La religión como incredulidad
Karl Barth
(Teólogo suizo, reformado, 1886-1968)
Un
estudio crítico de la Religión o de las religiones desde la Teología ha de
distinguirse, sobre todo, por una gran prudencia y amor en sus apreciaciones y
juicios. La Teología considerará, comprenderá y tomará en serio al hombre
religioso, no como independiente de Dios, no como realidad que se sustenta en
sí misma, sino como hombre para el que (lo sepa o no) Jesucristo ha nacido, ha
muerto y ha resucitado. Se trata del hombre destinatario de la Palabra de Dios,
la haya o no la haya oído. Se trata de ese hombre que tiene por Señor a Dios,
lo sepa o no lo sepa, como decimos.
El hecho religioso será entendido como una
manifestación de la vida y de la acción de ese hombre. La Teología se abstendrá
de atribuir a esa manifestación de vida y actividad humana, o sea, la Religión,
un carácter de “fenómeno en sí”, lo que se llama la “esencia de la Religión”.
Esto quiere decir que la Religión no es un fenómeno en sí, independiente y
autónomo, explicable a partir de sí mismo, como si no hubiera nada más. El
teólogo no puede admitir eso y por ello tampoco medirlo todo con medidas
humanas, ponderar lo humano con lo humano y sólo con estos cánones distinguir
entre religiones “superiores” e “inferiores”, “vivas” y “muertas”, “ponderables”
e “imponderables”.
Todo
esto lo abandonará el estudio teológico, no por desinterés o indiferencia ante
la diversidad que también en este ámbito humano nos encontramos. Tampoco por
considerar que en sí sea imposible o no interesante una definición preliminar
de la “esencia” de las manifestaciones que se dan en esta esfera de la
religión.
El
motivo de la abstinencia está en que, en verdad, la esencia de la Religión
percibida a partir de la Revelación divina no nos permite más que un uso muy
provisional de todo lo que proviene de una determinación inmanente de la esencia
de la Religión. Además, la esencia revelada
—o de lo que sabemos por Revelación— de la Religión no se presta, por su forma
y su contenido, para distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo dentro
de la humanidad religiosa.
La
determinación, en sí verdadera, de que la Iglesia sea el lugar de la verdadera
Religión no se puede entender como que la religión cristiana sea, como tal, la
plenitud de la Religión humana y, en consecuencia, la verdadera religión
superior a las demás, la única verdadera.
Nunca
se subrayará con suficiente energía que la verdad de la religión cristiana está
en relación con la gracia dimanante de la Revelación. Hemos de resaltar con
especial cuidado lo siguiente: que la Iglesia vive por Gracia de la Gracia y
que precisamente por esto es el lugar de la verdadera religión.
Por
tanto, la Iglesia no puede enorgullecerse de su privilegio más de lo que pueden
reconocerle las otras religiones. En una palabra, no hay lugar a la menor discriminación en favor del cristianismo
sobre la base de un concepto general de la esencia de la Religión.
EL CONFLICTO ENTRE LIBRE GRACIA Y LAS
RELIGIONES
El
famoso problema planteado por Lessing en Nathan
el Sabio llega a perder todo sentido en el marco de un estudio teológico de
la Religión. Considerados en sí mismos —tal como Lessing nos invita a hacer—,
cristianos, judíos y musulmanes no poseen ventaja o desventaja alguna. Al
seguir el consejo de Nathan para resolver el conflicto («Que cada uno de
vosotros, libre de todo prejuicio, se esfuerce por vivir según la pureza de su
amor…») no pueden sino agudizar el problema desde el punto de vista teológico.
Porque es precisamente cuando el hombre se esfuerza en vivir según su amor, presentándose
sincera y libremente desprovisto de todo prejuicio, cuando aparece el conflicto
que opone a las religiones entre sí. ¿Acaso no han querido los hombres
religiosos, siempre y en todo luar, sinceramente el bien?
Al
evocar “El Evangelio eterno» al final de su ensayo titulado La educación del género humano, Lessing
podría perfectamente haber querido aludir al punto de partida común de todas
las religiones. y donde tiene toda la razón desde el punto de vista teológico
es cuando afirma que la rivalidad religiosa es una lucha estéril y artificial.
