viernes, 26 de octubre de 2012

Teología de la muerte de Dios


Jesús y la encarnación

Thomas J. J. Altizer

(Teólogo norteamericano, n. 1927)


KENOSIS

Si el nombre cristiano de Jesús se halla asociado en un sentido único e íntimo con la realidad inmediata del presente, entonces el Dios de la tradición cristiana no es simplemente una deidad primordial sino el Dios que ha sido que ha sido generado por la inversión religiosa del acto de la encarnación. Por consiguiente, el “ateísmo” del cristiano radical es, en gran parte, una reacción profética frente a un Dios distante y no redentor que, en virtud de su propia soberanía y trascendencia, permanece completamente ajeno al movimiento progresivo y a la presencia histórica del Verbo encarnado. Precisamente porque el cristiano radical aspira a una unión total con el Verbo hecho carne, se ve obligado a rechazar al Dios que sólo es Dios para lanzarse a la búsqueda del Dios que es Jesús. Cuando el escolasticismo cristiano siguió a Aristóteles en su definición de Dios como actualidad pura o actus purus, aisló completamente a Dios del mundo concibiéndolo como inactivo e impasible, como el Dios dotado de aseidad o autoderivación, como la causa sui que es causa única de sí mismo. Pero mientras la Iglesia bautizaba esta definición escolástica, en el misticismo cristiano se abría paso a una visión contraria de Dios, una visión que procedía de la experiencia con Dios en las profundidades del alma humana en las que Dios es conocido como engendrador del espíritu individual al que hace eterno Hijo de Dios. El místico cristiano radical sabía que también él había sido engendrado como Hijo de Dios, como el mismo Hijo, sin distinción alguna con él. El maestro Eckhart acuñó una palabra para expresar esta idea, istigkeit, con la que significaba la “idad”, es decir, la “cualidad de” en un sentido inmediato, y se sirvió de ella en su propia defensa pública: “La idea de Dios es ni más ni menos que mi propia idad”, pudiendo afirmar incluso en uno de sus sermones que Dios es Aquel que niega en los demás todo cuanto no es Él mismo. Aunque esta expresión radical del misticismo cristiano fue relegada a la clandestinidad por las autoridades eclesiásticas de la Iglesia, siguió existiendo en esta forma subterránea hasta que por fin surgió de nuevo a la luz con Jakob Bohme y su círculo, quienes luego inspiraron a Hegel, el único pensador que ha forjado una descripción conceptual del movimiento encarnado o kenótico de Dios.

[…] El método dialéctico de Hegel logra efectuar una inversión de la tradición ontológica occidental, ya que no niega simplemente la idea básica de la aseidad del Ser, sino que invierte esta idea al concebir el Ser como un proceso perpetuo de convertirse en su propio otro, un proceso que en el mito o en la creencia religiosa se conoce como el autosacrificio del Ser divino. A pesar de que los teólogos han condenado a Hegel por haber traspuesto la fe al campo del pensamiento filosófico, lo cierto es que únicamente en él podemos descubrir una de Dios, del Ser o del Espíritu, que incorpore la comprensión del significado teológico de la encarnación. Sin duda el lenguaje abstracto empleado por Hegel enmascara la fe cristiana que constituye su origen, pero en lugar de retroceder a una comprensión precristiana e incluso primitiva del Ser, Hegel puso en el centro mismo de su pensamiento al Verbo encarnado de la fe, considerando su movimiento kenótico como el arquetipo de lo que él concibió como el método dialéctico del pensamiento puro […]

Los historiadores de la filosofía que el único fundamento cierto del pensamiento hegeliano es su comprensión dialéctica de la negación pura o radical, una autonegación del Espíritu en la cual éste se transforma kenóticamente en su propio otro y existe como la oposición actual de su propia identidad original o incial. Esta autonegación del Espíritu hace posible su movimiento real, un movimiento histórico en el cual el Espíritu evoluciona hacia su forma absoluta únicamente por medio de la negación progresiva de sus propias expresiones. Así, el Espíritu, que existe original y eternamente en sí mismo (an sich), ha de hacerse histórico, es decir, ha de existir en una forma determinada como objeto para sí mismo (fur sich).

[…]

Sólo al conocerse el Espíritu a sí mismo en su propia alteridad, cumplirá su destino como Espíritu, puesto que Hegel, a diferencia de todas las formas de comprensión religiosa dialéctica, concibe al Espíritu como un movimiento progresivo de autonegación o “autorredención”. Este movimiento progresivo del Espíritu se hace posible únicamente por un proceso real de autonegación: el Espíritu-en-sí se niega a sí mismo, convirtiéndose entonces en Espíritu-para-sí; y por la negación de la negación, el Espíritu-para-sí se trasciende a sí mismo y, una vez más, se convierte en Espíritu-en-sí; pero esta forma final del Espíritu es mucho más rica y plena que su forma inicial.

[…]

Paradójicamente, el autosacrificio implícitamente consumado del Espíritu sólo llega a realizarse o actualizarse históricamente en autoconciencia cuando el Espíritu se halla en estado de alienación y separación de sí mismo. Este autosacrificio se hace consciente cuando el Espíritu aparece por primera vez en su forma kenótica como Jesús de Nazaret. […]

“Esta encarnación del Ser divino, el hecho de poseer directa y esencialmente la forma de autoconciencia, constituye el sencillo contenido de la religión absoluta. En ella el Ser divino es conocido como Espíritu; esta religión es la conciencia que el Ser divino tiene de ser Espíritu. Puesto que el Espíritu es el conocimiento de sí en un estado de alienación en sí mismo: el Espíritu es el Ser en el proceso de conservar la identidad consigo mismo en su alteridad”.

