lunes, 8 de octubre de 2012

De mística

Perder la vida para salvarla

Para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo de nada.
Para venir a gustarlo todo,
no quieras gustar algo de nada.
Para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo de nada.
Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada.

Estos célicos trinos son de un ángel canoro, San Juan de la Cruz, que se oyen en el opúsculo De mística, del sabio –aunque pitagóricamente se oponga al título– Ramón Xirau; pero en él también canta un alma que ha alcanzado la iluminación policromática entre los polvorientos volúmenes de la escolástica: el Maestro Eckhart; y se oye la jaculatoria de una monja filósofa Edith Stein y el himno proletario de una santa socialista Simone Weil. Así que más que un libro, De mística se asemeja a un concierto de música etérea, en el que los tonos más altos nos llevan a reflexionar en la condición más baja de nuestra carnalidad y las voces más bajas en las alturas de la espiritualidad.

Ramón Xirau es el productor y presentador de este imponente concierto, quien ha seleccionado a cuatro iluminados que tuvieron una experiencia paradójica en común: el haber perdido su vida para ganarla en Dios. El filósofo español nos presenta, en primer lugar, al Maestro Eckhart (1260-1328), uno de los más grandes aventureros del espíritu, quien navegó en las aguas profundas de los piélagos divinos, los cuales sólo pueden ser conquistados por aquellos que se atreven a soltar las amarras que sujetan a este mundo y aún las que se aferran a la pervivencia del propio yo.

Pero antes de presentar a su primer invitado y dejar que nos recree con su voz, Xirau recuerda que la mística es la unión del alma con Dios después de un proceso de ascesis preparatoria. Tomando esta definición como punto de partida nos lleva a una breve incursión por las grandes etapas históricas de la mística occidental, comenzando por los neoplatónicos, pasando por los padres de la Iglesia y los místicos medievales, y llegando hasta las almas más sensibles, católicas y protestantes, de los siglos XVI y XVII.

En este recorrido, Xirau hace una escala obligada en el pensamiento de Dionisio el Pseudo Areopagita, quien tuvo el mérito de señalar las dos vías para conocer a Dios: la vía negativa, la cual consiste en suprimir del concepto de la divinidad toda idea que es de este mundo, de modo que «Dios no es nada de lo que conocemos, sea lo conocido sensible, intelectual, o incluso intuitivo» (p. 12); y la vía positiva, que es atribuir a Dios todo lo positivo de manera infinita; «Dios es desde este punto de vista la supra-esencia, la supra-bondad, la supra-perfección» (ibid.).

Pues bien, el Maestro Eckhart parece moverse precisamente por el surco del pensamiento abierto por el Areopagita, ya que también se refiere al Ser Supremo mediante dichos contrastes: dado que Dios es infinito, no lo podremos nunca conocer, se puede usar imágenes y paradojas para describirlo, pero nunca para definirlo; de hecho, según Eckhart, sólo se puede conocer a Dios mediante la experiencia mística. Por el lado positivo, Meister Eckhart enseña que la esencia de Dios es su saber, que nada existe fuera de Dios, todo es espíritu y este universo es una especie de emanación de Dios. Esta segunda tesis llevó a que la Iglesia católica considerara que Eckhart enseñaba el panteísmo y rayaba, así, en la herejía.

Pero la doctrina más distintiva de Meister Eckhart fue la del anegamiento del alma en Dios. El alma se separa de las cosas terrenales, aun de su propio yo, para ser absorbida por la Trinidad. En dicho encuentro la luz divina seduce el alma y la hace zambullirse en la oscuridad de la unidad con Dios y la trascendencia de su amor (pp. 19-20).

