miércoles, 12 de diciembre de 2012

Ecología y religión


LAS RAÍCES HISTÓRICAS DE NUESTRA CRISIS ECOLÓGICA

Lynn White, Jr.

(Historiador norteamericano, 1907-1987)

Una conversación con Aldous Huxley muy frecuentemente predispone a uno a convertirse finalmente en receptor de un monólogo inolvidable. Aproximadamente un año antes de su lamentada muerte se hallaba disertando sobre uno de sus temas favoritos: el trato antinatural que el hombre da a la naturaleza y sus tristes resultados. Como ilustración dijo que, el verano anterior, había vuelto a visitar un valle de Inglaterra en el que acostumbraba a pasar maravillosas temporadas cuando era niño. Hubo un tiempo en que este valle lo componían un conjunto de deliciosos claros herbosos; pero ahora la hierba había alcanzado grandes y deformadas proporciones debido a que los conejos, que normalmente llevaban el control de su crecimiento, hacía mucho que sucumbieron víctimas de una enfermedad, mixomatosis, provocada deliberadamente por los granjeros para evitar que les destruyeran las cosechas. Haciendo un poco de filisteo, ya no pude seguir en silencio por más tiempo, aunque esto reduce en beneficio de la retórica ampulosa. Interrumpí para señalar que el conejo había sido importado a Inglaterra como animal doméstico en 1176, supuestamente para mejorar la dieta proteínica de los campesinos.

Todas las formas de vida modifican sus contextos. El más espectacular y benigno ejemplo es el del pólipo de coral, el cual, para servir a sus propios fines, ha creado un vasto mundo submarino que favorecía también a miles de clases de animales y plantas. Desde que el hombre se convirtió en una especie numerosa ha modificado su ambiente notablemente. La hipótesis de que sus métodos de caza usando el fuego crearon las grandes praderas y ayudaron a exterminar los monstruosos mamíferos del pleistoceno en muchas partes del globo es muy plausible, sino probada. Durante seis milenios por lo menos las riberas del bajo Nilo han sido más un artefacto humano que zonas pantanosas de la jungla africana las cuales, aparte del hombre, la naturaleza hiciera. La presa de Aswam, inundando 5000 millas cuadradas, es el estadio más reciente de un largo proceso. En muchas regiones el aplanamiento de la tierra, el riego, el pastoreo, la tala de bosques por los romanos para construir barcos y combatir a los cartagineses o por los cruzados para solventar los problemas logísticos de sus expediciones, han cambiado profundamente algunas ecologías. Las observaciones hechas sobre el paisaje francés, en una doble dirección básica, los prados que se extienden al norte y los sotos del sur y del oeste, inspiraron a Marc Bloch a emprender su estudio clásico de los métodos de agricultura medievales. Aun sin la menor intención, los cambios en las formas humanas a menudo afectan a la naturaleza infrahumana. Se ha notado, por ejemplo, que el advenimiento del automóvil ha eliminado las bandadas de gorriones que una vez se alimentaran de los excremento de las caballerías dispersos por las calles.

La historia del cambio ecológico es todavía tan rudimentaria que es muy poco lo que conocemos acerca de lo que realmente ocurrió, o de cuáles fueron los resultados. La extinción del uro europeo sobre el 1627 parece que se debió a una caza desmedida. Sobre otras cuestiones más intrincadas a menudo resulta imposible encontrar información sólida. Durante un millón de años o más los frisios y los holandeses han estado quitando terreno al Mar del Norte, y el proceso está culminando en nuestro propio tiempo con la reclamación del Zuinder Zee. ¿Qué importa si algunas especies de animales, pájaros, peces, vitalidad de las riberas, o plantas han muerto en el proceso? En su combate épico contra Neptuno ¿han tenido en cuenta los holandeses los valores ecológicos de tal manera que la calidad de la vida humana en esas tierras haya sufrido? No tengo la menor idea de que estas preguntas hayan sido formuladas; mucho menos contestadas.

