La caída del hombre
C.S. Lewis
(Escritor irlandés, 1898-1963)
Obedecer es el correcto oficio de un alma racional.
Montaigne II, xii.
La respuesta cristiana al
interrogante con que finalizamos el capítulo anterior está contenida en la
doctrina de la Caída. Según tal doctrina el hombre es ahora un horror para Dios
y para sí mismo y una criatura mal adaptada al universo. Y eso no tanto debido a
que Dios lo haya hecho así sino como consecuencia del abuso de su propio
albedrío por parte del hombre mismo. En mi concepto tal es la única función de
esa doctrina. Ella existe para protegernos contra dos teorías subcristianas
relativas al origen del mal: el monismo,
conforme al cual el propio Dios, estando “por encima del bien y del mal”,
produce imparcialmente los efectos a los cuales damos esos dos nombres; y el dualismo, según el cual Dios produce el
bien mientras que un Poder igual independiente produce el mal. Frente a estos
dos enfoques el cristianismo afirma que Dios es bueno. Afirma que El hizo
buenas todas las cosas y que las hizo a causa de su bondad. Afirma que una de
las buenas cosas que El hizo, es el libre albedrío de las criaturas racionales
y que este libre albedrío en virtud de su propia naturaleza, implica la
posibilidad del mal, y que las criaturas aprovechando tal posibilidad, se han
vuelto malas. Ahora bien, esta función —la única que concedo a la doctrina de
la Caída— tiene que distinguirse de otras dos funciones que a veces se
presentan como cumplidas por tal doctrina pero que yo rechazo. En primer lugar,
no creo que la doctrina responda a la pregunta “¿Era mejor para Dios crear que
no crear?” Esta es una pregunta que ya he declinado. Puesto que creo que Dios
es bueno estoy seguro que, si la pregunta tiene algún significado, la respuesta
tendrá que ser “Sí”. Pero dudo que esta pregunta tenga significado y, aunque lo
tuviese, estoy seguro que la respuesta no se puede lograr por la clase de
juicio de valor que los hombres pueden hacer significativamente. En segundo
lugar, no creo que la doctrina de la Caída pueda utilizarse para mostrar que es
“justo”, en términos de justicia retributiva, castigar a los individuos por las
faltas de sus remotos antepasados. Algunos aspectos de la doctrina parecen
implicar eso, pero dudo si alguno de ellos, tal como son entendidos por sus
expositores, realmente significan eso. Los padres de la iglesia pueden a veces
decir que somos castigados por el pecado de Adán, pero con mayor frecuencia
afirman que hemos pecado “en Adán”.
Puede que sea imposible saber que querían decir con eso, o podemos llegar a la
conclusión de que lo que ellos afirmaban era erróneo. Pero no creo que podamos
despachar esta manera de expresarse de ellos considerándola como un simple
“modismo”. Ya fuere sabia o neciamente ellos creían que estábamos realmente —y no por mera ficción legal—
involucrados en la acción de Adán. El intento de formular esta creencia
diciendo que estábamos “en” Adán en un sentido físico —siendo Adán el primer
vehículo del “plasma del germen inmortal”— puede resultar inaceptable. Pero,
por supuesto, es otro asunto si la creencia en sí misma es una mera confusión o
una genuina indagación en las realidades espirituales que están más allá de
nuestra percepción normal. Por el momento, sin embargo, tal cuestión no surge
porque, como ya he dicho, no tengo intención de sugerir que el descendimiento
hasta el hombre contemporáneo de las incapacidades contraídas por sus remotos
antepasados sea una muestra de justicia retributiva. Para mí es más bien una
muestra de aquellas cosas necesarias involucradas en la creación de un mundo
estable, cosas que ya hemos considerado en el capítulo segundo. No hay duda que
para Dios hubiera sido perfectamente posible eliminar mediante un milagro las
consecuencias del pecado cometido por un ser humano. Sin embargo eso no hubiera
producido mucho bien a menos que El estuviese dispuesto, además, a eliminar los
resultados del segundo pecado, y del tercero y así sucesivamente por siempre.
