El mensaje de Jesús y el problema de la mitología
Rudolf Bultmann
(Teólogo alemán, 1884-1976)
1
El reino de Dios
constituye el núcleo de la predicación de Jesucristo. En el siglo XIX, la
exégesis y la teología entendieron este reino como una comunidad espiritual
compuesta de hombres unidos por su obediencia a la voluntad de Dios, la cual
dirigía la voluntad de todos ellos. Con semejante obediencia, trataban de ampliar
el ámbito de Su influencia en el mundo. Según decían, estaban construyendo el
reino de Dios como un reino que es ciertamente espiritual, pero que se halla
situado en el interior del mundo, es activo y efectivo en este mundo, se
desarrolla en la historia de este mundo.
En el año 1892
apareció la obra de Johannes Weiss, La
predicación de Jesús acerca del reino de Dios. Este libro, que hizo época,
refutaba la interpretación generalmente aceptada hasta entonces. Weiss hacía
notar que el reino de Dios no es inmanente al mundo y no crece como parte
integrante de la historia del mundo, sino que es escatológico, es decir, que el
reino de Dios trasciende el orden histórico. Llegará a ser una realidad, no por
el esfuerzo moral del hombre, sino únicamente por la acción sobrenatural de
Dios. Dios de pronto pondrá fin al mundo y a la historia, e implantará un nuevo
mundo, el mundo de la felicidad eterna.
Esta concepción del
reino de Dios no era una invención de Jesús, sino que en ella estaban
familiarizados algunos círculos de judíos que aguardaban el fin de este mundo.
Semejante descripción del drama escatológico procedía de la literatura
apocalíptica judaica, de la cual el libro de Daniel es el testimonio más
antiguo que ha llegado hasta nosotros. La predicación de Jesús se diferencia de
las descripciones típicamente apocalípticas del drama escatológico y de la
bienaventuranza de los tiempos nuevos que están por venir, en la medida en que
Jesús se abstuvo de darnos unas precisiones detalladas de los mismos: se limitó
a afirmar que el reino de Dios vendría y que los hombres deben estar preparados
para hacer frente al juicio venidero. Aunque no dejó de participar en la
expectación escatológica de sus contemporáneos. Por esta razón, a sus
discípulos les enseñó a orar diciendo:
Santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino,
hágase tu voluntad,
así en la tierra como en el cielo.
Jesús abrigaba la
esperanza de que todas estas cosas ocurrirían pronto, en un futuro inmediato, y
decía que el amanecer de esta nueva edad podía ya percibirse en los signos y
prodigios que él obraba, especialmente en su poder de expulsar a los demonios.
Jesús concebía el advenimiento del reino de Dios como un tremendo drama
cósmico. El Hijo del Hombre vendría sobre las nubes del cielo, los muertos
resucitarían y llegaría el día del juicio; para los justos empezaría el tiempo
de la felicidad, mientras que los condenados serían entregados a los tormentos
del infierno.
Cuando empecé a
estudiar teología, tanto los teólogos como los laicos estaban trastornados y
atemorizados por las teorías de Johannes Weiss. Recuerdo lo que decía mi
maestro Julius Kaftan, a la sazón profesor de dogmática en Berlín: “Si Johannes
Weiss está en lo cierto y la concepción del reino de Dios es escatológica,
entonces resulta imposible utilizarla en dogmática”. Pero con el paso de los
años, los teólogos, incluso J. Kaftan, llegaron al convencimiento de que Weiss
tenía razón. Permitidme que mencione ahora a Albert Schweitzer, que llevó la
teoría de Weiss a sus últimas consecuencias al sostener que, no sólo la
predicación y la conciencia que Jesús tenía de sí mismo, sino también su vida
cotidiana estaban dominadas por una expectación escatológica que equivalía a un
dogma escatológico totalmente preponderante.
Hoy día ya nadie pone
en duda –al menos en la teología europea y, por lo que me es dable observar,
tampoco entre los especialistas americanos del Nuevo Testamento- que la
concepción del reino de Dios es, en Jesús, escatológica. Incluso resulta cada
vez más evidente que la expectación y la esperanza escatológica constituyen el
núcleo de toda la predicación neotestamentaria.