Las gentes, como vemos, a menudo han sido un elemento dinámico en su propio ambiente, pero en el estado actual de erudición histórica usualmente no sabemos con exactitud cuándo, dónde o con qué efectos vienen los cambios inducidos por el hombre. Según vamos entrando en el último tercio del siglo XX, sin embargo, el interés por el problema del retroceso ecológico está creciendo muy considerablemente. Las ciencias naturales, concebidas como el esfuerzo por comprender la naturaleza de las cosas, habían florecido en algunas épocas y entre algunos pueblos. Similarmente han habido en eras pasadas acumulaciones de conocimientos técnicos, algunas veces creciendo rápidamente, otras veces lentamente. Pero no fue hasta hace unas cuatro generaciones que la Europa occidental y América del Norte dispusieron un maridaje entre la ciencia y la tecnología, y una unión de lo teórico con lo empírico se aproxima a nuestro medio natural. La aparición en esparcida práctica del credo baconiano de que conocimiento científico significa poder tecnológico sobre la naturaleza apenas data de poco antes de 1850, salvo en las industrias químicas, que se anticipa hasta el siglo XVIII. Su aceptación como patrón normal de acción marca el más grande evento de la historia humana desde la invención de la agricultura y quizás también en la historia terrestre no humana.

Casi en el acto, la nueva situación forzó la cristalización del nuevo concepto de ecología; realmente, la palabra ecología apareció por vez primera en la lengua inglesa en el año 1873. Hoy, menos de un siglo más tarde, el impacto de nuestra raza sobre el medio ha incrementado tanto su fuerza que éste ha cambiado en esencia. Cuando los primeros cañones fueron disparados, en el siglo XIV, la ecología se vio afectada pues fueron precisos obreros que extrajeran de los bosques y montañas potasio, azufre, hierro, y carbón de leña, con la consiguiente erosión-deforestación. Las bombas de hidrógeno están en un orden diferente, pues una guerra con ellas podría alterar las leyes genéticas sobre nuestro planeta. En 1285 Londres se creó un problema con la contaminación producida por la combustión de carbón graso, pero nuestra combustión actual a base de combustible fósil amenaza con cambiar la química de la atmósfera terrestre, con unas consecuencias que sólo estamos empezando a adivinar. La explosión demográfica, el carcinoma de la urbanización que carece de plan, los actuales depósitos de aguas de alcantarillado y basuras, nos hace pensar que, seguramente, ninguna otra criatura aparte del hombre se las ha compuesto tan bien para ensuciar de forma semejante su nido.

Hay muchas llamadas a la acción, pero las propuestas específicas, no obstante ser muy dignas, se muestran demasiado parciales, paliativas, negativas: supresión de bombas, derrumbar las carteleras-anuncio, dar a los hindúes pastillas anticonceptivas y decirles que coman sus vacas sagradas. La solución más simple ante cualquier sospecha de cambio es, por supuesto, impedir su avance, o, mejor todavía, retornar a un pasado romantizado: hacer que esas viejas gasolineras se asemejen a la cabaña de Anne Hathway o (en el Lejano Oeste) a los “saloons” de las ciudades fantasma. La mentalidad “yerma” invariablemente defiende una ecología de congelación, sea San Gimignano o Sierra Alta, tal y como era antes de que empezaran a usarse los productos Kleenex. Pero ni el atavismo ni la petrificación competirán con la crisis ecológica de nuestro tiempo.

¿Qué podemos hacer? Nadie lo sabe todavía. A menos que pensemos en los fundamentos, nuestras medidas específicas pueden producir nuevos retrocesos aún peores que los que pretenden remediar.

Como primera medida deberíamos tratar de clarificar nuestro pensamiento mirando, con alguna profundidad histórica, los presupuestos que subyacen en la tecnología y la ciencia modernas. La ciencia fue tradicionalmente aristocrática, especulativa, intelectual en intención; la tecnología era de clase más baja, empírica, acción orientada. La completa y repentina fusión de ambas, a mediados del siglo XIX, está seguramente relacionada con las ligeramente anteriores y contemporáneas revoluciones democráticas las cuales, reduciendo las barreras sociales, tendían a afirmar una unidad funcional de cerebro con mano de obra. Nuestra crisis ecológica es resultado de una emergente y enteramente nueva cultura democrática. El asunto es que si un mundo democratizado puede sobrevivir a sus propias implicaciones. Presumiblemente no podemos a menos que revisemos nuestros axiomas.