La doctrina del anegamiento no es otra cosa que la experiencia mística de la renuncia al yo, para recuperarse en Dios. A continuación cito algunas declaraciones, seleccionadas por Xirau, en las que el Maestro Eckhart explica su doctrina con tono esclarecedor:

«Las Sagradas Escrituras proclaman a grandes voces la liberación del yo. El que se libera del yo es dueño de sí y quien es dueño de sí es auto-poseído, y la auto-posesión es la posesión de Dios y la posesión de cuanto Dios hizo. Te lo digo, con una verdad tan verdadera que Dios es Dios y yo soy hombre; si estuvieras totalmente liberado del yo, el más alto sería tuyo así como sería tuyo  tu propio yo. Este método da dominio de ti […]

»No hay valor más alto ni lucha más severa que las que se dirigen a desdibujar el yo, para alcanzar el olvido de sí…

»San Pedro dijo: “Hemos dejado todas las cosas”. Santiago el Mayor dijo: “Nada nos queda”. ¿Cuándo es que dejamos todas las cosas? Cuando dejamos todo lo concebible, todo lo expresable, todo lo visible; sólo entonces abandonamos todas las cosas. Cuando en este sentido abandonamos todo flotamos en la luz, y transparentes pasamos a Dios» (p. 27).

No deja de ser llamativo el hecho de que esta doctrina del Maestro Eckhart se asemeja mucho a la enseñanza budista del “no-yo”, la cual consiste precisamente en la negación y liberación del yo para alcanzar la iluminación. Sería una presunción muy arriesgada el suponer que el escolástico tuvo influencia directa de la filosofía oriental, por lo que resulta más plausible presumir que en ambas tradiciones, de oriente y occidente, los místicos han transitado por experiencias similares para alcanzar la liberación.

La segunda voz que suena en el concierto de Ramón Xirau es la del bardo angelical San Juan de la Cruz (1542-1591), el cual se ha hecho famoso por conducirnos a través de “la noche oscura del alma”. San Juan llamaba así a la experiencia mística mediante la cual el alma del hombre logra unirse a Dios. La figura es nocturna por tres razones que tienen que ver con el origen, el medio y el objetivo de este itinerario espiritual: es noche porque el alma renuncia al mundo sensible; en segundo lugar, es noche porque el camino que recorre es el de la fe; y finalmente, es noche porque la meta de este viaje es Dios, el misterio supremo (p. 36).

En este último estadio, según el santo poeta de Ávila, el alma alcanza a percibir cuatro experiencias sublimes: el amor supremo, el silencio divino, el endiosamiento y la soledad con Dios. Circunstancias éstas que definirán de ahí en adelante todo el alcance místico cristiano.

Pero recordemos que esta beatitud sólo se alcanza a cambio de que el hombre renuncié a todo, de modo que, como lo dice en su poema al principio citado, no quiera saber, gustar, poseer o ser algo en nada.

Xirau también subraya un rasgo distintivo en la poesía del santo español, y es que sus múltiples paradojas más que conceptuales son sensibles: “Entréme donde no supe…”, “Tras un amoroso lance”, “Vivir sin vivir en mí”, “Con arrimo y sin arrimo” (p. 39). Tesis con la cual concuerdo, pero observo en San Juan un alma femenina y henchida de un “Eros divino”, si se me permite la expresión, la cual se ve reflejada en sus diversos poemas, como el “Cántico espiritual”, inspirado en el Cantar de Cantares, “Subida al monte Carmelo” o “Llama de amor viva”, versos todos que son un claro diagnóstico de un alma enferma de amor.

Finalmente, Xirau cierra su capítulo dedicado al monje carmelita, señalando que San Juan es todo menos un poeta oscuro, pues aunque la noche es su figura favorita para describir la experiencia mística, «esta noche… está contagiada de luz» (p. 45), de tal manera que el santo español deviene un “poeta luminoso”.

En el tercer acto, Xirau nos presenta a la monja filósofa Edith Stein (1891-1942), cuya vida, aunque no es abordada por Xirau, es verdaderamente extraordinaria. Nace en Breslavia, en una familia judía; durante su juventud estudia filosofía, alcanza el doctorado y se vuelve discípula de Edmund Husserl; a los trenta años de edad, leyendo una obra de Santa Teresa de Ávila, se convierte al catolicismo; a los cuarenta y dos años profesa como monja con las carmelitas y adopta el nombre de “Sor Teresa Benedicta de la Cruz”, pero sigue filosofando. Cinco años más tarde, en 1938, es trasladada a un convento en Holanda para resguardarla del peligro nazi. Pero en 1942 es arrestada por la Gestapo y enviada al campo de Auschwitz, en donde es ejecutada. Posteriormente, en 1987, Sor Teresa Benedicta de la Cruz fue beatificada por el Papa Juan Pablo II, en 1998 canonizada y un año después declarada “copatrona de Europa”.