En tal caso si los milagros cesaran, tarde o temprano hubiéramos alcanzado
nuestra lamentable situación presente. Por el contrario, si los milagros
continuaran, entonces tendríamos un mundo permanentemente apuntalado y
corregido por la interferencia divina. Sería ese un mundo en el que jamás nada
importante dependería de la decisión humana. Sería un mundo en el cual la
decisión misma pronto cesaría también a causa de la certidumbre de que una de
las aparentes alternativas que uno enfrenta no llegarán a resultado alguno y,
por lo tanto, no es una verdadera alternativa. Como ya vimos, la libertad del
ajedrecista para desarrollar su juego depende de la rigidez de los escaques o
cuadrados y de los movimientos.
Habiendo aislado aquello que
considero ser el real significado de la doctrina relativa a la caída del
Hombre, observemos ahora la doctrina propiamente dicha. El relato del Génesis
(relato pleno de profunda sugestión) tiene que ver con una mágica manzana de
sabiduría, pero en el desarrollo de la doctrina la magia inherente a esa
manzana ha quedado casi fuera de la vista y la explicación trata simplemente
acerca de la desobediencia. Tengo el más profundo respeto incluso hasta por los
mitos paganos y, más aún, por los mitos de la Sagrada Escritura. Por lo tanto
no dudo que la versión que enfatiza la manzana mágica y reúne los árboles de la
vida y del conocimiento, contiene una más profunda y más sutil verdad que la
versión que hace de la manzana simple y puramente una promesa de obediencia.
Pero doy por sentado que el Espíritu Santo no hubiera permitido que esta
segunda versión se divulgase tan considerablemente en la iglesia y llegase a
contar con la conformidad de los grandes doctores a menos que también fuese
verdadera y útil tal como circulaba. Y es esta versión la que voy a examinar
porque, aunque sospecho que la primitiva versión es mucha más profunda, sé que,
de cualquier modo, no puedo penetrar en sus profundidades. Voy a ofrecer pues a
mis lectores, no lo absolutamente mejor, sino lo mejor que tengo.
En la doctrina desarrollada se
afirma que el hombre, tal como Dios lo hizo, era completamente bueno y completamente
feliz pero que, al desobedecer a Dios se volvió lo que ahora vemos. Muchos
opinan que la ciencia moderna ha demostrado que tal proposición es falsa.
“Ahora sabemos —se deduce— que los hombres, lejos de haber caído de un prístino
estado de virtud y felicidad, lentamente se ha ido levantando de una condición
de brutalidad y salvajismo”. Me parece que en esto hay una completa confusión. Bruto y salvaje son vocablos ambos que pertenecen a esa infeliz clase de
palabras que a veces son usadas retóricamente como términos de reproche y, a
veces, científicamente como términos de descripción. Y el argumento
seudocientífico contrario a la Caída depende de una confusión entre estos dos
usos. Si al decir que el hombre se levantó de la brutalidad usted quiere indicar
sólo que el hombre físicamente descendía de animales, entonces no tengo
objeción que hacer. Pero de eso no podemos deducir que cuanto más atrás se
remonta uno, más brutal —en el
sentido de malvado o miserable— descubrirá que el hombre es. No hay animal que
tenga virtud moral. Sin embargo, no es cierto que todo comportamiento animal
sea de la clase que uno llamaría “malvado” si fuese obra de hombres. Por el
contrario, no todos los animales tratan a otras criaturas de su propia especie
tan mal como el hombre trata al hombre. No todos son tan glotones o injuriosos
como nosotros, y ningún animal es ambicioso. Del mismo modo, si uno dice que
los primeros hombres eran “salvajes” queriendo indicar con ello que sus
utensilios eran pocos y rústicos como son los de los “salvajes” contemporáneos,
bien puede uno tener razón. Pero si lo que uno quiere decir con eso es que