LAS TRADICIONES OCCIDENTALES EN TECNOLOGÍA Y CIENCIA

Una cosa es tan cierta que casi sobra decirla: tanto nuestra tecnología como nuestra ciencia moderna son distintivamente occidentales. Nuestra tecnología ha absorbido elementos de todo el mundo, especialmente de China; sin embargo, hoy día, en todas partes, ya sea Japón o Nigeria, la tecnología más próspera es occidental. Nuestra ciencia es la heredera de todas las ciencias del pasado, tal vez especialmente por la obra de los científicos del Islam de las Edades Medias, los cuales tan a menudo sobrepujaron a los antiguos griegos en conocimientos prácticos y perspicacia: al-Raci en medicina, por ejemplo; o ibn-al-Haytham en óptica; u Omar Khayyam en matemáticas. Verdaderamente no pocas obras de genios semejantes parecen haber desaparecido en su versión original árabe para sobrevivir sólo en traducciones latinas medievales que ayudaron a poner los fundamentos para los desarrollos occidentales posteriores. Hoy, en todo el globo, cualquier ciencia significativa es occidental en estilo y método, sean cuales fueren los matices o lenguaje de los científicos.

Un segundo par de hechos es menos reconocido porque resultan de una erudición histórica completamente reciente. El liderato en Occidente, tanto en tecnología como en ciencia, se remonta a mucho antes de la llamada Revolución Científica del siglo XVII o la Revolución Industrial del XVIII. Estos términos están de hecho pasados de moda y oscurecen la verdadera naturaleza de lo que tratan de describir —etapas significativas en dos largos y distintos desarrollos. Sobre el año 1000 d. de J.C. como muy tarde —y quizás, aunque débilmente, 200 años antes— Occidente empezó a utilizar la fuerza hidráulica en procesos industriales además de en la molienda de grano. Esto fue seguido a finales del siglo XII por la puesta en marcha de la fuerza aérea. Partiendo de unos comienzos sencillos, pero con considerable consistencia de estilo, el Occidente rápidamente extendió sus conocimientos en la promoción y desarrollo de la fuerza mecánica, artificios para reducir el tiempo en las labores, y automación. Aquellos que duden deberían contemplar esa monumental proeza en la historia de la automación: el reloj mecánico accionado por pesas que apareció en dos formas a principios del siglo XIV. No en artesanía sino en capacidad tecnológica básica, el Occidente latino de las altas edades medias aventajó a sus elaboradas, y, estéticamente, magníficas culturas hermanas bizantinas e islámicas. En 1444 un gran eclesiástico griego, Bessarion, que había ido a Italia, escribió una carta a un príncipe griego. Bessarion estaba asombrado ante la superioridad de los barcos, armas, textiles, y cristal occidentales. Pero ante todo quedó estupefacto al contemplar las turbinas que movían máquinas aserradoras de madera y bombeaban los fuelles de los hornos. Evidentemente, jamás había visto cosa semejante en el Cercano Oriente.

A finales del siglo XV la superioridad tecnológica de Europa era tal que hasta sus pequeñas, y mutuamente hostiles, naciones pudieron salir al resto del mundo, conquistando, saqueando, y colonizando. Un ejemplo de esto es Portugal, uno de los más débiles estados occidentales, que pudo ser durante un siglo dueña y señora de las Indias Orientales. Y debemos recordar que la tecnología de Vasco de Gama y Albuquerque fue construida sobre un puro empirismo, esto es, inspirándose muy poco en la ciencia.

