miércoles, 24 de octubre de 2012

Geometría bíblica


Lo horizontal y lo vertical:
Planteamientos en el Antiguo Testamento
Luis Alonso Schökel
(Teólogo español, 1920-1998)


1. La cuestión

Cuando hablamos de lo vertical y lo horizontal en contexto teológico, estamos usando un símbolo espacial para formular un sistema de relaciones del hombre con Dios y con otros hombres. El símbolo imagina un Dios entronizado en lo alto, trascendente hacia arriba, y una humanidad nivelada sobre la superficie terrestre. El símbolo es perfectamente bíblico.

Con estos dos términos plantean teólogos o pastoralistas una cuestión de importancia práctica, ya que se preguntan sobre una relación de relaciones que puede gobernar la vida del individuo y de las comunidades creyentes.

Ante todo, cualquier planteamiento que conjuga ambos elementos, confiesa la trascendencia radical del hombre: todo hombre se abre radicalmente al Dios que lo trasciende, todos los hombres son trascendidos por el Dios único. Es la “altura” trascendente de Dios la que nivela a todos los hombres. En el Salmo 123 al desnivel humano producido por el orgullo y la arrogancia de unos se opone el desnivel de un Dios, amo misericordioso, ante el cual desaparecen las diferencias humanas artificiales.

En el planteamiento indicado queda implicado otro principio: la trascendencia hacia afuera, que es “el otro” como persona autónoma, recibe su última, quizá su única, justificación en la trascendencia de un Dios común y superior a todos. Si el hombre no está radicalmente referido al Dios trascendente, no se aprecia por qué el otro hombre deba ser respetado más que un animal cualquiera. Si la justificación no es única, al menos es la última.

Las relaciones entre lo vertical y lo horizontal se han planteado en los últimos decenios más en términos de acción y conciencia que en términos ontológicos. Creyentes en un Dios único trascendente pueden preguntarse:

¿Es necesario tener conciencia de la relación vertical para una vida realmente humana y para una salvación definitiva?

El que conoce y reconoce dicha relación ¿tiene que añadir cada vez un acto consciente refiriendo el prójimo a Dios?

¿Hay que concentrarse primariamente o exclusivamente en lo horizontal, dado que ello implica aun tácitamente lo vertical?

¿Es posible una relación vertical auténtica que ignore o prescinda de la relación horizontal correcta?

Para formular la armonía de ambas relaciones se podrían emplear diversas categorías teológicas: p. e., lo vertical como razón formal de lo horizontal, lo vertical implicado en lo horizontal, lo horizontal presupuesto de lo vertical.

Mi intención en estas páginas es ver cómo se plantea y resuelve la cuestión en el Antiguo Testamento, no en un tratado sistemático y completo, sino apuntando algunas pistas bíblicas que otros podrán o deberán recorrer.

Es patente que el Antiguo Testamento se ocupa de las relaciones de los israelitas con su Dios, entre sí y con otros pueblos. Pero no se trata de eso; lo que buscamos son casos en que de modo poético o tematizado se plantee y resuelva la relación enunciada.

Propongo cuatro pistas que me parecen significativas y prometedoras. Las pistas son:
1. Confluencia del amor de Dios y del prójimo.
2. Tensión entre culto y justicia en liturgias penitenciales.
3. Dios se da por ofendido cuando el hombre ofende al prójimo. Redención como acto de solidaridad.
4. Intercesión y solidaridad del mediador.

Habiendo escrito comentarios a los pasajes seleccionados, me puedo ahorrar aquí el estudio analítico, concentrando la atención en lo que tiene cada caso de indicador de una pista.

2. Amor de Dios en el prójimo

El primer texto se lee en Is 1:21-26 (que no cito aquí, pensando que el lector lo conoce o lo leerá). Los límites del poema están bien definidos por la inclusión que encierra un tema único, desarrollado con claridad. El poema está elaborado a partir del símbolo frecuente de la capital como matrona, personificación del pueblo y esposa del Señor, a quien debe fidelidad exclusiva. Esta fidelidad conyugal era un día su gloria y será un día su título, como muestra el juego de la repetición qryh n’mnh al principio y al fin del poema. El símbolo común de la matrona se especifica aquí en la función rectora de la capital, sede de las autoridades que gobiernan y juzgan al pueblo.

¿En qué consiste la infidelidad, el adulterio de Jerusalén? Leyendo la palabra zona con nuestra mentalidad rigurosa, respondemos sin mucho pensar que la infidelidad es la idolatría, pecado contra el primer mandamiento.