ellos eran lujuriosos, feroces, crueles y pérfidos, entonces está avanzando más
allá de la evidencia disponible, y esto por dos razones. En primer lugar, los
modernos antropólogos y misioneros están menos inclinados que sus colegas de
tiempos anteriores a apoyar esa desfavorable descripción relativa a los
salvajes modernos. En segundo lugar, usted no puede argumentar, basándose en
los utensilios de los hombres primitivos, que éstos eran en todos los aspectos
como los pueblos primitivos, que éstos eran en todos los aspectos como los
pueblos contemporáneos que fabrican objetos similares. Aquí tenemos que estar
en guardia contra una ilusión que el estudio del hombre prehistórico parece
originar en forma natural. El hombre prehistórico, por ser prehistórico, nos es
conocido únicamente por las cosas materiales que hizo o, más exactamente, por
una selección casual de los objetos materiales más durables que él hizo. No es
culpa de los arqueólogos que ellos no cuenten con mejores evidencias. Pero esa
escasez de elementos constituye una continua tentación a inferir más de lo que
tenemos derecho de inferir y a dar por sentado que la comunidad que elaboró
mejores utensilios era también mejor en todos los aspectos. Todos podemos ver
que esa presuposición es falsa: nos conduciría a la conclusión de que las
clases acomodadas de nuestra época son en todo sentido superiores a aquellas de
la época victoriana. Está claro que el hombre prehistórico que elaboró la peor
clase de alfarería puede haber producido los mejores poemas, y nosotros nunca
los conoceremos. Y aquella conclusión se vuelve aún más absurda cuando
comparamos al hombre prehistórico con los salvajes contemporáneos. La similar
tosquedad de los utensilios en este caso no nos dice nada acerca de la
inteligencia o la virtud de sus fabricantes. Aquello que se aprende mediante
procedimiento de ensayo y error tiene que empezar necesariamente por ser tosco,
no importa cuál fuere el carácter del principiante. La misma vasija que hubiera
demostrado que su fabricante era un genio si fuese la primera vasija fabricada
en el mundo, también demostraría que su fabricante era un zopenco si apareciese
después de milenios de alfarería. Toda la moderna estimación del hombre
primitivo está basada sobre esa idolatría de los utensilios que constituye un
gran pecado compartido de nuestra civilización. Olvidamos que nuestros
antepasados prehistóricos realizaron los más útiles descubrimientos —excepto el
del cloroformo— que jamás hayan sido hechos. A ellos les debemos el idioma, la
familia, las vestimentas, el uso del fuego, la domesticación de animales, la
rueda, el buque, la poesía y la agricultura.
La ciencia, por lo tanto, nada tiene
que decir ni en favor ni en contra de la doctrina de la Caída. Una dificultad
más filosófica ha sido presentada por un moderno teólogo con quien todos los
estudiosos de este asunto estamos en gran deuda. Este escritor destaca que la
idea de pecado presupone una ley contra la cual pecar: y puesto que llevaría
siglos al “instinto de la manada” cristalizarlo en una costumbre y de costumbre
concretarlo en ley, el primer hombre —si hubo alguna vez algún ser que se
pudiera describir así— no pudo haber cometido el primer pecado. Este
razonamiento da por sentado que la virtud y el instinto de manada generalmente
coinciden y que, por lo tanto, el “primer pecado” fue esencialmente un pecado social. Pero la doctrina tradicional
señala hacia un pecado en contra de Dios, un acto de desobediencia, no un
pecado contra el prójimo. Y ciertamente que si hemos de sostener la doctrina de
la Caída en algún sentido real, tenemos que buscar el gran pecado en un más
profundo y más intemporal plano que el de la moralidad social.