Actualmente se cree que la ciencia moderna empezó en 1543, cuando Copérnico y Vesalio publicaron sus grandes obras. Sin pretender detractar sus logros, es preciso señalar que, no obstante, estructuras como la Fábrica y De Revolitionibus no aparecen de la noche a la mañana. La tradición científica distintiva de Occidente, de hecho, comenzó a finales del siglo XI con el movimiento masivo de traducir al latín las obras científicas árabes y griegas. Unos pocos libros notables —Theophrasto, por ejemplo— escaparon del ávido y nuevo apetito de Occidente por la ciencia, pero en menos de 200 años todo el grueso de la ciencia griega y musulmana estuvo disponible en Latín, siendo ansiosamente leída y criticada en las nuevas universidades europeas. Por el criticismo surgió una nueva forma de observación y especulación que condujo a un progresivo descrédito de las autoridades antiguas. A finales del siglo XIII Europa había arrebatado el liderato científico global de las ya vacilantes manos del Islam. Sería tan absurdo negar la profunda originalidad de Newton, Galileo o Copérnico como negar la de los científicos escolásticos del siglo XIV como Buridan u Oresme sobre cuya obra aquéllos construyeron. Antes del siglo XI, la ciencia existía de forma muy escasa en el Occidente latino, incluso en tiempo de los romanos. Desde el siglo XI en adelante, el sector científico de la cultura occidental ha ido incrementándose progresivamente.

Ya que nuestros movimientos tanto científico como tecnológico se pusieron en marcha, adquirieron su propio carácter, y lograron un dominio mundial en las edades medias, parece ser que no podremos comprender su naturaleza o su impacto actual sobre la ecología sin examinar las imposiciones y desarrollos medievales fundamentales.

EL PUNTO DE VISTA MEDIEVAL SOBRE EL HOMBRE Y LA NATURALEZA

Hasta recientemente, la agricultura ha sido la principal ocupación incluso en las sociedades “avanzadas”; por tanto, cualquier cambio en los métodos de labranza tiene mucha importancia. Los primitivos arados, arrastrados por dos bueyes, normalmente no revolvían el césped sino que meramente lo arañaban. Por tanto, las aradas en cruz eran necesarias y los campos tendían a ser cuadriculados. En los terrenos ligeramente fértiles y en los climas semi-áridos del Próximo Oriente y Mediterráneo, esta forma de arar daba resultado, pero resultaba inapropiada en climas húmedos, y a menudo terrenos pegajosos, como los del Norte de Europa. En la última parte del siglo VII d. de J.C. sin embargo, tras unos principios rudimentarios, ciertos campesinos norteños usaron una clase de arado enteramente nueva, equipado con una cuchilla para hacer el surco, una parte horizontal para cortar por debajo del césped, y una pieza para hacerla girar. La fricción de este tipo de arado sobre el terreno era tan grande que normalmente se necesitaban ocho bueyes en vez de dos, y actuaba sobre el terreno con tal violencia que no era preciso arar en cruz, y los campos presentaban una fisonomía a base de largos surcos.

En los tiempos en que el arar consistía meramente en arañar la tierra, los campos eran distribuidos, generalmente, en unidades capaces de mantener a una simple familia. La subsistencia del cultivo era la presuposición. Pero ningún campesino poseía ocho bueyes: para usar el nuevo y más eficiente arado, los campesinos mancomunaron sus bueyes a fin de formar grandes equipos para arar, recibiendo originalmente trozos de terreno arado en proporción a su contribución. Así pues, la distribución del terreno ya no se basaba en las necesidades de la familia sino, más bien, en la capacidad de una fuerza maquinizada para labrar la tierra. La relación hombre-terreno fue profundamente cambiada. Antiguamente el hombre había sido una parte de la naturaleza; ahora era el explotador de la naturaleza. En ningún otro lugar del mundo los granjeros promocionaron ningún utensilio agrícola análogo. ¿Es una coincidencia el que la moderna tecnología, con su crueldad para con la naturaleza, haya sido tan ampliamente difundida por descendientes de estos campesinos del norte de Europa?

Esta misma actitud explotadora aparece muy poco antes del 830 d. de J.C. en los calendarios ilustrados occidentales. En algunos más antiguos, los meses aparecían como personificaciones pasivas. Los nuevos calendarios francos, que fijaron el estilo de las edades medias, son muy diferentes: presentan al hombre violentando su ambiente –arando, cosechando, talando árboles, matando cerdos. El hombre y la naturaleza son dos cosas separadas, y el hombre es el amo.

Estas novedades parecen armonizar con contenidos intelectuales más amplios. Las gentes actuarán sobre su ecología de acuerdo con lo que piensen acerca de ellos mismos en relación con lo que les rodea. La ecología humana está profundamente condicionada por las creencias acerca de nuestra naturaleza y destino –esto es, por la religión. A los ojos de Occidente esto es evidentísimo en, digamos, la India o Ceilán. Pero es igualmente cierto respecto a nosotros y a nuestros antepasados medievales.