Los escritos más famosos de Edith Stein son: Ser finito y ser eterno (1936) y La ciencia de la Cruz (1942), de estos se ocupa Ramón Xirau en su libro. Ambas obras las escribió Edith Stein siendo monja. La primera, Ser finito y ser eterno, es de tipo filosófico, en ella Stein desarrolla una filosofía aristotélica-tomista, pero sobre todo su propia versión de la fenomenología de Husserl; esta obra es, a su vez, una refutación de Ser y tiempo, de Martin Heidegger.

Edith expresa que su cometido es abordar el tema del Ser, pero no como un sistema filosófico, sino como un medio de acercarse a él. En Ser finito y ser eterno ella dice que «el mayor acercamiento a este fin supremo durante esta vida es la visión mística» (pp. 52-53). En este libro, además del Ser, la santa filósofa estudia temas como la esencia, la materia, la forma, Dios en su unidad y trinidad, y sobre todo el concepto del Yo. Dios se presenta en la Escritura como “Yo soy el que soy”, por lo tanto, es el Ser en persona, el Ser “en sí”, pero también el Ser “para sí”, lo cual significa que es el sustento de toda existencia.

El hombre también tiene un “Yo”, que no sólo es personal, sino sobre todo, supra-corporal, Stein lo define como: «el ente cuyo ser es vida, en el sentido de un ser que sale de “sí mismo” y que es capaz de conciencia y de conciencia de sí mismo» (p. 54). De paso, Stein refuta todo materialismo al señalar que el Yo es “lo más íntimo”, “lo más alejado de la materia”, y sobre todo la realidad en la que se asienta lo personal, la conciencia y la libertad (p. 55).

Una idea de Stein que merece relieve es su enseñanza de que la divinidad está presente en el alma humana y, por lo tanto, toda la humanidad participa de Dios. La monja sabia lo expresa así: «La humanidad rescatada y unida a Cristo y por Cristo es el templo en el cual mora la divinidad trinitaria» (p. 56.).

En La ciencia de la Cruz, Edith Stein se ocupa de la vía mística de San Juan de la Cruz, por ciencia, la monja entiende no conocimiento, sino experiencia mística; ciencia que usa un lenguaje alusivo y metafórico, no definitorio, porque lo sagrado no se puede definir, sino tan sólo referir.

En esta obra Stein habla mucho de la “objetividad sagrada”, el fin supremo hacia donde se encamina el alma. Esta objetividad hace posible la mística, pero también el arte y el juego. En esta filosofía se conjugan la Verdad, el Bien y la Belleza, pues Stein enseña que lo sublime requiere de tres propiedades: “la integridad o perfección”, “la justa medida” y “la armonía” (p. 63).

Un pensamiento muy hermoso de La ciencia de la Cruz es la interpretación que Edith Stein hace de la “noche del alma”, metáfora predilecta de San Juan de la Cruz. La noche es parte de la naturaleza, pero no es un objeto, no es tampoco una imagen, porque ésta requiere ser visible. La noche es informe y es invisible, es una realidad que nos envuelve y que percibimos, con estremecimiento, muy cercana a nosotros: «Mientras la luz hace resaltar las cosas, la noche las engulle y nos amenaza también con engullirnos». Pero, aclara Stein, «Lo que se anega en la noche no puede reducirse a una Nada, sigue existiendo invisiblemente y sin forma como la noche misma o como una sombra o como algo que amenaza». La noche, además, nos afecta profundamente, porque «niega el uso de nuestros sentidos, impide nuestro movimiento, paraliza nuestras facultades; nos condena a la soledad y nos convierte en sombras espectrales». Y por si esto fuera poco, remata Stein diciendo: «Es como un gustar la muerte antes de la muerte». Pero no se crea que el pensamiento de Stein es pesimista, ni mucho nihilista, porque ella misma dice que la noche cósmica tiene un doble aspecto: «La noche sombría y misteriosa contrasta con la dulce noche mágica inundada por la terneza de la luna. Esta noche no devora las cosas. Aclara su aspecto nocturno. Todo lo anguloso, rudo y duro, se hace dulce, se atenúa; los rasgos escondidos del día ahora se revelan y las voces que el mediodía ahogaba se hacen sentir» (pp. 68-69). Y recordemos, que la noche cósmica descrita por Stein, es metáfora de la noche por la que transita el alma.

