sábado, 27 de octubre de 2012

Opresión y liberación en la Biblia



Lectura revolucionaria de la Biblia

Raúl Macín

(Teólogo mexicano, 1930-2006)


La Biblia es también una colección de escritos que resumen la vida de una nación: Israel. Es también el fruto del esfuerzo de los judíos para dar respuesta a las tres preguntas que más les preocupaban: ¿Qué es el universo?, ¿quién soy yo?, ¿quiénes son los demás? En  ella se destacan dos corrientes de interpretación de la realidad: la nacionalista, que encuentra en los años del ministerio de Cristo a sus mejores representantes: los fariseos; y a la universalista, que tuvo como defensores a gente de la talla de Amós, de Isaías, de Miqueas y del propio Jesús. Para los nacionalistas, testimonio en el cual se basan los conservadores o fundamentalistas de nuestros días para justificar bíblicamente su egoísmo y su necedad, Israel era la nación escogida por Dios para señorear en la tierra, por lo que los demás no eran nada más que gentiles, apestados, seres indignos con los cuales no habían de mezclarse. Esta convicción les permitía, en ocasiones difíciles como las que confrontaban cuando eran dominados por alguna nación más poderosa, someterse con docilidad en espera, según ellos, de mejores tiempos. En tanto, conservaban las tradiciones y la pureza de su religión. De esta clase de gente eran aquéllos que le reclamaban a Moisés de la siguiente manera: «…para qué nos sacaste de Egipto, por lo menos allá teníamos comida y techo, y un lugar en el cual enterrar a nuestros muertos…» Los universalistas, por lo contrario, estaban convencidos de que Dios les había llamado a formar parte de una nación que habría de ser la sierva de las demás naciones, que señorío significa servicio y que en toda ocasión no hay mejor manera de servir que la de solidarizarse con aquéllos que se oponen a la injusticia. En nuestros días podríamos identificar con los nacionalistas a los cristianos que insisten en que no hay que “meterse en política” y en que los asuntos que competen a la iglesia son de índole estrictamente espiritual. Son éstos los que se entretienen jugando al hablar en lenguas, ¡linda forma de escapar del compromiso!, en tanto el mundo es destruido por los injustos. No hay movimiento que tipifique mejor a la corriente nacionalista –farisaica– que el mal llamado carismático. Más adelante nos detendremos un poco en el análisis de este fenómeno, que no es religioso como sus defensores afirman, sino político.

En la Biblia, el contenido de lucha política por la liberación se da en el testimonio de los universalistas. Un ejemplo, el de Miqueas: «Faltó el misericordioso de la tierra, y ninguno hay recto entre los hombres; todos asechan por sangre; cada cual arma red a su hermano. Para completar la maldad con sus manos, el príncipe demanda, y el juez juzga por recompensa; y el grande habla al antojo de su alma, y lo confirman. El mejor de ellos es como el espino; el más recto, como zarzal; el día de tu castigo viene, el que anunciaron tus atalayas; ahora será su confusión. No creáis en amigo, ni confiéis en príncipe; de la que duerme a tu lado cuídate, no abras tu boca. Porque el hijo deshonra al padre, la hija se levanta contra la madre, la nuera contra la suegra, y los enemigos del hombre son los de su casa. Mas yo a Yavé miraré, esperaré al Dios de mi salvación; el Dios mío me oirá…» (Miqueas 7:2-7). Para este profeta, la injusticia se revela en todas las estructuras de la sociedad, aun en la familia. Una nación en la cual exista la explotación del hombre por el hombre y por lo tanto una injusta relación en los modos de producción, será una nación en la cual la injusticia se podrá descubrir aun en aquellos lugares  que suponen inmunes a ella, como el Templo, o la religión, o la casa de los sacerdotes. Un verdadero creyente espera en Dios y lucha junto con él en contra de los opresores injustos del pueblo.

No hay duda de que el testimonio de los nacionalistas, aun cuando sostengan lo contrario, es también un testimonio político, hoy lo llamaríamos de derecha o reaccionario, ya que su conformismo, en el nombre de una falsa piedad, es en realidad una alianza con los opresores. Los fariseos, por ejemplo, fueron de los más fieles aliados del Imperio Romano, como los son ahora del imperialismo norteamericano los nuevos fariseos que militan  en “cruzadas”, movimientos mundiales de evangelización a la manera de Billy Graham, el Barnum de los protestantes, y el ya mencionado movimiento carismático. Y si alguien cree que esto es una exageración, que investigue el origen y la verdadera intención de dichos movimientos. Invariablemente encontrará a norteamericanos rubios, ricos y comprometidos con las compañías más representativas del imperialismo. Para ellos el ser cristiano significa adormecerse con los cantos, las prédicas y las promesas demagógicas de una vida más feliz en el otro mundo. Para ellos Dios es rubio y de ojos azules y habla inglés. Para ellos, igual que para los judíos nacionalistas lo era su nación, los Estados Unidos son la nación escogida; ¿de dónde, si no de esta suposición, nació esa aberración llamada destino manifiesto? Para ellos, en suma, el ser cristiano significa dedicarse a cantar aleluyas en tanto millones de hombres mueren en vida víctimas de la explotación. Sin embargo, y a pesar de un testimonio tan negativo, queda la satisfacción de comprobar que el evangelio, la buena noticia de libertad, fue anunciado y vivido por los profetas y apóstoles de la corriente universalista: «Porque Cristo, el hijo del hombre, no vino al mundo para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos…» (Mateo 20:28).