La victoria del cristianismo sobre el paganismo fue la más grande revolución psíquica de la historia de nuestra cultura. Es de moda hoy decir que, para bien o para mal, vivimos en “la era post-cristiana”. Ciertamente las formas de nuestro pensamiento y lenguaje han dejado en mucho de ser cristianos, pero, a mi forma de ver, la sustancia a menudo permanece asombrosamente eslabonada a la del pasado. Nuestra forma habitual de actuar, por ejemplo, está dominada por una fe implícita en un progreso perpetuo que era desconocido tanto en la antigüedad greco-romana como en el Oriente. Esto está arraigado en, y carece de defensa aparte de, la teología judeo-cristiana. El hecho de que los comunistas compartan también este punto de vista progresista ayuda a demostrar lo que puede ser demostrado en muchos otros aspectos: que el marxismo, como el islamismo, es una herejía judeo-cristiana. Hoy continuamos viviendo, como ha sucedido durante casi 1700 años, muy sumidos en un contexto formado por los axiomas cristianos.

¿Qué dice el cristianismo a las gentes acerca de sus relaciones con el medio?

Mientras que muchas de las mitologías del mundo proveen historietas de la creación, la mitología greco-romana fue singularmente incoherente respecto a esto. Como Aristóteles, los intelectuales del antiguo Occidente negaban que el mundo visible hubiera tenido un principio. Verdaderamente, la idea de un principio era imposible en el armazón de su noción cíclica del tiempo. En agudo contraste, el cristianismo heredó del judaísmo no sólo un concepto de tiempo como algo no repetido y lineal sino también una sorprendente historieta de –la– creación. En sucesivas etapas un Dios amante y todopoderoso había creado la luz y las tinieblas, los cuerpos celestes, la tierra con todas sus plantas, animales, pájaros y peces. Finalmente Dios había creado a Adán y, como una segunda intención, a Eva, para evitar que el hombre estuviese solo. El hombre puso nombre a todos los animales, estableciendo así su dominio sobre ellos. Dios planificó todo esto explícitamente para beneficio del hombre y para que éste lo gobernara: nada de la creación física tenía otra razón de ser que no fuera servir a los propósitos del hombre. Y, aunque el cuerpo del hombre fuera hecho de arcilla, no es una simple parte de la naturaleza, ya que el hombre fue hecho a imagen de Dios.

Especialmente en su versión occidental, el cristianismo es la religión más antropocéntrica que jamás haya conocido el mundo. En el siglo II tanto Tertuliano como San Ireneo de Lion insistían en que cuando Dios formó al hombre estaba presagiando la imagen del Cristo encarnado, el segundo Adán. El hombre participa, en gran medida, de la trascendencia de Dios respecto a la naturaleza. El cristianismo, en absoluto contraste con el paganismo antiguo y las religiones de Asia (excepto, tal vez, el zoroastrismo), no solamente estableció el dualismo hombre-naturaleza, sino que también insistió en que la voluntad de Dios es que el hombre explote la naturaleza para sus propios fines.

En el común de las gentes esto obró de forma muy interesante. En la antigüedad cada árbol, cada arroyo, cada río, cada colina tenía su propio genius loci, su espíritu guardián. Estos espíritus eran accesibles al hombre, pero muy diferentes a él; centauros, faunos, y sirenas mostraban su ambivalencia. Antes de que uno cortara un árbol, minara un monte, o represara un arroyo, era importante aplacar al espíritu que cuidaba de esa particular situación, y mantenerlo aplacado. Al destruir el animismo pagano, el cristianismo hizo posible la explotación de la naturaleza con un sentimiento de total indiferencia hacia los valores de los objetos naturales.