Esta última frase es una de las definiciones hegelianas más claras del Espíritu, y no sólo pone de manifiesto la forma kenótica del Espíritu, sino que expresa el sentido conceptual del Dios que ha muerto en Jesús, el Dios que se ha negado a sí mismo al hacerse plena y finalmente carne.

Ya en el evangelio de san Juan hallamos la revolucionaria proclamación cristiana de que Dios es amor. Pero a pesar de que la fe cristiana ha atestiguado invariablemente la realidad de la compasión de Dios, la teología cristiana ha sido incapaz de incorporar este núcleo fundamental de la fe quizá porque siempre ha estado vinculada a una idea de Dios que lo concibe como el Ser totalmente autosuficiente, autocontentivo y absolutamente autónomo. Incluso cuando los teólogos han redescubierto el ágape o autodonación total de Dios, lo han limitado al movimiento de la encarnación, aislando así dualísticamente el amor de Dios y la primordial naturaleza y existencia de Dios mismo. Mientras conozcamos a Dios en su forma primordial como un Ser eterno e inmutable, nunca podremos conocerlo en su forma encarnada como el Ser que se entrega o que se niega a sí mismo. El cristiano radical se niega a hablar de la existencia de Dios –en su Lógica, Hegel habla con acierto de la falta de vigor que caracteriza a la palabra “es”–, porque sabe que Dios se ha negado y trascendido a sí mismo en la encarnación y, por consiguiente, ha dejado de existir plena y finalmente en su forma original o primordial. Saber que Dios es Jesús, es saber que Dios mismo se ha hecho carne: ya nunca más existe como Espíritu trascendente o Señor soberano –ahora Dios es amor.

[…]

La proclamación cristiana del amor de Dios es la proclamación de que Dios se ha negado a sí mismo al hacerse carne, de que su Verbo es ahora lo opuesto a su Ser primordial o su intrínseca alteridad, y de que Dios mismo ha dejado de existir en su forma original como Espíritu trascendente o desencarnado: Dios es Jesús.

LA HUMANIDAD UNIVERSAL

Cuando Blake calificaba a Jesús de “humanidad universal” hablaba del Verbo encarnado que es fuente y substancia de toda vida, y esa misma amplitud de su visión de Jesús, no sólo le exigía el sacrificio de la particularidad histórica e imaginativa del Cristo de la Iglesia, sino que le impelía a buscar la presencia de Jesús en el mundo de la experiencia más alejado del Cristo de la ortodoxia cristiana. Subyacente a la obra profética y madura de Blake existe una visión kenótica de Jesús, y así, al constatar que Blake y Hegel comparten una visión común de Cristo, podemos comprender la unidad fundamental del cristianismo radical. […]

[…] Fue la simple humanidad de Jesús la que suscitó el fervor de Blake, pues veía esta humanidad dondequiera que existía sufrimiento o gozo; y aunque condenaba toda noción de una humanidad abstracta o general, creía profundamente que Jesús es el cuerpo de la humanidad y que está presente en cada mano y en cada rostro humanos.

[…] El cristiano radical sabe que Dios ha muerto realmente en Jesús y que su muerte ha liberado a la humanidad de la presencia opresiva del Ser primordial. Y la visión más exaltada de Blake nos enseña que la humanidad sólo puede existir gracias a esta muerte de Dios en Jesús.

[…]

¿Qué humanidad es ésta que sólo puede existir como consecuencia de la muerte de Dios por el hombre? Evidentemente, Blake no está hablando ahora del hombre natural, puesto que él mismo lo condenó, por ejemplo, en su escrito dirigido “A los deístas”, incluido en Jerusalén: “El hombre nace siendo un espectro o Satanás, es un diablo cabal, siempre precisa alcanzar una nueva personalidad, e incesantemente ha de ser transformado en su propio contrario”. La muerte de Dios en Jesús ha creado una nueva humanidad, una humanidad que es diametralmente opuesta al hombre natural, el cual se encuentra aislado en su condición humana y aprisionado por la brutal contingencia del tiempo […] Con la muerte de Dios ha quedado destrozado un Ser primordial existente en sí mismo como su propia creación o fundamento, y con su disolución ha perdido su fundamento intrínseco todo cuanto podía ser ajeno al hombre. Ahora surge una nueva humanidad que puede entregarse a la inmediata realidad del presente porque ha sido liberada, de una vez por todas, de su eterna sujeción a un Ser primordial y lejano. A esta nueva humanidad, Blake la denomina “el Cuerpo de Jesús”, no porque sea el cuerpo crucificado y sepultado en la tumba o el Señor de la resurrección y de la ascensión, sino porque es el cuerpo encarnado del Dios que ha muerto eternamente por el hombre, y por eso Blake la saluda como “la eterna y gran humanidad divina”.

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Textos tomados de:
Thomas J. J. Altizer.
El evangelio del ateísmo cristiano
Barcelona: Libros del Nopal, 1972;
pp. 88-103.

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