La primitiva comunidad
cristiana entendió el reino de Dios en el mismo sentido que Jesús. También ella
esperaba el advenimiento del reino de Dios en un futuro inmediato. El mismo
Pablo pensaba estar aún vivo cuando llegase el fin de este mundo y los muertos
resucitasen. Esta convicción general queda confirmada por las voces de
impaciencia, ansiedad y duda que ya son perceptibles en los evangelios
sinópticos, pero cuyo eco cobrará aún mayor fuerza algo más tarde, por ejemplo,
en la segunda epístola de Pedro. El cristianismo ha conservado siempre la
esperanza de que el reino de Dios vendrá en un futuro inmediato, aunque lo ha
esperado en vano. Podemos citar así a Marcos 9:1, cuyas palabras no son
auténticas de Jesús, sino que le fueron atribuidas por la comunidad primitiva:
“Os aseguro que, entre los presentes, hay algunos que no gustarán la muerte
hasta que vean el reino de Dios viniendo con poder”. ¿No está claro el sentido
de este versículo? Aunque muchos de los contemporáneos de Jesús han muerto ya,
a pesar de todo, debe mantenerse la esperanza de que el reino de Dios aún
vendrá durante esta generación.
2
Esta esperanza de
Jesús y de la primitiva comunidad cristiana no se cumplió. Existe aún el mismo
mundo y la historia continúa. El curso de la historia ha desmentido a la
mitología. Porque la concepción del “reino de Dios” es mitológica, como lo es
la del drama escatológico. Y como lo son asimismo las presuposiciones en que se
basa la expectación del reino de Dios, a saber, la teoría de que el mundo,
aunque creado por Dios, es regido por el diablo, Satanás, y su ejército, los
demonios, es la causa de todo mal, pecado y enfermedad. Toda la concepción del
mundo que presupone tanto la predicación de Jesús como el Nuevo Testamento, es,
en líneas generales, mitológica, por ejemplo, la concepción del mundo como
estructurado en tres planos: cielo, tierra e infierno; el concepto de la
intervención de poderes sobrenaturales en el curso de los acontecimientos; y la
concepción de los milagros, especialmente la intervención de unos poderes
sobrenaturales en la vida interior del alma, la idea de que los hombres puedes
ser tentados y corrompidos por el demonio y poseídos por malos espíritus. A
esta concepción del mundo la calificamos de mitológica porque difiere de la que
ha sido formulada y desarrollada por la ciencia, desde que ésta se inició en la
antigua Grecia, y luego ha sido aceptada por todos los hombres modernos. En
esta concepción moderna del mundo, es fundamental la relación entre causa y
efecto. Aunque las modernas teorías físicas consideren el azar como un elemento
de causalidad en los fenómenos subatómicos, nuestra vida cotidiana, nuestros
proyectos y nuestras acciones no quedan afectados por esta categoría del azar. En
todo caso, la ciencia moderna no cree que el curso de la naturaleza pueda ser
interrumpido o, por decirlo así, perforado por unos poderes sobrenaturales.
Esto es igualmente
válido por lo que se refiere al moderno estudio de la historia, el cual no
tiene en cuenta ninguna intervención de Dios, del diablo o de los demonios en
el curso de la historia. Muy al contrario, considera el curso de la historia
como un todo sin rupturas, completo en sí mismo, aunque distinto del curso de
la naturaleza porque, en la historia, se dan unos poderes espirituales que
influyen en la voluntad de las personas. Aun admitiendo que no todos los
acontecimientos históricos están determinados por una necesidad física, y que
los hombres son responsables de sus acciones, nada ocurre, sin embargo, que no
tenga una motivación racional. De lo contrario, la responsabilidad quedaría
anulada. Naturalmente, subsisten aún numerosas supersticiones en los hombres
modernos, pero son excepciones o incluso anomalías. El hombre moderno da por
supuesto que el curso de la naturaleza y de la historia, lo mismo que su propia
vida íntima y su vida práctica, nunca son interrumpidos por la intervención de
unos poderes sobrenaturales.