Cristo fue pobre, no únicamente porque nació en un pesebre, sino porque toda su vida perteneció a la clase más explotada en su tiempo, ya que fue un trabajador, un obrero que sintió intensamente el rigor de la injusticia y de la explotación. El, como el profeta Amós, ocho siglos antes, sabía que nadie tiene derecho de adorar a Dios en tanto hubiera unos pocos que dormían en camas de marfil, en tanto que muchos no tenían en dónde dormir. Los fariseos no le odiaban únicamente porque le consideraban blasfemo y enemigo de la religión hecha negocio y estructura opresiva, sino porque él pertenecía a una clase considerada “baja”. ¿Cómo entender que un pobre como él se atreviera a desafiar a los “señores” de Roma y de Israel? ¿Cómo tolerar semejante atrevimiento?

Aquellos que festejan la navidad, es decir el nacimiento de Cristo, con fiestas, regalos, cánticos y muchas más demostraciones de alegría, que por lo general es la máscara que oculta al rostro feo de la hipocresía, olvidan el hecho de que de acuerdo a la leyenda, dicho nacimiento ocurrió en medio de grandes dificultades y ante la indiferencia —no cabe duda de que la historia se repite— de quienes todo lo poseen. Cristo fue pobre y luchó al lado de los pobres para cambiar a la sociedad injusta en la cual vivían por una sociedad justa. Luchó de tal manera que murió consciente de que entregaba su vida por aquéllos a quienes había aprendido a amar a lo largo del camino que penosamente recorrieron: el camino de la libertad. Es por eso que una de las enseñanzas que resumen la posición de Jesús al respecto es aquella que se refiere al sacrificio: «Es necesario que la semilla muera (que sea enterrada) para que el fruto venga». Lo anterior no quiere decir, como muchos afirman, que Jesús haya sido el primer comunista, o alguien que se adelantó a Marx, sino que el evangelio queda reducido a su mínima expresión cuando se hace hincapié en la experiencia individual —la religión del naufragio como le llamaba alguien, pues todo se resuelve en un sálvese quien pueda— y se descuida la responsabilidad social que es lo fundamental en el mensaje y en la obra de Cristo. No es lo mismo andar por allí diciendo que Cristo es “mi Salvador”, que ya tengo a Cristo “en mi corazón”, y teniendo como base una tan pobre experiencia, actuar confundiendo la limosna con la caridad y al paternalismo con la solidaridad, que aceptar el desafío de “ser levadura que leude la masa” o “sal de la tierra”. El grano de levadura tiene que integrarse a la masa, confundirse en ella para leudarla, y el de sal, tiene que admitir que es necesario que pierda su forma a cambio de disolverse para comunicar lo esencial en él: su sabor.

Un hecho que los mercaderes de la religión ocultan es el de lo significativo que resulta que la salvación que Dios ofrece a todos los hombres sea el fruto de la acción de un obrero. En otras palabras, se predica en todos los templos cristianos que en Jesús hay salvación, pero se deja a un lado su condición de proletario. Esto, desde luego, se debe al temor que los cristianos tienen a la lucha de clases y a que, desde el principio la iglesia fue una aliada de clase: de la clase dominante. El evangelio, en suma, es la buena noticia de que los hombres han sido y serán salvados por la clase trabajadora.

No hay duda de que Jesús fue fiel a su clase. Es por eso que rechazó los títulos de maestro bueno: «no me digan bueno, ya que únicamente el padre lo es…», de rey y de sacerdote. Es decir, que evitó siempre la trampa que en muchas ocasiones atrapa a quienes no saben o no pueden identificarla. Se trata de la afirmación de que el proletario puede servir mejor a su clase si a base de esfuerzo individual puede insertarse en una clase superior. Cristo como rey o como sacerdote hubiera hecho maravillas por los suyos y sin embargo prefirió seguir el camino que en última instancia lo llevó a la cruz. En México, por ejemplo, es admirable cómo se ha empleado, en favor de la clase en el poder, el ejemplo de Benito Juárez. El fue un indígena y gracias a su tesón y a su valor pudo llegar al sitio más encumbrado: la presidencia de la República. Los indígenas que no hacen lo mismo es porque o son flojos o no tiene el valor y la tenacidad que son necesarios para vencer.