Este pecado ha sido descrito por San
Agustín como la consecuencia del orgullo, del movimiento merced al cual una
criatura (es decir, un ser esencialmente dependiente cuyo principio de
existencia reside no en sí mismo sino en otro) trata por propia voluntad de
vivir para sí mismo. Tal clase de pecado no requiere condiciones sociales
complejas ni prolongada experiencia ni gran desarrollo intelectual. Desde el
momento en que una criatura se vuelve consciente de Dios como Dios y de sí
misma como de un ser personal, queda abierta la terrible alternativa de elegir
como centro a Dios o al “yo”. Este pecado es cometido diariamente por niños y
por campesinos ignorantes tanto como por personas refinadas; por individuos
solitarios tanto como por los que viven en sociedad: es la caída en cada vida
individual y en cada día de la vida individual; el pecado básico que yace
detrás de todos los pecados particulares: en este preciso instante usted y yo o
bien lo estamos cometiendo o estamos próximos a cometerlo, o bien nos estamos
arrepintiendo de él. Al despertar tratamos de consagrar por completo el nuevo
día a Dios; antes de terminar de afeitarnos ya se ha vuelto nuestro día y la participación de Dios
en él la consideramos como un tributo que tuviéramos que pagar de nuestro propio bolsillo, una especie de
sustracción del tiempo que debería —así lo sentimos— ser “nuestro”. El hombre
comienza un nuevo trabajo con un sentido de vocación y, quizá durante la
primera semana todavía mantiene el cumplimiento de su tarea como propio fin
personal, tomando las delicias y los dolores de la mano de Dios a medida que
llegan como “accidentes”. Pero ya a la segunda semana está comenzando a
“conocer bien” las cosas; y a la tercera semana ya ha retirado del trabajo su
interés personal anterior. Y si sigue insistiendo en esto llega a pensar que no
está obteniendo sino lo que en derecho le corresponde, y cuando no lo obtiene,
dice que está sufriendo una interferencia. Un enamorado, obedeciendo a un
impulso bastante impremeditado —que puede estar lleno de buena voluntad así
como también del deseo de la necesidad de no olvidarse de Dios— abraza a su
amada y, entonces, con bastante ingenuidad, experimenta la emoción del placer
sexual y ya en el segundo abrazo puede tener ese placer a la vista, puede ser
un medio para lograr un fin. Y éste puede ser el primer paso descendiendo hacia
el estado en que considerará a su prójimo como una cosa, como una máquina para
proporcionarle placer. Así el florecimiento de la inocencia, el factor de
obediencia y la buena disposición para recibir lo que venga es eliminado de
toda actividad. Los pensamientos iniciados por causa de Dios —tales como éstos
que ahora nos ocupan— son proseguidos como si ellos constituyesen un fin en sí
mismo y, después, como si nuestro placer de pensar fuese el fin y, por último,
como si nuestro orgullo o nuestra celebridad fuesen el fin. Y así todo el día,
y todos los días de nuestra vida estamos deslizándonos, resbalando, cayendo
como si Dios fuese en nuestra presente condición una especie de pulido plano
inclinado sobre el cual no hay punto de apoyo. Y ciertamente ahora somos de tal
naturaleza que tenemos que resbalar; y el pecado, debido a que es inevitable,
puede ser venial. Pero Dios no puede habernos hecho así. La gravitación que nos
aleja de Dios, “el viaje de regreso a nuestra habitual personalidad”, tiene,
creemos, que ser producto de la Caída. Qué sucedió exactamente cuando el hombre
cayó es algo que no sabemos, pero si se me permite hacer conjeturas, yo ofrezco
la siguiente descripción: un “mito” en el sentido socrático del término, no una
fábula o un relato de hechos improbables.
Durante largos siglos Dios
perfeccionó la forma animal que iba a convertirse en el vehículo de humanidad y
en la imagen de El mismo. Le dio manos cuyo pulgar podía aplicarse a cada uno
de los otros dedos, y mandíbulas y dientes y garganta capaces de articulación,
y un cerebro lo suficientemente complejo como para ejecutar todas las
operaciones materiales mediante las cuales se concreta el pensamiento racional.
Esta criatura puede haber existido en tal estado durante prolongadas edades
antes de volverse hombre; puede incluso haber sido lo suficientemente lista
como para hacer cosas que un moderno arqueólogo aceptaría como prueba de su
humanidad. Pero tal criatura era sólo un animal porque todos sus procesos tanto
físicos como síquicos estaban dirigidos a fines puramente materiales y
naturales. Pero entonces, en el momento oportuno, Dios hizo descender sobre
este organismo, tanto sobre su psicología como sobre su fisiología, una nueva
clase de conciencia a la cual podría llamar “yo” y “mí”. Y con tal conciencia
esta criatura pudo mirar sobre sí misma como un objeto, pudo conocer a Dios,
pudo formular juicios acerca de la verdad, la belleza y la bondad, y quedó tan
por encima del tiempo que era capaz de percibir cómo éste pasaba dejándola
atrás. Esta nueva conciencia gobernó e iluminó todo el organismo inundando de
luz cada una de sus partes. Organismo que, a diferencia del nuestro, no estaba
limitado a la selección de las operaciones en marcha en una parte del
organismo, mayormente en el cerebro. El hombre era entonces toda conciencia. El
moderno yoghi pretende —fuere esto
falso o cierto— tener bajo control aquellas funciones que para nosotros son
casi parte del mundo externo, tales como la digestión y la circulación. Este
poder el primer hombre lo poseía en forma destacada. Sus procesos orgánicos
obedecían a la ley de su propia voluntad y no a la ley de la naturaleza. Sus
órganos enviaban apetitos al asiento del juicio de la voluntad no porque
tuvieran que hacerlo sino porque él lo elegía así. El sueño para él significaba
no el estupor que experimentamos nosotros sino deseado y consciente reposo: el
hombre permanecía despierto para disfrutar del placer y el deber de dormir.