Un autor del siglo XVI, Diego Álvarez (1599), distingue en el texto cuatro pecados de la ciudad: el primero es la “fornicación espiritual” o idolatría, el segundo es la injusticia con los débiles, etc. Sánchez distingue, fiel al gusto escolástico de la época; Sánchez enumera como si quisiera agravar la culpa acumulando los pecados. Pero pierde concentración y no hace justicia al texto. Un autor del siglo XX, Wildberger (1972), hace justicia al texto, al indicar que la fornicación de Jerusalén consiste en la deslealtad y la vanalidad de los habitantes. Si hubiera colocado en primer plano, como hace el texto, la antítesis fiel/adúltera, la conclusión habría sonado más enérgica. En mi comentario (1980) yo lo formulo así: «Ser conyugalmente, amorosamente, fiel al Señor consiste en administrar y garantizar la justicia ciudadana».

En el breve poema de Isaías encontramos la intersección o convergencia de lo vertical y lo horizontal en un símbolo intensamente emotivo. Teóricamente ser infiel a los hombres no es ser infiel a Dios. Teológicamente para Isaías lo es. La práctica de la injusticia es adulterio, infidelidad a Dios. Alguno podría ensayar otra explicación dando un rodeo por el mandato: la justicia está mandad en la ley, el que quebranta la ley desobedece a Dios, el que le desobedece le falta a la lealtad. Pero el razonamiento valdría igualmente, p. e., para el precepto de cortar ramas de palma y de sauce (Lv 23:40), lo cual no responde a la predicación de Isaías. Además no se puede decir sin más que el símbolo matrimonial sea derivación secundaria del símbolo de la alianza de vasallo con soberano.

En una elaboración conceptual hablaríamos quizá de razón formal: el objeto material es la administración de la justicia como deber de los jefes, el motivo formal es la fidelidad debida a Dios. El texto es anterior a esa precisión conceptual y por ello conserva su intensidad pasional y su urgencia humana. Para Isaías no hay oposición ni distinción práctica entre lo vertical y lo horizontal. Eso sí, el amor al prójimo realizado en la justicia alcanza una seriedad extrema, pues en él se juega el amor más profundo o incluyente debido a Dios.

3. Paradoja poética e interpretación pietista

El segundo texto también es de Isaías: es la famosa canción de la viña que leemos en Is 5:1-7. Un poema de amor en imagen de canto de trabajo, cantado por un amigo en nombre del amante ofendido. El poeta, repitiendo el verbo c‘sh = hacer, insiste en la correspondencia del amor: el amante ha hecho todo lo que estaba en su mano para ganarse los frutos del amor; y ha fracasado por culpa de ella. Ahora decide tomar venganza de ella y nombra al público jurado en la causa. Del amor que corteja pasa al pleito que busca el castigo.

¿Y qué frutos deberían corresponder a las finezas del amante? Uno esperaría la mención de un amor entregado y fiel al que tanto hizo por ganarse el amor. No razona así el poema, antes sorprende con una paradoja. En términos modernos y subrayando la paradoja diríamos: a cambio de su amor extremado, el amante esperaba que la amada amase a un tercero. ¿Absurdo? –En la paradoja reside la fuerza del poema. Responder al amor de Dios como Dios espera consiste para el pueblo en practicar la justicia ciudadana.

El texto es explícito, sin lugar a dudas: esperaba justicia y derecho. Lo cual nos permite sorprender en vivo el mecanismo de la interpretación pietista, aquí y en otros pasajes. Comenta Fohrer sobre el verso final: «la perpetua rebeldía del hombre contra Dios». Cosa que no se encuentra en el texto y que lo desvirtúa. El texto habla de «derramamiento de sangre y reclamaciones de los oprimidos», es decir, de una situación de grave injusticia que se podría ilustrar con el capítulo 22 de Ezequiel o con el Salmo 55. Sustituir la injusticia por la rebelión contra Dios es interpretar en clave pietista, quitándole al texto su exigencia. Iba a decir su “exigencia ética”, pero renuncio, porque el adjetivo no manifestaría la convergencia de lo vertical con lo horizontal. Practicar la justicia es pagar el amor de Dios; practicar la injusticia es desairar gravemente los trabajos de amor de Dios por su pueblo. Isaías nos da un extraño ejemplo de “quejas de amor mal pagado”.

Es curioso cómo los comentadores pasan por alto la gran paradoja del texto. En conferencias a públicos no especializados he hecho alguna vez la prueba de lanzar el desafío a los oyentes: «¿en qué está la paradoja, lo inesperado e ilógico del poema?» (haciendo a mi público juez como hizo Isaías con el suyo); recuerdo que una vez una mujer ciega me dio la respuesta correcta.