Se dice a menudo que la iglesia sustituyó el animismo pagano por el culto a los santos. Cierto; pero el culto a los santos es funcionalmente diferente del animismo. El santo no está dentro de los objetos naturales; pueden tener capillas especiales pero su ciudadanía está en los cielos. Además, un santo es enteramente un hombre; puede aproximársele a los límites humanos. Además de los santos, el cristianismo, por supuesto, tenía ángeles y demonios heredados del judaísmo y quizás, más remotamente, del zoroastrismo, y que se movían tanto como los mismos santos. Los espíritus localizados dentro de los objetos naturales, que primeramente habían protegido la naturaleza de los abusos del hombre, se evaporaron. El monopolio afectivo del hombre sobre el espíritu en este mundo fue confirmado, y las antiguas prohibiciones de explotación de la naturaleza saltaron hechas trizas.

Cuando uno habla en términos tan vastos, una nota de preocupación es oportuna. El cristianismo es una fe compleja, y sus consecuencias difieren en los distintos contextos. Lo que he dicho puede bien aplicarse al Occidente medieval, donde de hecho la tecnología hizo espectaculares avances. Pero al Oriente griego, un reino altamente civilizado de igual devoción cristiana, no parece haber producido marcadas innovaciones tecnológicas después de finales del siglo VII, cuando el fuego griego fue inventado. La clave del contraste puede tal vez encontrarse en una diferencia en la tonalidad de la piedad y pensamiento lo cual los estudiantes de teología comparada encuentran entre la iglesia griega y la latina. Los griegos creían que el pecado era la ceguera intelectual, y que la salvación se encontraba en la iluminación, en la ortodoxia —esto es, en el pensamiento claro. Los latinos, por otra parte, creían que el pecado radicaba en el mal moral, y que la salvación consistía en el desarrollo de una conducta justa, esto es, en conducirse rectamente. La teología oriental ha sido intelectualista; la occidental, voluntarista. El santo griego contempla; el santo occidental actúa. Las implicaciones del cristianismo para la conquista de la naturaleza emergerán más fácilmente en una atmósfera occidental.

El dogma cristiano de la creación, que se encuentra en la primera cláusula de todo los Credos, tiene otro significado para la comprensión de nuestra crisis ecológica actual. Mediante revelación, Dios había dado al hombre la Biblia, el Libro de la Escritura. Pero ya que Dios había hecho la naturaleza, la naturaleza también debe revelar la divina mentalidad. El estudio religioso de la naturaleza para una mejor comprensión de Dios fue conocido como teología natural. En la iglesia primitiva, y siempre en el Oriente griego, la naturaleza fue concebida primariamente como un simbólico sistema a través del cual Dios habla al hombre: la hormiga es un sermón para los haraganes; las ascendentes llamas son el símbolo de la suprema aspiración del alma. Esta visión de la naturaleza fue esencialmente artística más que científica. Mientras Bizancio preservaba y copiaba gran número de antiguos textos científicos griegos, la ciencia como hoy la concebimos escasamente podía florecer en semejante ambiente.

Sin embargo, en el Occidente latino, a principios del siglo XIII, la teología natural fue siguiendo un derrotero muy diferente. Fue dejando de ser la clave para descifrar los símbolos físicos de la comunicación de Dios con el hombre, para comenzar con el esfuerzo de entender la mente de Dios descubriendo cómo opera su creación. El arco iris dejó de ser simplemente el símbolo de esperanza dado a Noé tras el diluvio: Robert Grosseteste, Friar Roger Bacon, y Theodoric de Freiberg hicieron un trabajo sorprendentemente elaborado sobre la óptica del arco iris, pero lo hicieron como una aventura dentro de una mentalidad religiosa. Desde el siglo XIII en adelante, hasta e incluyendo a Leibnitz y Newton, los científicos más grandes explicaban sus motivaciones en términos religiosos. Ciertamente, si Galileo no hubiera sido un teólogo amateur tan experto no se hubiera creado tantos problemas: los profesionales estaban resentidos por su intrusión. Y Newton parece reconocerse a sí mismo más como teólogo que como científico. No fue hasta finales del siglo XVIII cuando la hipótesis Dios se hizo innecesaria para muchos científicos.

