La máscara
Jorge Torres Zavaleta
(Escritor argentino, n. 1951)
Pasé por la tienda del
anticuario. Hacía muchos años que no había vuelto al barrio de mi niñez. La
tienda no había cambiado: un poco más vieja y destartalada, seguía en pie,
inmune al tiempo y el progreso. Sensaciones familiares me ayudaron a
reconstruir una de las épocas más felices de mi vida. Mil detalles acudieron a
mi memoria. Recordé los tiempos en que daba vuelta a la manzana en una
bicicleta verde y herrumbrada de la que me sentía tan orgulloso; los paseos a
la plaza con mi hermano menor, ya muerto; nuestras caminatas y corridas por las
calles angostas y bordeadas de plátanos. De pronto, nítidamente, recordé la
historia de la máscara.
Han transcurrido
cuarenta y pico de años y me parece que fue ayer: la mañana luminosa, el azul
del cielo mezclado con las hojas ya un poco ralas y amarillas de los plátanos…
Pasé por la tienda. Su dueño, don Pablo, estaba sentado junto al portal.
Aquel día lo encontré
muy excitado. Hablaba incesantemente.
—Te voy a mostrar una
máscara —me dijo—, una máscara mágica.
Porque don Pablo, el
anticuario, era apasionado por la magia.
En la penumbra del
local se amontonaban muebles y objetos polvorientos de los más variados
estilos. Y en el centro, sobre una mesa alta y angosta, encima de una carpeta
de terciopelo negro, brillaba la máscara.
En aquella época, yo
no entendía nada de nada, y mucho menos de antigüedades (debo confesar que aún
sigo no entendiendo). Sin embargo, la máscara me pareció fascinante. En una
lámina de oro flexible, cincelada minuciosamente, piedras azules y verdes
estaban engastadas de una manera un poco rudimentaria. Era una pieza de
orfebrería a la vez complicada y simple, refinada y bárbara. Muy vieja, y sin
duda muy valiosa. Algo de eso le dije a don Pablo.
—Es de un valor
incalculable —me contestó—, pero su valor no depende del oro, de las piedras
preciosas, del trabajo del orfebre, y ni siquiera de su antigüedad. Es una
máscara mágica, ya te digo. Se ignora su procedencia. La mencionan en los
libros de taumaturgia. Algunos afirman que tiene la virtud de permitirnos saber
cómo son realmente las personas: su inteligencia, sus sentimientos, su
carácter…
Agregó en tono
sentencioso.
—Yo no estoy de
acuerdo. A mi juicio, su virtud es muy otra. Cuando nos ponemos la máscara,
desaparece un defecto que tenemos en los ojos.
—¿Y qué defecto
tenemos en los ojos? —le pregunté.
—A eso voy, a eso voy…
Por supuesto, todos somos diferentes, en cuerpo y alma. Sabemos cómo es el
cuerpo de las personas, su apariencia, pero no sabemos cómo es su alma. En
ocasiones, cuando nos jactamos de perspicaces, nos parece vislumbrarla, y casi
siempre nos equivocamos. Pero yo sostengo que tampoco vemos su apariencia.
Físicamente, las personas no son como las vemos. Algunas son de cristal, otras
de hierro. Sí, puedes tenerlo por seguro. Eso en cuanto a la materia. En cuanto
a la forma, son triángulos, cubos, cilindros; algunas tienen formas de animales
fantásticos o de fósiles: dragones, minotauros, dinosaurios. A veces, en las
pesadillas, tropezamos con nuestra verdadera forma corporal.
»No creas —insistió—
que hay una correspondencia forzosa entre el cuerpo y el alma. Los seres de
vidrio no son necesariamente fríos, ni los dragones malvados. Los únicos
temibles son los dinosaurios, a pesar de su aspecto benévolo. No te fíes nunca
de los dinosaurios —recalcó—. El dinosaurio se especializa en matar. Tiene un
alma de asesino.