4. Culto y justicia

En el “Índice de temas teológicos” de nuestro comentario a los Profetas se recogen cinco pasajes principales: Is 1:10-20; 58; Jer 7; Miq 6:6-9; Zc 7:1-14. A estos textos hay que añadir el Salmo 50 y el amplio desarrollo de Eclo 34:18-35:22, y otra serie de textos breves proféticos y sapienciales. La lista muestra que es tema recurrente en diversos cuerpos bíblicos: la convergencia de testimonios prueban con su abundancia.

En los casos más claros, como Sal 50 ó Is 1:10-20, se trata de un “juicio contradictorio” o bilateral de Dios con su pueblo. Dios acusa a su pueblo y rechaza un culto acompañado de injusticias; más aún si las ofertas provienen de adquisiciones injustas o extorsiones. «No aguanto reuniones y crímenes», dice enérgicamente Is 1:13. El culto en tales condiciones es una farsa, es un anticulto, es intento de soborno de Dios: «No lo sobornes, porque no lo acepta, no confíes en sacrificios injustos», dice Eclo 35:14.

También esta enseñanza se puede desvirtuar, si no por la concepción pietista, sí por prejuicio anticúltico. Hubo una época en que los exégetas partían del reclazo del culto y encontraban su opinión en los profetas; los presentaban como enemigos del culto y predicadores de la ética. Este tipo de exégesis ya pasó, incluso ha habido una etapa que ha querido presentar a algunos profetas como agentes del culto. El principio “culto-culto, no; justicia, sí” puede citar en su favor algunos versos sueltos, pero no hace justicia a los más importantes.

Otra manera bastante común de desvirtuar el sentido consiste en oponer culto sincero a culto ritualista. La oposición es legítima, pero no responde a los principales textos citados. Lo que oponen los textos citados es culto unido a la justicia y culto unido a la injusticia.

Tal planteamiento no coincide con el de los apartados anteriores. No se trata de encuentro de lo vertical con lo horizontal, sino de tensión de ambos factores. En términos judiciales diríamos que Dios no acepta el culto como compensación o composición que deje las cosas como estaban. Lo horizontal de la justicia aparece como presupuesto de lo vertical del culto, y éste descarga su peso, multiplicado por la altura, sobre la exigencia de lo horizontal.

Hay que recordar que el peligro de concebir erróneamente el culto de ese modo es común a muchas religiones, sin excluir la cristiana.

5. Dios se da por ofendido

Comencemos por un sencillo ejemplo humano: cuando uno ofende o perjudica a un niño, su padre se da por ofendido y sale en su defensa. Es la comparación que emplea Ex 4:23: «Israel es mi hijo primogénito y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva; si te niegas a soltarlo, yo daré muerte a tu primogénito». En el hecho están implicados el derecho de libertad y la esclavitud: el Faraón no tiene derecho a retener como esclavo al que ha nacido y es libre. Retenerlo por la fuerza es una injusticia que, dirigida inmediatamente sobre el hijo, se vuelve contra el padre, Dios. Dios se da por ofendido y acude a un juicio contradictorio con el Faraón.

No es correcto decir que Dios actúa como juez dirimiendo el pleito entre el Faraón e Israel. En la concepción del texto bíblico Dios es parte ofendida porque toma el puesto del pueblo. Cuando, apretado por la séptima plaga, el Faraón se muestra convicto y confeso, no dice: «Israel es inocente, yo culpable, acepto tu sentencia en este pleito», sino que confiesa ante Moisés y Aarón: «El Señor es inocente, yo y mi pueblo somos culpables».

Si imagino un ángulo recto con un lado horizontal y otro vertical, puedo proyectar uno en el otro recíprocamente. Es el planteamiento de nuestra causa: los derechos e intereses del pueblo se proyectan hacia Dios, el interés de Dios se proyecta hacia el pueblo. Y tenemos otro caso de convergencia, que quizá sea otro aspecto paralelo del caso primero. Sólo que allí el pueblo debía amor a Dios, aquí el Faraón debe justicia a Dios.

Concebir y presentar a Dios como juez imparcial desvirtúa la fuerza del texto del Éxodo, y se trata de un texto fundamental, de la liberación de un pueblo oprimido. El esquema de relaciones sorprendido aquí se puede descubrir en otros casos del Antiguo Testamento, lo cual no es negar que Dios pueda figurar en el papel de juez imparcial y no neutral. Al fin y al cabo, cuando un juez humano salva a un inocente condenando a un culpable, está poniendo la autoridad social al servicio del ofendido. Si se mantiene imparcial es porque no es neutral. Esta consideración permite un ensanchamiento del esquema analizado: también actuando como Juez, Dios sanciona la justicia, hace gravitar su peso verticalmente sobre las líneas horizontales que vinculan a los hombres.