Cuando los hombres explican por qué están haciendo lo que quieren hacer, resulta a menudo difícil para un historiador el juzgar si están ofreciendo auténticas razones o si éstas sólo pueden resultar aceptables como algo meramente cultural. La consistencia con que los científicos durante las largas centurias formativas de la ciencia de Occidente decían que la tarea y la recompensa del científico era “pensar los pensamientos de Dios después que él”, nos conduce a creer que ésta era su real motivación. Si es así, la ciencia del moderno Occidente fue engendrada en la matriz de la teología cristiana. El dinamismo de la devoción religiosa, conformado por el dogma judeo-cristiano de la creación, le dio ímpetu.

UNA ALTERNATIVA AL PUNTO DE VISTA CRISTIANO

Aparentemente da la impresión de que estamos siendo conducidos hacia conclusiones que resultarían desagradables para muchos cristianos. Ya que tanto la ciencia como la tecnología son palabras benditas de nuestro vocabulario contemporáneo, alguno puede sentirse feliz ante las nociones, primero, de que, visto históricamente, la ciencia moderna es una extrapolación de la teología natural y, segundo, que la moderna tecnología puede explicarse, al menos en parte, como una realización voluntarista occidental del dogma cristiano de la trascendencia del hombre y su legítima soberanía sobre la naturaleza. Pero, como reconocemos ahora, hasta hace más o menos un siglo ciencia y tecnología —hasta aquí actividades completamente separadas— se unieron para dar a la humanidad ciertos poderes, los cuales, a juzgar por muchos de los efectos ecológicos, están fuera de control. Si esto es así, el cristianismo carga sobre sí con gran cantidad de culpa.

Personalmente dudo que nuestro desastroso retroceso ecológico pueda evitarse simplemente aplicando a nuestros problemas más ciencia y más tecnología. Nuestra ciencia y nuestra tecnología han crecido a partir de las actitudes cristianas en la relación del hombre con la naturaleza, las cuales, son casi universalmente mantenidas no sólo por cristianos y neo-cristianos, sino también por aquellos que se complacen en reconocerse a sí mismos como post-cristianos. A pesar de Copérnico, todo el cosmos gira alrededor de nuestro pequeño globo. A pesar de Darwin, no somos, en nuestros corazones, parte de un proceso natural. Somos superiores a la naturaleza, a la cual desdeñamos, usándola solamente para satisfacer nuestro más pequeño capricho. El recientemente elegido gobernador de California, miembro de una iglesia, como yo, aunque menos turbado que yo, habló para la tradición cristiana cuando dijo (como realmente se cree) “cuando usted haya visto un pino gigante de California, los ha visto todos”. Para un cristiano un árbol no puede ser nada más que un hecho físico. Todo el concepto de bosque sagrado es ajeno al cristianismo y a la idiosincrasia de Occidente. Aproximadamente durante dos milenios los misioneros cristianos han estado talando bosques sagrados por considerarlos idolátricos al atribuírseles espíritu.

Lo que hagamos con la ecología dependerá de nuestras ideas sobre la relación hombre-naturaleza. Más ciencia y más tecnología no nos van a sacar de nuestra crisis ecológica presente hasta que no encontremos una nueva religión, o, reconsideremos la que ya tenemos. Los beatniks, que son los revolucionarios por excelencia de nuestro tiempo, manifiestan un instinto bien cimentado en su afinidad hacia el budismo Zen, el cual concibe la relación hombre-naturaleza como muy cercana a la imagen reflejada en el espejo de la visión cristiana. El Zen, sin embargo, está tan profundamente condicionado por la historia de Asia como el cristianismo lo está por la experiencia de Occidente, y yo dudo de su viabilidad entre nosotros.

Posiblemente deberíamos ponderar al individuo más radical de la historia cristiana desde Cristo: San Francisco de Asís. El primer milagro de San Francisco es el no haber acabado en la estaca, como sucedió a muchos de sus seguidores del ala izquierda. San Francisco fue un hereje tan claro que un general de la orden, San Buenaventura, gran cristiano y hombre muy agudo, trató de suprimir los primitivos registros del franciscanismo. La clave para entender a Francisco es su creencia en la virtud de la humildad —no solamente en relación con el individuo sino con el hombre como especie. Francisco trató de deponer al hombre de su soberanía sobre la creación para asentar una democracia entre todas las criaturas de Dios. Para él la hormiga no es más una homilía  dedicada al perezoso; las llamas un símbolo del alma de unirse a Dios; ahora ellos son la hermana Hormiga y el hermano Fuego, los cuales dan alabanza a Dios de acuerdo con los dictámenes de su naturaleza, así como el hermano Hombre lo alaba de acuerdo con los de la suya.