Sin embargo, no supo ver que el verdadero conflicto podía aparecer en el
momento en que, frente a todas las formas de religión, la predicación de la
libre gracia de Dios se convertía de pronto en una realidad (cierto es que la
cosa no tenía posibilidad alguna, dados los personajes que Lessing pone en
escena).
Sea
como fuere, en el momento en que el cristianismo llegaba a ser el heraldo de la
libre gracia de Dios —aun permaneciendo como una religión entre otras— sus
pretensiones no pueden ser ya más confundidas con el fanatismo y su misión con
la simple propaganda religiosa. Bajo la forma de una tradición religiosa que la
emparenta a todas las otras religiones, ¡ha llegado a ser algo completamente
distinto! Pero para ello es necesario que la Gracia se imponga realmente como
un acontecimiento indiscutible e irresistible en el seno del cristianismo y
para quienes lo practican.
LA PACIENCIA FUNDAMENTAL PARA EL ESTUDIO
TEOLÓGICO
Un
estudio realmente teológico de la Religión y de las religiones tal como,
precisamente en la Iglesia, en tanto que lugar de la expresión concreta del
cristianismo, se exige y es posible, habrá de distinguirse de otros métodos
usados ante este objeto por una extraordinaria paciencia.
Esta paciencia
no debe ser confundida con una moderación sospechosa. La moderación de aquel
que teniendo su religión o religiosidad se siente orgulloso en lo interior,
sabiendo, sin embargo, disimular su “satisfacción” porque se ha dicho a sí
mismo o le han dicho que su religión no es la única y que el fanatismo no es
ninguna cosa buena y que, en cambio, el amor debe tener siempre la primera y la
última palabra.
La
paciencia a que aludimos tampoco hay que confundirla con la prudente
expectativa del sabihondo ilustrado del siglo XVIII. El tipo de filosofía de la
religión cristiana pertenece a esta actitud. Este sabio ilustrado cree poder
contemplar, tranquilo y seguro del buen resultado final, el conjunto de
religiones a la luz de una idea que se va desarrollando paulatinamente en la
historia, hasta llegar a ser la religión perfecta,
Igualmente
la paciencia por nosotros pedida no se puede confundir con el relativismo y la
frialdad del historiador que no se pregunta por la verdad, o no verdad, en el
campo de las manifestaciones religiosas, sencillamente porque piensa deber
reconocer la verdad solamente en la duda de toda verdad,
La
insuficiencia de todas estas supuestas “paciencias” está clara. El objeto en
cuestión, o sea, la Religión y las religiones, por tanto, el hombre, no es
tomado en serio en absoluto. Se pasa, por el contrario, de largo sin rozar lo
fundamental.
Una
tolerancia en el sentido de la “moderación” burguesa citada o de la suficiencia
“ilustrada” o del escepticismo universal a que nos hemos referido es, en verdad
la peor de las intolerancias. Hay que distinguir de todas estas actitudes la
paciencia que hemos propuesto en el estudio de la Religión y las religiones.
Se
trata de la paciencia que siga la de Cristo. Es una paciencia que demuestra estar
basada en el convencimiento de que Dios, por gracia, ha reconciliado consigo
mismo al hombre sin Dios, incluida su religión. Es la paciencia que permite ver
al hombre como a un niño en brazos de su madre y que, a pesar de su
resistencia, es llevado hacia la salvación que Dios ha decidido y realizado
para él desde la eternidad. Aprenderemos de esta manera a no alabar ni condenar
a ese hombre en cada caso particular, sino a comprender su situación, no sin
estremecimiento ante sus tenebrosas incógnitas. Esta comprensión de una
situación tan enigmática no se producirá en nosotros porque la encontremos en
sí misma comprensible, sino precisamente porque a partir de Cristo y en Cristo
es como alcanza sentido.
La
paciencia cristiana en el estudio de las religiones no será en modo alguno una
actitud ante el objeto que tiene delante de falsa indulgencia o de ironía
orgullosa. Por el contrario, se comprenderá al hombre empeñado en un
comportamiento cuyo sentido no se nos aparecerá más que en la medida que lo
veamos, a un tiempo, como recto y santo, y como erróneo y no santo. Este es su
verdadero valor: su ambigüedad.
Es
claro que solamente es capaz de ejercer esa paciencia y de alcanzar semejante
visión del estudio teológico de la Religión el que esté dispuesto a reconocer
que tiene necesidad de esa paciencia, de esa poderosa y atrayente paciencia que
viene de Cristo. Esto lo ha de reconocer tanto con respecto a la práctica de su
propia religión como con respecto a todos los hombres.