Finalmente, Xirau llama al proscenio de su concierto filosófico a una santa socialista, de origen también hebreo: Simone Weil (1909-1943), una hermosa alma henchida del amor de Dios, del cual habló profusamente en los últimos días de su corta vida. En su temprana juventud Simone abrevó de las aguas del marxismo y fue tal su identificación con esta causa que abandonó su trabajo de docente y se convirtió en obrera para conocer desde adentro y vivir en carne propia las penurias de la clase trabajadora. Su evaluación de esa experiencia es que los obreros trabajan en condiciones de esclavitud, mismas que les producen una terrible aridez espiritual; con palabras que no pueden ser más conmovedoras escribió:  «para realizarse hay que repetir movimiento tras movimiento a un ritmo que, al ser más rápido que el pensamiento, impide dar libre curso no solamente a la reflexión sino también al ensueño» (p. 86).

Simone Weil se mantiene socialista, pero pronto se desencanta del marxismo, porque considera que tiene graves fisuras: una de ellas es que preconizó que con una mayor mecanización los obreros disfrutarían de mayores ratos de ocio y recreación, mas la práctica le enseñó a Weil lo contrario. Pero, sin duda, la falla mayor del sistema del filósofo alemán fue que no vislumbró que mientras exista en el hombre el deseo del poder «no dejará de haber opresión» (p. 88).

Para contribuir a la liberación del espíritu de la clase trabajadora, Simone Weil se dedicó a abrir el cauce de la “fuente griega”, es decir, las enseñanzas de los pensadores de la antigua Grecia. Weil leía para sus compañeros obreros los mitos más famosos, resumía las obras clásicas y comentaba las enseñanzas de los más grandes filósofos. Empresa que a ella misma le redituó en un acercamiento a la espiritualidad, pues ya en esa época declaró: «Platón es un auténtico místico y aun el padre de la mística occidental» (p. 94). Su aprecio por el arte le llevó, asimismo, a la prosternación religiosa, pues a todas luces era un espíritu sensible: «Todo lo que hay de belleza en el mundo es como una encarnación», y «la admiración pura de lo bello auténtico y puro es un sacramento» (p. 95).

Pero su clímax religioso, lo alcanzó Simone Weil en la fe cristiana, ya en sus días de juventud había expresado su admiración por Jesucristo, pero hacia el final de su vida confesó su amor a Dios, a Cristo y a los santos; sin embargo, se quedó de pie a las puertas de la Iglesia, porque consideraba que ésta era una comunidad demasiado exclusiva que dejaba fuera a los judíos y a los “incrédulos”, a quienes Weil consideraba miembros de una Iglesia abierta para todos.

Los rasgos distintivos de la teología de Simone Weil son una gracia omnímoda: «la gracia de Dios está presente tanto en la aflicción como en la alegría»; un universalismo cristiano: toda alma humana es naturaliter christiana (cristiana por naturaleza); y sobre todo, la omnipotencia del amor divino, ante el cual debería responder todo hombre: «Toda cosa existente es mantenida en su existencia por medio del amor de Dios. Los amigos de Dios deberían amarlo hasta el punto de entremezclar su amor con el amor divino en relación con todas las cosas de este mundo» (pp. 97-98).

Ramón Xirau, cual experto maestro de ceremonias, cierra el último acto de su concierto, retomando las ideas de su última invitada y diciéndonos que «la mística no nos aleja del mundo; puede mejorarnos para mejor regresar al mundo» (p. 99).

De mística
Ramón Xirau
México: Editorial Joaquín Mortiz, 1992
103 págs.

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