El trabajo de Cristo, como carpintero, era aprovechado como lo era el trabajo de todos los judíos trabajadores en ese tiempo, por el Imperio Romano. La explotación era un hecho y ante él se presentó Jesús armado con la espada de la justicia y contando con la fuerza indestructible del amor. Es por eso que el teólogo francés Georges Casalis afirma que la única posibilidad de comprender lo que es el amor se da en la participación, al lado de los proletarios, en la lucha de clases. No hay duda de que dos mil años después resulta fácil atacar dialécticamente las posiciones de Cristo y señalar los muchos errores tácticos y teóricos que cometió, pero si hay un mínimo de honestidad en quienes hacen una censura semejante deberán reconocer que el suyo, en el primer siglo de nuestra era, fue el único camino posible para organizar a los pobres de tal manera que pudieran  luchar por su libertad con la esperanza de que la podrían obtener. Aquí cabe advertir que hablamos de Cristo y no de la iglesia. De Jesús y no de quienes se han presentado como sus seguidores a pesar de que lo traicionan a cada paso que dan. Confundir a Cristo con la iglesia, como hacen mañosamente sus dizque discípulos, es un error que los revolucionarios no deben cometer, pues de hacerlo caerían en la trampa que les impediría hacer una alianza que en estos momentos no sólo es conveniente sino indispensable.

Jesús, que sin duda ha vivido y vive en quienes han dado y dan ejemplo de capacidad para la lucha en contra de los opresores, estuvo siempre consciente de que había sido enviado —por su Padre, por el Señor, por Dios—, para servir a los oprimidos manteniéndose al lado de ellos en su éxodo constante, es decir, en el recorrer sin descanso el camino que conduce a la verdadera libertad, y a los opresores, exigiéndoles la devolución de la riqueza obtenida, como toda riqueza, gracias a la explotación de los trabajadores. A los primeros les recordó constantemente que él había sido enviado para predicar la buena noticia de salvación y de libertad a los  pobres, a los cautivos, y para devolver la vista a los ciegos y para proteger a las viudas y a los huérfanos. A los segundos les demandó en cuanta ocasión se presentó, que vendieran lo que tenían y lo regresaran a los pobres. Fue a los ricos a quienes advirtió que era más difícil que un rico entrara al reino de Dios, es decir, que obedeciera al Señor, que un camello pasara por el ojo de una aguja, la forma clásica de las puertas orientales por las cuales, para pasar un camello, tenía que hacerlo de rodillas. En esto coinciden Jesús y el Che, lo mismo que Morelos, Zapata y Genaro, a pesar de que por lo menos dos de ellos, el Che y Genaro, no fueron religiosos, ni cristianos, durante su ministerio revolucionario, y coinciden precisamente porque el amor a los hombres y el deseo de transformar en favor de todos el mundo en el cual se vive, es algo que está más allá, mucho más allá, de las etiquetas egoístas que únicamente sirven para diferenciar a los hombres y para acentuar las tendencias maniqueístas y alienantes de la moral individual: «Yo debo ser bueno, es necesario que lo sea… los demás que aún no lo son, deben seguir mi ejemplo».

Ha habido un esfuerzo, a partir de las luchas de Camilo Torres en Colombia, por interpretar y en ocasiones justificar la participación de los cristianos en las luchas por la liberación. A dicho esfuerzo se le ha llamado “Teología de la Liberación”.

El Papa Paulo VI afirmó que la humanidad está más incomunicada que nunca y esto en pleno siglo de las comunicaciones. La verdad es que en tanto que los medios de comunicación sigan en control de la gente interesada en fortalecer el sistema opresor que padecemos se seguirá produciendo la enorme contradicción que el Papa señaló, ya que el propósito último de los medios de comunicación es el de incomunicar o de comunicar mal, que es lo mismo.

Enfrentarse a una situación tan llena de contradicciones equivale a repetir el drama de lucha de David contra Goliat. Aquéllos que están luchando y decididos a seguirlo haciendo no tienen en sus manos nada más que la pequeña onda de la verdad, el valor y el anhelo de libertad, para intentar derribar al gigante cuyas armas son la soberbia, el engaño, el poder económico y la ambición.