La
tesis principal: la religión es el hecho del hombre sin Dios
Dicho
esto, volvamos a nuestra tesis. La religión es incredulidad. La religión es una
coyuntura. Es preciso decirlo con toda claridad: es el hecho del hombre sin
Dios.
«…Todo esto no es nada comparado a la
intolerable presunción de los que enseñan que la piedad se adquiere por las
obras y rinden un culto a Dios basado en la razón humana. No se puede
despreciar y blasfemar más de la sangre inocente de Cristo. Adorando al Sol y
la Luna, los paganos han ofendido más gravemente al verdadero Dios que por
todos sus otros pecados juntos. Nosotros decimos que la religiosidad humana no
es otra cosa que un hecho atentatorio contra la majestad divina y que de todos
los pecados que el hombre puede cometer, la piedad es el mayor. Hoy el mundo
entero está plagado de ceremonias, mediante las cuales se cree rendir culto a
Dios, pero lo que se hace es blasfemar. Ser sacerdote o monje, buscar lo que le
gusta al mundo y permanecer en la fe, este es el pecado. Sería mejor para el
que rechaza la gracia por la sangre de Cristo que no se presentara ante Dios.
Presentándose no hace otra cosa que excitar la cólera divina.» (Lutero: Sermón sobre 1 Pe 1,18 y sgs., 1523, W. 12,
291, 33.)
Después de lo que nosotros hemos dicho
anteriormente, esta tesis no tiene nada que ver con un juicio negativo. No es
un juicio negativo contra la Ciencia de la Religión ni contra la Filosofía de
la Religión el que se tenga previamente un juicio negativo contra la esencia
misma de la Religión. Este juicio no se refiere únicamente a los que tienen una
religión cualquiera, sino a nosotros mismos en cuanto pertenecientes a la
Religión cristiana. Lo que hay aquí expresado fundamentalmente es el juicio
condenatorio que la Revelación hace de la Religión, de toda religión.
Este
juicio, esta última valoración, puede ser, ciertamente, aclarado y
desarrollado, pero en modo alguno puede ser probado por principio alguno, ni
siquiera deducido de la Revelación, ni tampoco siguiendo la Fenomenología o la
Filosofía de la Religión.
Este juicio sobre la Religión quiere es
solamente una reproducción del juicio de Dios. Por ello no podemos pensar que
es un desprecio de los valores humanos, ni una condenación de la verdad, de la
bondad y de la belleza que pueden ser descubiertas en casi todas las
religiones, incluida la nuestra, cuando las consideramos atentamente de cerca.
Cuando se trata, sin más y escuetamente, de
que el hombre es atacado por Dios, de que el hombre es juzgado y condenado por
Dios, es que hemos llegado a la raíz. Hemos sido tocados en la raíz, en el
mismo corazón. Entonces es la totalidad y la ultimidad de nuestra existencia la
que está puesta en cuestión. En esas circunstancias definitivas no puede haber
lugar para dolientes trenos quejumbrosos sobre el desconocimiento de unas
relativas grandezas humanas.
LO QUE
LA HISTORIA NOS ENSEÑA
No
podemos menos de añadir que no se trata de que nos vayamos a convertir, frente
a esas grandezas humanas, tal como se nos presentan en el campo de la Religión, en bárbaros o en Erostratos cristianos. Ha sido, y es aún,
útil y hasta cierto punto significativo, para dolor de todos los estetas, que
en ciertas épocas de gran sensibilidad cristiana los templos paganos hayan sido
destruidos, que se haya arrumbado las imágenes de dioses, se haya roto
vidrieras y se haya defenestrado órganos. Con humor se podría añadir que
inmediatamente fueron construidas iglesias en lugar de los templos destruidos y
que no pasó mucho tiempo sin que fueran reemplazados los ídolos por imágenes.
Ciertamente la desvalorización y la negación
de los valores humanos es patente en lo ocasional y práctico, pero no puede
tener un fundamento serio y una significación elevada a categoría. No puede ni
debe.
La afirmación «Religión es incredulidad» no la
podemos extender a lo humano en general. No la podemos traducir como una
desvalorización y negación radicales. De un juicio de Dios no podemos hacer un
juicio humano. Pero como juicio de Dios sus desvalorizaciones y negaciones
afectan a todos los hombres.
