sufrimiento creador.         

Seguid trabajando con la fe de que el sufrimiento no merecido, redime.

Volved a Mississippi, volved a Alabama, volved a Georgia, volved a Lousiana. Volved a los barrios miserables y a los ghettos de nuestras ciudades del Norte, sabiendo que esta situación puede ser cambiada. Y será cambiada.

No nos hundamos en el valle de la desesperación.

Yo os digo este día, amigos míos, que a pesar de las dificultades y frustraciones del momento, aún tengo un sueño.

Es un sueño hondamente enraizado en el sueño norteamericano.         
Tengo un sueño de que un día esta nación se levantará y vivirá conforme al verdadero significado de su credo: “sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas…

Que todos los hombres han sido creados iguales…”
Tengo el sueño de que un día en las rojas colinas de Georgia los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos se sentarán juntos a la mesa de la fraternidad.

Tengo el sueño de que aún el estado de Mississippi, un Estado desierto ardiendo con el fuego de la injusticia y de la opresión, será transformado en un oasis de Libertad y de Justicia.

Tengo un sueño de que mis cuatro pequeños hijos, algún hermoso día, vivan en una nación en donde no sean juzgados por el color de su piel, sino por la capacidad de su carácter.

Tengo un sueño ahora…

Tengo el sueño de que un día el Estado de Alabama, en el cual los labios de su gobernador actualmente gotean palabras de interposición y nulificación a nuestros derechos, sea transformado en una tierra en la cual los niños negros y las niñas negras puedan unir sus manos a las de los niños blancos y las niñas blancas, para caminar juntos como hermanos y hermanas.

Tengo un sueño ahora…

Tengo el sueño de que un día todo valle será elevado; en que cada colina y montaña será aplanada, los espacios abruptos serán nivelados y los lugares tortuosos serán enderezados, para que la gloria del Señor sea revelada y todo el género humano la contemple.

Esta es nuestra esperanza. Esta es la fe con la que vuelvo al Sur. Con esta fe podemos transformar las pendencieras discordias de nuestra nación en una hermosa sinfonía de fraternidad.

Con esta fe estaremos aptos para trabajar unidos, batallar unidos, ir a prisión juntos, erguirnos juntos por la Libertad, ¡sabiendo que algún día seremos libres!

Ese será el día en que todos los hijos de Dios puedan cantar con un nuevo significado: “¡Mi patria: es a ti dulce Patria de la Libertad, a quien canto! Tierra en la que murieron mis padres. Tierra orgullosa de los 'Peregrinos', en todas las montañas resuena el grito de la Libertad…”

Y si Norteamérica ha de ser una gran nación, las frases anteriores han de convertirse en verdad.

Así, pues, dejad que el grito de la Libertad resuene en todas las cumbres de Nueva Hampshire.     

Dejad que el grito de la Libertad resuene desde las imponentes montañas de Nueva York.

Dejad que el grito de la Libertad resuene en los altísimos Allenghenies, de Pennsylvania.

Dejad que la Libertad resuene en las nevadas Rocallosas, de Colorado.

Dejad que la Libertad resuene en los encorvados picos de California.

Pero no sólo esto: dejad que la Libertad resuene desde la “Stone Mountain”, de Georgia.

Dejad que la Libertad resuene en cada colina y en cada montículo de Mississippi y que en toda ladera resuene el grito de la Libertad.

Cuando dejemos que así sea, cuando resuene en cada poblado y en cada aldea, en cada Estado y en cada ciudad, cuando dejemos que resuene triunfal el grito de la Libertad, lograremos apresurar el día en que todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos, puedan juntar sus manos amorosamente para cantar las palabras de aquel viejo “spiritual” negro:

“¡Libre al fin…! ¡Gracias a Dios Todopoderoso somos libres al fin…!

* * *
Discurso proclamado en 1963, en Washington D.C., frente a 250 000 personas.

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