Dado que el proceso de deterioro y reposición en los tejidos eran igualmente
conscientes y obedientes, no sería disparatado suponer que la extensión de su
vida quedaba librada a su propia discreción. Con un dominio completo sobre sí
mismo, aquel hombre dominaba también las vidas inferiores con las cuales estaba
en contacto. Aún en la actualidad nos encontramos con raros individuos que
muestran un misterioso poder para domesticar a las bestias. De este poder el
hombre del Paraíso disfrutaba plenamente. El viejo cuadro que representa a las
bestias jugando delante de Adán y acariciándolo, puede no ser del todo
simbólico. Todavía hoy más animales de lo que usted pudiera pensar estarían
dispuestos a adorar si se les concediera una razonable oportunidad, porque el
hombre fue hecho para ser el sacerdote y hasta, en un sentido, el Cristo de los
animales: el mediador a través del cual ellos pueden captar tanto del divino
esplendor como su naturaleza irracional les permite. Dios no era para esa clase
de hombre un plano inclinado y resbaladizo. La nueva conciencia había sido
hecha para reposar en su Creador, y así fue. No importa cuán rica y variada
haya sido la experiencia del hombre acerca de sus compañeros (o compañero) en
caridad, amistad y amor sexual; o de las bestias, o del mundo circundante,
entonces primeramente reconocido como hermoso y pavoroso. Dios ocupaba el
primer lugar en su amor y en sus pensamientos humanos, y esto sin esfuerzo
doloroso alguno. En perfecto movimiento cíclico la existencia, el poder y el
gozo descendían de Dios hasta el hombre en forma de dones y retornaban desde el
hombre hasta Dios en forma de obediente amor y estática adoración. En este
sentido, aunque no en todos, el hombre era entonces verdaderamente el hijo de
Dios. Era el prototipo de Cristo proclamando en manera perfecta, con gozo y con
facilidad, todas las facultades y todos los sentidos que la filial entrega de
nuestro Señor proclamó en la agonía de tal crucifixión.
Juzgando a través de los utensilios
de su fabricación o, quizá, hasta por su lenguaje, esta bendita criatura era
indudablemente un salvaje. Todo aquello que la experiencia y la práctica pueden
enseñar aún lo tenía que aprender; si cortaba pedernales, indudablemente que
los cortaba en manera bastante tosca. Este individuo puede haber sido
completamente incapaz de expresar de expresar en manera conceptual su
experiencia paradisíaca. Pero todo eso no tiene mayor significación. De nuestra
propia infancia recordamos que antes de que nuestros mayores nos consideraran
capaces de “entender” cosa alguna, ya teníamos experiencias tan puras y tan
trascendentes como cualquiera que hayamos podido tener desde entonces, aunque
no ciertamente tan ricas en su contexto conceptual. Del propio cristianismo
aprendemos que hay un nivel —a la larga el único nivel de importancia— en el
cual el instruido y el adulto no tienen ventaja alguna sobre los simples y los
niños. Estoy seguro que si el hombre del Paraíso pudiera aparecer ahora entre
nosotros, lo consideraríamos como un completo salvaje, como una criatura para
ser explotada o, en el mejor de los casos, para ser protegida como un espécimen
inferior. Solamente uno o dos —y éstos los más santos de entre nosotros— se
molestarían en mirar una segunda vez al desnudo, peludo y barbudo sujeto de
torpe lenguaje, pero éstos, luego de unos pocos minutos, caerían reverentes a
sus pies.