Dicho
con toda claridad y precisión: sólo son capaces de comprender el alcance de
esta afirmación aquellos a los que la realidad humana no deja nunca de plantear
problemas y que son capaces de calibrar lo que esta condenación significa,
aplicada a los dioses de Grecia y de la India, a la sabiduría milenaria de
China y también a la inmensa tradición del catolicismo romano, sin olvidar
nuestra propia herencia protestante.
En este
sentido, el juicio divino que aquí hemos de oír y recibir es la mejor garantía
contra la incomprensión y la barbarie espirituales. Nos invita a un
conocimiento no resignado, sino maduro y realista de las grandezas humanas, así
como a percibir su verdadero límite. Este límite no somos nosotros los llamados
a fijarlo, ya que es Dios quien lo establece. Y es que allí donde haya temor de
Dios, habrá siempre lugar para el respeto de las cosas grandes de los hombres.
Estas grandezas están sometidas a Dios, no a nuestro juicio.
Para
comprender que Religión es, verdaderamente, incredulidad,
tenemos que considerarla desde la Revelación de que nos da testimonio la
Escritura Santa. Son dos los momentos que nos permiten lograr una decisiva
claridad en este punto.
EL ACONTECIMIENTO DE LA REVELACIÓN
1. La Revelación es una automanifestación de Dios. Él se da a conocer a sí
mismo. La Revelación presenta al hombre, como supuesto y como confirmación, el
hecho de que las tentativas humanas para conocer a Dios por sus propios medios
son vanas. Esto no es un principio teórico, sino una realidad práctica. En la Revelación,
Dios dice al hombre que es Dios y que, como tal, Señor del hombre. Con esto la
Revelación dice al hombre algo completamente nuevo. Algo que, sin la
Revelación, no puede ni saber ni decir a los otros. Que el hombre pueda conocer
a Dios, solamente puede afirmarlo con verdad la Revelación.
Pero la Revelación no nos sorprender en una
situación neutral, sino en un quehacer que está en una relación precisa con ese
venir a nosotros de la verdad. La Revelación nos sorprender en la situación de
hombres religiosos, esto es, nos encuentra embarcados en la tentativa de
conocer a Dios por nosotros mismos. No nos encuentra en la actitud en la que
deberíamos encontrarnos.
La actitud humana que tendría que corresponder
a la Revelación es la de la fe, esto es, el simple reconocimiento de la
automanifestación de Dios. Nosotros tendríamos que reconocer que con respecto a
Dios nuestro quehacer, aún la vida más egregia, es vano, inútil. Nosotros no
estamos en la situación apta para captar la verdad, para hacer que Dios sea
Dios y Señor nuestro.
Deberíamos, por tanto, renunciar a toda
tentativa que pretenda captar esa verdad. Lo único que nosotros podríamos hacer
es decidirnos y estar dispuestos a dejar que la verdad hable en nosotros y,
así, ser embargados por ella. Pero a esto, a esta apertura de consentimiento,
no estamos ni dispuestos ni decididos. Únicamente el hombre que ha sido
realmente embargado por la Verdad es el que confiesa que no estaba en modo
alguno dispuesto y decidido a dejarse embargar. Es justamente el creyente, y
nada más que el creyente, el que no diría jamás que ha avanzado de la fe a la
fe, sino que ha salido de la incredulidad para llegar a la fe. Así sucede, aún
cuando la forma y la actitud en la que ese hombre ha recibido y recibe la
Revelación es religiosa. Pero precisamente porque en verdad cree, la
Revelación, que es el objeto de su fe, no deja de desenmascarar su religiosidad
que aparece como resistencia a la verdad.
La religión, considerada desde la Revelación,
aparece como el intento del hombre que se esfuerza en captar precisamente
aquello que Dios manifiesta. Es un intento que pretende sustituir la acción
divina, convirtiéndola en un quehacer humano. En fin de cuentas, lo que ha
sucedido es que el hombre ha forjado, con sus pensamientos y fuerzas propias,
una imagen de Dios que ocupa el lugar de la realidad divina que se le ofrece y
manifiesta en la Revelación.