Posteriores comentarios han dicho que Francisco predicó a los pájaros como un reproche al hombre por cuanto éste no quería escuchar. Las crónicas históricas no rezan así, sino que lo que hizo fue incitar a los pajarillos a que alabaran a Dios, y en éxtasis espiritual batían las alas y gorjeaban gozosos. Antiguas leyendas de santos, especialmente de santos irlandeses, hablan de sus tratos con animales pero siempre, creo, sin dejar de mostrar su dominio humano sobre las criaturas. Con Francisco no es así, las comarcas que rodeaban a Gubbio, en los Apeninos, estaban siendo asiladas por un feroz lobo. San Francisco, dice la leyenda, habló al lobo y le reprendió de lo erróneo de su conducta. El lobo se arrepintió, murió en fragancia de santidad, y fue enterrado en tierra consagrada.

Lo que Sir Steven Runciman llama “la doctrina franciscana del alma animal” quedó rápidamente impreso. Es muy probable que esto fuera inspirado en parte, consciente o inconscientemente, por la creencia en la reencarnación que tenían los herejes de Catar que en aquel tiempo rebosaban en Italia y en la Francia meridional, los cuales, probablemente, la adoptaron de la India. Es significativo el hecho de que justo en el mismo momento, sobre el año 1200, se encontraron indicios de metempsicosis en el judaísmo occidental, en la Cábala Provenzal. Pero Francisco ni sostuvo una trasmigración de las almas ni un panteísmo. Su punto de vista de la naturaleza y del hombre reposaba sobre una única suerte de pan-psiquismo de todas las cosas animadas e inanimadas, designado para la gloria de su trascendente Creador, quien, como última expresión de humildad cósmica, se encarnó, nació desvalido en un pesebre, y murió colgado de un madero.

No estoy sugiriendo que muchos americanos contemporáneos interesados en la crisis ecológica puedan o quieran celebrar consejos con lobos o exhortar a los pájaros. Sin embargo, los actuales y crecientes trastornos del ambiente global es el producto de una ciencia y tecnología dinámicas que se fueron originando en el mundo medieval occidental y contra lo cual Francisco se estaba rebelando de una forma tan original. El crecimiento de esta ciencia y de esta tecnología no puede comprenderse históricamente al margen de las actitudes distintivas hacia la naturaleza que están profundamente arraigadas al dogma cristiano. El hecho de que la mayoría de la gente no piense en estas actitudes como cristianos es algo inconcebible y desatinado. Ningún conjunto de nuevos valores básicos ha sido aceptado por nuestra sociedad en sustitución de los mencionados del cristianismo. De aquí que seguiremos teniendo una crisis ecológica progresiva hasta que no se rechace el axioma cristiano de que la naturaleza no tiene razón de existir como no sea para servir al hombre.

El revolucionario más grande de la historia de Occidente, San Francisco, propuso lo que él creyó ser una alternativa al punto de vista cristiano sobre la naturaleza y la relación del hombre con ella: trató se sustituir la idea de dominio ilimitado del hombre sobre la creación por la idea de igualdad entre todas las criaturas, incluido el hombre. Pero fracasó. Tanto nuestra ciencia como nuestra tecnología actuales están tan coloreadas por la arrogancia cristiana hacia la naturaleza que no podemos esperar solamente de ellas una solución para nuestro problema ecológico. Ya que las raíces de este problema tienen tanto de religiosas, el remedio debe ser también esencialmente religioso, querámoslo así o no. Debemos reconsiderar y reestimar nuestra naturaleza y destino. El profundamente religioso, pero herético, sentir que los primeros franciscanos tenían por la autonomía espiritual de todas las partes de la naturaleza puede ser una pista. Propongo a Francisco como el santo patrón de los ecólogos.

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Artículo tomado de:
Francis A. Schaeffer,
Polución y la muerte del hombre: Enfoque cristiano a la ecología,
El Paso: Mundo Hispano, 1976.

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