No sabemos cuántas de estas
criaturas hizo Dios, ni por cuánto tiempo continuaron en su estado paradisíaco.
Pero más temprano o más tarde, cayeron. Alguien o algo les susurró al oído que
podían volverse como dioses: que podrían dejar de someter sus vidas a su
Creador y que podrían apropiarse de todos los deleites como gracias concedidas
fuera del pacto, como “accidentes” (en sentido lógico) surgidos en el curso de
una vida orientada no hacia esos deleites sino hacia la adoración de Dios. Hoy
el jovencito quiere recibir con regularidad una asignación monetaria de parte
de su padre con la cual pueda contar como propia y sobre cuya base trazar sus
propios planes (y con todo derecho puesto que, después de todo su padre es,
como él, un ser creado). En manera semejante, aquellas criaturas del Paraíso
quisieron vivir por su propia cuenta, hacerse cargo de su propio futuro,
planear sus placeres, sus medidas de seguridad, tener un meum del cual, sin duda, podrían pagar a Dios algún tributo
razonable en la forma de tiempo, atención y amor pero el cual, sin embargo, era
de ellos y no de El. Querían, como solemos decir, “llamar suyas a sus almas”.
Pero eso significa vivir una mentira, porque nuestras almas no son en realidad
nuestras. Ellos querían algún rincón del universo del cual pudieran decir a
Dios “este es asunto nuestro y no tuyo”. Pero tal rincón no existe. Querían ser
sustantivos, pero eran, y eternamente tendrían que serlo, meros adjetivos. No
tenemos idea alguna en cuanto a qué acto o serie de actos específicos el
contradictorio e imposible deseo halló expresión. Por lo que soy capaz de
observar, puede haber tenido relación con comer literalmente una fruta, pero la
cuestión no tiene importancia.
Este acto de obstinación de parte de
la criatura que constituye un total distorsionamiento de su verdadera condición
de criatura, es el único pecado que puede concebirse como la Caída. Porque la
dificultad en cuanto al primer pecado es que éste tiene que haber sido
sumamente abominable o, de lo contrario, sus consecuencias no hubieran sido tan
terribles. Pero, aún así, tiene que haber sido algo que un ser libre de las
tentaciones del hombre caído pudo concebiblemente cometer. Y la actitud de
volverse de Dios hacia el “yo” cumple ambas condiciones. Se trata de un pecado
posible incluso hasta para el hombre del Paraíso, porque la mera existencia de
una personalidad, de un “yo” —el mero hecho de que podamos llamarlo “yo”—
implica desde un principio el riesgo de autoidolatría. Dado que yo soy yo,
tengo que hacer un acto de autoentrega —no importa cuán pequeño o cuán fácil—
para vivir para Dios en vez de vivir para mí mismo. Esto sería, si usted así lo
prefiere, el “punto débil” de la misma naturaleza de la creación, el riesgo que
al parecer Dios cree que vale la pena correr. Pero aquel pecado fue muy
abominable porque la personalidad que el hombre del Paraíso tenía que entregar
no contenía oposición natural alguna a esta entrega de sí mismo. Sus “datos”
por así decirlo, eran un organismo psico-físico totalmente sujeto a la voluntad
y una voluntad totalmente dispuesta, aunque no obligada, a recurrir a Dios. La
entrega de sí mismo que él practicaba antes de la Caída no significaba lucha alguna.
Era únicamente agradable dejarse vencer, era una deliciosa derrota de un
infinitesimal apego a lo propio que se deleita en ser vencido. Y de esto aún
hoy podemos percibir una opaca analogía en la embelesada entrega mutua que de sí mismos hacen los amantes. El hombre
del Paraíso, pues, no tenía tentación
(en el sentido que la tenemos nosotros) para elegir el “yo” —ni apasionamiento
ni obstinada proclividad en esa dirección— sino únicamente enfrentaba el simple
hecho de que el “yo” era él mismo.