«… el espíritu del hombre es una fábrica
constante de hacer ídolos… El hombre se atreve a intentar expresar hacia fuera
las locuras que ha concebido respecto a Dios. Por eso el espíritu humano
engendra ídolos y la mano los da a luz.» (Calvino: Institución, I, 11, 8.)
Lo que el hombre produce se puede decir que
es, en primer lugar, «nacido de la autonomía y de la arbitrariedad». Sí, el
hombre recurre a sus propios medios, a su propio conocimiento, a su propia
capacidad de acción. Las imágenes divinas que pueden ser forjadas por este
empeño, una vez descubierto, pueden ser muy distintas unas de otras sin que
significado difiera realmente.
«Sucede, pues, que Dios, al condenar las
imágenes, no hace comparaciones entre las unas y las otras para saber cuál es
buena o mala; sin excepción reprueba todas las estatuas, pinturas y otras
figuras por medio de las cuales los idólatras han procurado hacer de él (Dios)
su prójimo.» (Calvino: Instit., I,
11, 1.) «Todo lo que los hombres hallan por medio de sus cerebros es derribado
y anonadado, porque solamente Dios es testigo suficiente de sí mismo.»
(Calvino: ibídem.) En este sentido,
conviene considerar en la categoría de ídolos tanto los grandes principios de
los diversos sistemas filosóficos como las divinidades singulares y las
potencias ocultas del animismo, el «dios» tan claramente dibujado en el Islam y
la ausencia de toda concepción clara de la divinidad en el budismo o en el
ateísmo antiguo y moderno.
AUTONOMÍA O APERTURA FILIAL
Una imagen de Dios hecha por los hombres, es
decir, un ídolo, es siempre aquella realidad a la que el hombre atribuye el
carácter de último, definitivo y subsistente. Esto lo puede hacer colocándolo
en la trascendencia o dentro de la propia existencia humana. El hombre se
considera determinado y regido por el ídolo.
Considerada desde la Revelación, la Religión
hecha por los hombres es una contradicción hecha a la Revelación. Contradice a
la Revelación, porque la verdad solamente puede llegar al hombre a través de la
verdad. Al tratar de asirla por sí mismo, el hombre yerra indefectiblemente. En
esa situación religiosa no hace lo que tendría que hacer cuando se es embargado
por la Verdad. Y es que, simplemente, no cree.
El hombre tendría que creer, tendría que oír.
Ahí está la cuestión. Pero en la Religión el hombre habla, no escucha. El
hombre, decimos, tendría que creer, tendría que dejarse embargar. En la
religión no recibe, no acepta. Si creyese, dejaría que Dios obrase por sí
mismo. Pero en la Religión es el hombre el que intenta captar a Dios. Y como la
Religión consiste en este intento de captación, contradice a la Revelación. Por
eso es la expresión concentrada de la incredulidad humana. Es la actitud y la
acción del hombre oponiéndose a la fe.
La Religión es la tentativa, siempre fracasada
y testarudamente mantenida, mediante la que el hombre intenta realizar por sus
propios medios lo que solamente Dios puede realizar en él. Esto, que sólo a
Dios corresponde, es el conocimiento de la Verdad, el conocimiento del mismo
Dios.
Esta tentativa no puede ser entendida como una
positiva colaboración del hombre con la Revelación divina. No se puede entender
como una mano extendida que venga a unirse a la mano de la Revelación. No se
puede considerar ese intento patente del hombre como la forma general del
conocimiento humano que hubiera de recibir su definitivo y verdadero contenido
mediante la fe y la Revelación subsiguientes.
Hay que decir todo lo contrario: la religión
está en contradicción con la Revelación. El hombre, instalado en la Religión,
se cierra y se defiende contra la Revelación. Lo que hace el hombre es
fabricarse un sustitutivo de la Revelación, con lo que pretende anticiparse a
lo que Dios habría de darle.
«No captan a Dios tal cual Él se ofrece, sino
que le imaginan tal cual le han forjado en su eternidad», nos dice Calvino (Institución, I, 4, 11).
Ciertamente el hombre tiene capacidad para tal
intento. Pero esta capacidad de buscar a Dios nunca le conduce al
reconocimiento de Dios como Dios y Señor. Por eso nunca alcanza la verdad, sino
una completa ficción que no solamente tiene poco que ver con Dios, sino que en
absoluto se le parece. Es un «contra-Dios», una caricatura de Dios, que como
tal debe ser denunciado y debe caer. Cuando la Verdad embarga al hombre, esta
ficción es desenmascarada y declarada como tal.