6. Redención y solidaridad

Se puede considerar esta relación como variante de la anterior. El “redentor” o rescatador o go’el es una institución jurídica del Antiguo Testamento basada en la solidaridad. Un miembro de una familia o clan, por solidaridad con otro miembro, tiene que rescatar una posesión enajenada o rescatar al miembro caído en esclavitud; en caso de homicidio tiene que vengar la sangre. Podemos imaginar la solidaridad como una relación horizontal, que vincula a los miembros de un grupo en cuanto tales y sin distinción. Es verdad que se tienen en cuenta grados de parentesco; también ésos los podemos colocar en un plano como cercanía mayor o menor. Si hay algún desnivel, es que el rescate se dirige hacia el necesitado, el que de alguna manera ha caído y se encuentra en situación inferior. Pero ello no cambia el carácter igualitario, horizontal de la solidaridad, como base del deber de rescate. Hay que notarlo bien, es deber más que derecho. No es uno redentor porque ha redimido, sino que debe redimir porque es redentor; y no cumplir el deber pudiendo hacerlo es delito.

Hay un caso en que aparece un desnivel social. Concebimos al rey como superior, por encima de los súbditos, puesto en alto con autoridad. Pues bien, cuando por diversos motivos fallan los rescatadores natos, el rey debe ocupar su puesto, entrando en el plano de la solidaridad como go’el. «El vengará sus vidas de la violencia», dice Sal 72:14 con el verbo g’l. Por encima del rey queda una instancia suprema de rescatador, que es Dios mismo, quien puede ejercer la función por medio del jubileo sacro (Lv 25:28). Redentor o rescatador del pueblo desterrado y esclavo es título frecuente del Señor en la proclamación de Isaías Segundo.

Si Dios se hace solidario, la solidaridad humana adquiere una gravedad y dignidad máxima. Alguno podría argüir en dirección opuesta: si Dios está dispuesto a cargar con la responsabilidad, yo puedo desentenderme. Y así la solidaridad suprema y última hace innecesaria la próxima e inmediata. Semejante modo de razonar no es bíblico, antes bien la función rescatadora de Dios se cita como advertencia grave: «No remuevas los linderos antiguos ni te metas en la parcela del huérfano, porque su defensor es fuerte y defenderá su causa contra ti», Pv 23:10s; «Los que los desterraron los retienen y se niegan a soltarlos, pero su rescatador es fuerte», Jer 50:33s.

7. Intercesión

Cuando uno intercede por otros se mueve hacia arriba a favor de los que se encuentran en su mismo plano. La intercesión es un caso en que las relaciones horizontales se transforman en impulso ascendente hacia Dios. Como una fuerza que al ser aplicada en un punto determina un cambio de noventa grados en la dirección del movimiento.

La intercesión, el orar por los otros, puede aparecer como fuga. No es así en el Antiguo Testamento: interceder por otros es tarea esencial de los mediadores, concretamente de los profetas. El hecho de ser mediador, de estar en medio, no levanta al profeta sobre el nivel de los suyos, porque en el Antiguo Testamento la intercesión radica también en la solidaridad.

El caso de Moisés es ejemplar: A Moisés le hace Dios una promesa patriarcal: «de ti sacaré un gran pueblo»; goy gadol es lo prometido a Abraham según Gn 12:2; 17:20. Es decir, aniquilando el pueblo rebelde y contumaz, Moisés será el nuevo patriarca de un nuevo pueblo escogido. Pero Moisés no acepta el honor a costa de su pueblo: solidario con él en la desgracia amenazada, intercede y lo salva. La promesa a los patriarcas tenía que cumplirse: si Moisés escoge ser destruido con su pueblo, la línea se rompe y la promesa no se cumple. Eso no puede suceder y en eso se apoya Moisés para interceder. Además de Ex 32 podríamos citar la figura de Jeremías, a quien Dios prohíbe interceder.

El profeta considera culpa grave no cumplir con su obligación de orar por el pueblo: «Líbreme Dios de pecar contra el Señor dejando de orar por vosotros», I Sm 12:23.

Interceder es interesarse eficazmente por los otros. Así lo concibe el Antiguo Testamento. No es desentenderse, no es perder el tiempo en actividad improductiva. Una exposición que prescindiera de ello cometería el error opuesto y correlativo del pietismo. Naturalmente la intercesión se basa en el interés de Dios por el hombre y en que Dios desea que un hombre se interese por los demás. Interceder es conjunción de lo horizontal con lo vertical.

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Artículo tomado de:
Luis Alonso Schökel,
Hermenéutica de la Palabra III,
España: Ega / Mensajero, 1991,
cp. 15.

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