Entonces resulta
inevitable la pregunta: ¿Es posible que la predicación de Jesús acerca del
reino de Dios y la predicación del Nuevo Testamento en su totalidad revistan
aún importancia para el hombre moderno? La predicación del Nuevo Testamento
anuncia a Jesucristo, no sólo su predicación acerca del reino de Dios, sino
ante todo su persona, que fue mitologizada desde el mismo inicio del
cristianismo primitivo. Los especialistas del Nuevo Testamento no están de
acuerdo sobre si Jesús se proclamó a sí mismo como el Mesías, como el Rey del
tiempo de la bienaventuranza, sobre si creyó que era el Hijo del Hombre que iba
a venir sobre las nubes del cielo. Si así fuera, Jesús se hubiese entendido a
sí mismo a la luz de la mitología. Pero, a este respecto, no necesitamos
decidirnos por una u otra opinión. Sea como fuere, la primitiva comunidad
cristiana lo vio así, como una figura mitológica. Esperaba que volviese, como
el Hijo del Hombre, sobre las nubes de cielo para traer la salvación y la
condena en su calidad de juez del mundo. También consideraba a su persona a la
luz de la mitología cuando decía que había sido concebido por el Espíritu Santo
y había nacido de una virgen, y ello resulta aún más evidente en las
comunidades cristianas helenísticas donde se le consideró como el Hijo de Dios
en un sentido metafísico, como un gran ser celeste y preexistente que se hizo
hombre por nuestra salvación y tomó sobre sí el sufrimiento, incluso el
sufrimiento de la cruz. Tales concepciones son manifiestamente mitológicas,
puesto que se hallaban muy difundidas en las mitologías de judíos y gentiles, y
después fueron transferidas a la persona histórica de Jesús. En particular, la
concepción del Hijo de Dios preexistente, que desciende al mundo en forma
humana para redimir a la humanidad, forma parte de la doctrina gnóstica de la
redención, y nadie vacila en llamar mitológica a esta doctrina. Ello plantea en
forma aguda el problema: ¿Qué importancia
reviste para el hombre moderno la predicación de Jesús y la predicación del
Nuevo Testamento en su totalidad?
Para el hombre de
nuestro tiempo, la concepción mitológica del mundo, las representaciones de la
escatología, del redentor y de la redención, están ya superadas y carecen de
valor. ¿Cabe esperar, pues, que realicemos un sacrificio del entendimiento, un sacrificium intellectus, para aceptar
aquello que sinceramente no podemos considerar verídico –sólo porque tales
concepciones nos son sugeridas por la Biblia? ¿O bien hemos de pasar por alto
los versículos del Nuevo Testamento que contienen tales concepciones
mitológicas y seleccionar las que no constituyen un tropiezo de este tipo para
el hombre moderno? De hecho, la predicación de Jesús no se limitó a unas
afirmaciones escatológicas. Proclamó también la voluntad de Dios, que es Su
mandamiento, el mandamiento de hacer el bien. Jesús exige veracidad y pureza,
la disponibilidad para el sacrificio y para el amor. Exige que todo el hombre
sea obediente a Dios, y clama contra la ilusión de que podamos cumplir nuestro
deber para con Dios con la mera observancia de determinadas prescripciones
externas. Si las exigencias éticas de Jesús constituyen unos tropiezos para el
hombre moderno, sólo son tales en virtud de su voluntad egoísta, pero no de su
inteligencia.
¿Qué se sigue de todo
ello? ¿Hemos de conservar la predicación ética de Jesús y abandonar su
predicación escatológica? ¿O hemos de reducir su predicación del reino de Dios
al llamado evangelio social? ¿O existe todavía una tercera posibilidad? Tenemos
que preguntarnos, pues, si la predicación escatológica y el conjunto de los
enunciados mitológicos contiene un significado aún más profundo, que permanece
oculto bajo el velo de la mitología. Si es así, debemos abandonar las
concepciones mitológicas precisamente porque queremos conservar su significado
más profundo. A este método de interpretación del Nuevo Testamento, que trata
de redescubrir su significado más profundo oculto tras las concepciones
mitológicas, yo lo llamo desmitologización
–término que no deja de ser harto insatisfactorio. No se propone eliminar los
enunciados mitológicos, sino interpretarlos. Es, pues, un método hermenéutico.
Pero su significación será mejor comprendida en cuanto hayamos puesto en claro
el significado de la mitología en general.
3
A menudo se dice que
la mitología es una ciencia primitiva que se propone explicar los fenómenos y
los acontecimientos extraños, singulares, sorprendentes o terroríficos,
atribuyéndolos a causas sobrenaturales, ya sean dioses o demonios. En parte,
eso es lo que ocurre, por ejemplo, cuando unos fenómenos como los eclipses de
sol o de luna se atribuyen a tales causas; pero hay más que esto en la
mitología. Los mitos hablan de los dioses y de los demonios como de unos
poderes de quienes el hombre se sabe en dependencia, cuyo favor necesita y de
quienes teme la ira. Los mitos expresan la idea de que el hombre no es dueño
del mundo ni de su propia vida, de que el mundo en el cual vive está lleno de
enigmas y misterios, y de que la vida humana está henchida asimismo de
misterios y enigmas.