Dentro del contexto cristiano y en la América Latina tenemos ejemplos dolorosos y muy recientes acerca de la lucha mencionada. En Colombia está el caso de Camilo Torres a quien hasta la fecha, a pesar de que fue asesinado en febrero de 1966, se le calumnia con toda la fuerza de los medios de comunicación. Para el sistema, el Padre Camilo Torres fue un traidor a su fe, a su ministerio y a Cristo. Fue un cura revoltoso que cambió la hostia por el fusil y un hombre que encontró la muerte que se merecía… Como una respuesta al poder de los medios de comunicación que no se cansan de repetir que Camilo fue un traidor se escucha en todos los frentes de batalla de la América Latina el canto: “Donde murió Camilo ha nacido una cruz que no es de madera sino de luz…”

En México, el caso de pastor metodista rural Rubén Jaramillo está sujeto al mismo proceso. De una parte el sistema manipulando sus recursos para comunicar dice: “Jaramillo fue un robavacas, un asesino, un ladrón, un asaltante…” En tanto que el pueblo que ha evitado la cárcel deformadora de la información tendenciosa, no se cansa de repetir su admiración por el líder agrario ni de llorar su muerte y la de su familia. Jaramillo, su esposa que estaba embarazada, y sus hijos, fueron brutalmente asesinados en Xochicalco, Mor., en mayo de 1962.

Es nuestra convicción que el papel de la teología cristiana en un contexto como el que someramente hemos descrito debe ser fundamentalmente de desmitologización, es decir de destrucción de los mitos y estereotipos creados por el sistema opresor con el auxilio de eficaz de los medios de comunicación.

Una de las mentiras que con mayor habilidad se ha manejado de parte de los que oprimen al pueblo es la de que los cristianos son por esencia no-violentos. Es claro que el versículo preferido es aquél en el que el Señor Jesús pone la otra mejilla después de haber sido golpeado. También las bienaventuranzas sacadas de su contexto sirven de base a este mensaje mediatizador, especialmente aquélla que habla de que bienaventurados serán los mansos […] Resulta absurdo el hablar de una oposición a la violencia que sea no violenta. En el caso más conocido, en el medio cristiano, el del Dr. Martin Luther King, es injusto, y esta es la trampa puesta por el sistema, el decir que él fue no-violento simplemente porque no recurrió a las armas. Él fue en realidad contra-violento. Su lucha fue violenta aun cuando no armada. La decisión y el valor que le llevaron a luchar por una causa justa hasta las últimas consecuencias reclamó mucho de violencia.

Otra mentira manejada en forma de verdad admirable es la de que la iglesia es por naturaleza apolítica. Desde luego que quienes tal cosa afirman olvidan mañosamente que el pueblo de Dios fue un pueblo esencialmente político y ahí están el Éxodo, la lucha contra Babilonia, la conquista de Canaán, y la oposición a los imperios Persa, Macedonio y Romano.

El problema consiste en determinar qué clase de política es la que se hace y no si es o no político… El clero político es algo inevitable, lo mismo que el que los cristianos hagan política. Lo que hay que decidir es si estamos al lado del Faraón o de Moisés, de Cristo o del César, de los violentos injustos o de los violentos que deciden oponerse a la violencia del sistema. En palabras de todos conocidas, de derecha o de izquierda.

De otros mitos únicamente enlistaremos los más comunes: 1) El pueblo es flojo, por eso está como está. 2) El pueblo es incapaz de crear y de dirigir. 3) El pueblo es vicioso. 4) El pueblo es ingrato. 5) El pueblo es sucio. 6) El pueblo es mañoso. 7) El pueblo es cobarde. 8) El pueblo es incapaz de unirse y organizarse. 9) Los grupos minoritarios son los verdaderamente felices; son sanos, fuertes, ingenuos y buenotes; no tienen malicia, son parte del Edén perdido (paternalismo para tranquilizar la conciencia). 10) El pueblo es mentiroso, ingrato e inconforme.

Nuestra tarea, si queremos ser obedientes al Señor y arrebatar un lugar en su reino sometiéndonos a su voluntad, debe ser desmitologizadora y para hacerla debemos de emplear todos los recursos que sean posibles… Es indispensable crear, sobre la marcha, en la acción comprometida, una teología no sólo de la liberación como la que propone Gustavo Gutiérrez, ni política como la que propone Hugo Assman, sino renovada y contra-violenta. En la América Latina estamos ya en la época de un ministerio profético y contra-violento para servir al hombre nuevo, alienado en la etapa histórica de la imagen, ayudándolo a ser un nuevo hombre en Cristo totalmente libre de las ataduras de la impiedad y del yugo de la opresión.

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Texto tomado de:
Raúl Macín
Lectura revolucionaria de la Biblia
México: Diógenes, 1979
Caps. 1, 12 y 13.

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