Prosiguió:
—Sí, la máscara sólo
nos permite ver el cuerpo real de los hombres, su apariencia física. No su
alma. No hay identidad entre una y otra. Salvo, claro está, en los dinosaurios.
Éstos son iguales a su alma. Te lo digo —concluyó— porque ahora quiero que te
pruebes la máscara.
—Pero yo no quiero,
don Pablo. No quiero ver dinosaurios.
—No seas tonto
—insistía don Pablo—. No te imaginas hasta qué punto habrá de serte útil.
Aprenderás a manejarte mejor en la vida, infinitamente mejor. Me inspiras
simpatía, te consta, y por eso te doy esta oportunidad. No la desperdicies.
Después de mucho
discutir, acepté. Me puse la máscara, me asomé a la puerta. De pronto, el mundo
se había transformado en una pesadilla. Estaba lleno de monstruos que iban y
venían por la calle, tranquilamente.
Altos cubos con seis
pares de ojos empujaban cochecitos donde niños sonreían, balbuceaban o
lloraban, reclamando un chupete o un caramelo.
Torres de cristal
balanceaban sus frágiles estructuras, peligrosamente, del brazo de dragones que
echaban humo por las narices.
¿Cómo reconocer a las
tres jóvenes viudas del barrio que daban su acostumbrado paseo matinal? La
primera se había convertido en una esfera de vidrio, la segunda en una bola de
fuego, la tercera en una masa informe, gelatinosa, que cambiaba de tamaño a
ojos vistas.
Cuando iba a lanzar un
grito, oí la voz de don Pablo.
—Mírate en aquel
espejo —me decía.
Entré, y con paso
vacilante me dirigí hasta el espejo. Ante mi gran alivio me devolvió una imagen
familiar: era yo mismo, el de siempre, un chico de pantalones cortos, con el
pelo ondulado y los ojos azules.
Sonreí, pero mi
sonrisa fue muy breve. A mis espaldas, convertido en un viejo dinosaurio, don
Pablo me miraba fijamente por el espejo, con sus ojos verdes y su boca
desdentada, babeante.
Entonces me arranqué
la máscara y salí disparado de la tienda. Don Pablo me seguía, me decía algo a
gritos. Yo estaba muerto de miedo. El miedo, acaso, me llevó a olvidar sus palabras.
Al cabo de tantos
años, ¿por qué entré de nuevo en la tienda? ¿Por distracción, ociosidad,
curiosidad, escepticismo? ¿Escepticismo? Quizá creyera en algo que no lograba
comprender.
Me sentía viejo.
Andaba por la vida con mi carga de recuerdos, tratando de olvidar algunas
turbias y melancólicas experiencias.
Era una mañana
semejante a la de entonces. El otoño proyectaba sus delicados y neutros matices
sobre la ciudad: marrón seco, verde sepia. Una leve brisa hacía caer las hojas
chamuscadas de los plátanos.
Suspiré. No había
nadie en el local, pero la máscara continuaba allí. Como la mesa, como la
carpeta de terciopelo, estaba cubierta de polvo.
La limpié con las
manos temblorosas, me la puse.
Por unos instantes,
dudé de mis recuerdos.
Pero me asomé a la
puerta, y de nuevo la calle se llenó de monstruos. Me volvía, quise mirar para
otro lado y mis ojos tropezaron con el espejo en que se reflejaba mi propia
imagen: un maduro, desventurado dinosaurio.
Súbitamente recordé
las palabras de don Pablo:
—Mocoso, no huyas,
porque tú también eres un dinosaurio. Nosotros parecemos normales hasta tu
edad, pero es entonces cuando nos crece la cola.
Don Pablo, riendo
detrás de mí, me miraba con la máscara puesta.
* * *
Cuento tomado de:
Jorge Torres Zavaleta
El hombre del sexto día
Buenos Aires:
Editorial Orión, 1977
Pp. 11-17.
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