«El conocimiento que de Dios les queda a los
hombres no es otra cosa que fuente de horrible idolatría y de toda clase de
supersticiones», dice también Calvino (Com.
de Juan, 3, 6, C. R. 47, 57).
La Revelación no viene a anudarse a la
Religión que ya existe y es practicada por el hombre. Por el contrario, la contradice,
como hemos visto antes que la Religión contradice a la Revelación. La
Revelación asume a la Religión (¡en un contexto distinto vimos antes que la
Religión contradecía a la Revelación y la neutralizaba!). La Religión es
asumida o abolida por la Revelación. Del mismo modo, la fe no puede anudarse o
ensamblarse con la falsa fe, sino que tiene que impugnarla como un acto de
contradicción, tiene que abolirla.
REVELACIÓN COMO RECONCILIACIÓN
2. La Revelación es, en tanto que
automanifestación de Dios, el acto mediante el cual el hombre, de gracia y por
gracia, es reconciliado por Dios. Es, por una parte, una enseñanza radical que
trastorna nuestras nociones acerca de Dios. Pero a la vez es un radical auxilio
divino que nos libera de la injusticia y nos salva de nuestra condenación y
perdición.
La Revelación en este sentido presupone el
hecho de que el hombre no podría ayudarse a sí mismo, ni en todo ni en parte.
Pero también quiere decirse que el hombre no está forzosamente condenado a no
recibir ayuda. En la esencia y en la idea del hombre no está contenido el que
haya de estar sin justificación y sin salvación y, como tal, que sea un
esencial condenado y perdido.
El hombre ha sido creado a imagen de Dios,
esto es, para obedecerle y no para desobedecerle, para su salvación y no para
su perdición. Pero a este hombre no le corresponde nada de lo que pertenece a
una situación en la que estuvo, sino solamente aquello que corresponde a la
situación en que se encuentra después de haber caído en el pecado. Solamente en
la Revelación, esto es, en Jesucristo, puede el hombre recobrar la situación
que perdió, y ello de una manera completamente nueva.
El hombre, por sí mismo, ha quedado incapaz de
proclamarse justo y santo, liberado y salvado; pues estas palabras en su boca
serían ya su condenación como mentiroso. No hay otra verdad que el conocimiento
revelado de Dios. La verdad está en Jesucristo.
No es que Jesucristo haya completado o
mejorado las tentativas humanas de conocer a Dios, sino que, por ser Él la revelación
de Dios, las ha sustituido y superado de una manera definitiva y total. Ha
eclipsado todo intento humano de conocer a Dios. Del mismo modo, Dios, al
reconciliar al mundo consigo mismo por Jesucristo, ha hecho que queden
superados todos los intentos humanos de justificación, de santificación, de
conversión, de salvación.
La Revelación de Dios en Jesucristo significa
que nuestra justificación y nuestra santificación, que nuestra conversión y
nuestra salvación han tenido lugar, se han realizado plenamente una vez por
todas en Jesucristo. Nuestra fe en Jesucristo consiste, precisamente, en que
reconocemos y tenemos por válido que ha sucedido todo ello. Es decir, nuestra
salvación una vez por todas en Jesucristo.
La ayuda, el auxilio que nos ha sobrevenido es
Él. Es la Palabra de Dios que nos ha sido dirigida. Ella y sólo ella. El
auxilio es la sustitución de nuestra situación por la suya, el intercambio de
Cristo en nosotros. Así fue: su justicia y santidad se hicieron nuestras.
Nuestros pecados los hizo suyos. Por nosotros se hizo desprecio y condenación.
Nosotros, gracias a Él, fuimos salvados. Este cambio (intercambio o comercio, katallagé, 2 Cor 5,19) es lo que
determina la Revelación. La autoentrega y la automanifestación de Dios no sería
ni eficaz ni salvadora si no fuera central y decisivamente esto: Satisfactio et intercessio Jesu Christi.
Ahora vemos claramente que en este segundo
aspecto señalado también la Revelación contradice a la Religión y que la
Religión contradice a la Revelación. Y esto de manera necesaria, forzosa.
* * *
Textos seleccionados de
Karl Barth,
La Revelación
como abolición de la Religión,
Madrid: Marova-Fontanella, 1973.