La mitología expresa
una cierta inteligencia de la existencia humana. Cree que el mundo y la vida
humana tienen su fundamento y sus límites en un poder que está más allá de todo
aquello que podemos calcular o controlar. La mitología habla de este poder de
forma inadecuada e insuficiente, porque lo considera como un poder humano. Habla
de dioses, que representan el poder situado más allá del mundo visible y
comprensible, pero habla de ellos como si fuesen hombres, y de sus acciones
como si fuesen acciones humanas, aunque concibe a los dioses como seres dotados
de un poder sobrenatural, y a sus acciones como imprevisibles, capaces de
transformar el orden normal y ordinario de los acontecimientos. Podemos decir
que los mitos dan a la realidad trascendente una objetividad inmanente e
intramundana. Los mitos atribuyen una objetividad mundana a aquello que es
no-mundano. (En alemán se diría: Der
Mythos objektiviert das Jenseitige zum Diesseitigen.)
Todo lo que antecede
resulta igualmente válido para las concepciones mitológicas que se dan en la
Biblia. Según el pensamiento mitológico, Dios tiene su morada en el cielo. ¿Qué
significa esta afirmación? No cabe la menor duda: de un modo tosco expresa la
idea de que Dios está más allá del mundo, de que es trascendente. El
pensamiento, incapaz aún de formular la idea abstracta de trascendencia,
expresa su intención mediante la categoría de espacio; el Dios trascendente es
imaginado como enormemente alejado en el espacio, muy por encima del mundo, porque
por encima de este mundo está situado el mundo de las estrellas y de la luz que
ilumina y alegra la vida de los hombres. Cuando el pensamiento mitológico
formula el concepto de infierno, expresa la idea del mal como un poder terrible
que aflige sin cesar a la humanidad. El infierno y los hombres que el infierno
ha engullido, quedan localizados bajo la tierra, en las tinieblas, porque las
tinieblas son pavorosas y terribles para los hombres.
El hombre moderno ya
no puede aceptar estas concepciones mitológicas de cielo e infierno, porque,
para el pensamiento científico, hablar de “arriba” y “abajo” en el universo ha
perdido toda su significación, aunque la idea de la trascendencia de Dios y del
mal sigue siendo significativa.
Ternemos otro ejemplo en
la concepción de Satanás y de los espíritus malignos a cuyo poder han sido
entregados los hombres. Esta concepción descansa sobre la experiencia de que
–independientemente de los males inexplicables, exteriores a nosotros, a los
cuales estamos expuestos– nuestras propias acciones nos resultan a menudo
incomprensibles; muchas veces los hombres son arrastrados por sus pasiones,
dejan de ser dueños de sí mismos, y entonces surge de ellos una maldad
inconcebible. También aquí, la concepción de Satanás como soberano del mundo
expresa una profunda intuición, a saber, la intuición de que el mal no sólo se
da aquí o allá en el mundo, sino que todos los males particulares constituyen
un único poder que, en último análisis, surge de las mismas acciones de los
hombres y forma una atmósfera, una tradición espiritual que oprime a todo
hombre. Las consecuencias y los efectos de nuestros pecados se transforman en
un poder que nos domina y del que nosotros mismos no podemos liberarnos. Sobre
todo en nuestros días y en nuestra generación, aunque ya no pensamos en forma
mitológica, a menudo hablamos de los poderes demoníacos que dirigen la historia
y corrompen nuestra vida social y política. Tal lenguaje es metafórico, es una
figura de dicción, pero por él expresamos el conocimiento, la intuición de que
el mal del que cada hombre es individualmente responsable, se ha convertido en
un poder que esclaviza misteriosamente a todos los miembros de la raza humana.
Se nos plantea, pues,
el siguiente problema: ¿Es posible desmitologizar el mensaje de Jesús y la
predicación de la primitiva comunidad cristiana? Y, puesto que esta predicación
ha sido configurada por la creencia escatológica, la primera pregunta que hemos
de formular es ésta: ¿Cuál es el
significado de la escatología en general?
Texto tomado de:
Rudolf Bultmann,
Jesucristo y Mitología,
Barcelona: Ariel, 1970.
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