Hasta aquel momento el espíritu
humano había estado en pleno control de su propio organismo. Y es indudable que
esperaba retener ese control cuando dejase de obedecer a Dios. Pero esa
autoridad sobre el organismo era una autoridad delegada que cesó al dejar de
ser delegada de Dios. Habiéndose segregado a sí mismo, hasta donde pudo
hacerlo, de la fuente de su ser el hombre del paraíso también se apartó de la
fuente del poder. Porque cuando decimos acerca de las cosas creadas que A rige
a B, esto significa que Dios rige a B a través de A. Tengo mis dudas en cuanto
a si hubiera sido intrínsecamente posible para Dios continuar gobernando el
organismo a través del espíritu
humano hallándose éste en rebeldía contra Dios. De todos modos, El no procedió
así. Lo que sí hizo Dios fue comenzar a regir el organismo de una manera más
externa, no ya mediante las leyes del espíritu sino a través de las leyes de la
naturaleza. Y así los órganos, ya no gobernados por la voluntad del hombre,
cayeron bajo el control de las leyes bioquímicas ordinarias y sufrieron todo lo
que la interacción de esas leyes podía causar en forma de dolor, senilidad y
muerte. Y los deseos comenzaron a aparecer dentro de la mente del ser humano,
no como su razón los escogía sino tal como los hechos bioquímicos y ambientales
acontecían producirlos. Y la propia mente cayó bajo las leyes sicológicas de la
asociación y otras afines que Dios había hecho para gobernar la psicología de
los antropoides superiores. Y la voluntad, atrapada por la gigantesca ola de la
mera naturaleza, no tuvo otro recurso que contener a pura fuerza algunos de los
nuevos pensamientos y deseos, y estos inquietos rebeldes se convirtieron en la
subconciencia tal como ahora la conocemos. El proceso no fue, me imagino,
comparable al simple deterioro tal como puede ocurrir ahora con el individuo
humano; era una pérdida de status
como especie. Lo que el hombre perdió por la Caída fue su original naturaleza
específica. “Polvo eres, y al polvo volverás”. Al organismo total que había
sido elevado a la categoría de vida espiritual se le permitió descender de
regreso a su condición meramente natural desde la que, en el momento de su
creación, había sido elevado: así como mucho tiempo antes, en la historia de la
creación, Dios había elevado la vida vegetal para convertirla en vehículo de la
vida animal, y el proceso químico en vehículo de la vegetación y el proceso
físico en vehículo de lo químico. Y en esta forma el espíritu humano después de
haber sido el amo de la naturaleza humana se convirtió en mero inquilino de su
propia casa y hasta en prisionero de ella; la conciencia racional se volvió lo
que es ahora: una esporádica lucecita alojada en un pequeño sector de las
operaciones cerebrales. Pero esta limitación de los poderes del espíritu era un
mal menor comparado con la corrupción del propio espíritu. Este se había
apartado de Dios y se había convertido en su propio ídolo. De manera que el
espíritu humano aunque aún era capaz de volver a Dios, podía hacerlo únicamente
a través de un doloroso esfuerzo pues su inclinación era hacia sí mismo. De
aquí que el orgullo y la ambición, el deseo de ser atractivo a sus propios ojos
y a subestimar y humillar a todos sus rivales, a envidiar y a buscar
incansablemente más y más seguridad fuesen las actitudes que ahora llegaban
hasta él con mayor facilidad. Era no sólo un rey débil con respecto a su propia
naturaleza sino además, un mal rey, pues enviaba a su organismo psico-físico
deseos mucho peores que los que el organismo le enviaba a él. Esta condición le
fue transmitida por herencia a todas las generaciones posteriores, porque no
era simplemente eso que los biólogos llaman una variante adquirida; más bien
era el surgimiento de una nueva clase de hombre: una especie nueva, jamás hecha
por Dios, había pecado y comenzado así su propia existencia. El cambio sufrido
por el hombre no podía ser parangonado con el de un nuevo órgano o un nuevo
hábito. Se trataba de una modificación esencial de su constitución, una
perturbación de las relaciones entre sus partes componentes y la corrupción
interna de una de ellas.
Dios podía haber detenido este
proceso mediante un milagro. Pero esto —para expresarlo con una irreverente
metáfora— hubiera sido rehuir el problema que El mismo había originado al crear
al mundo, el problema de manifestar su bondad a través de un drama total de un
mundo que contiene agentes libres a pesar de y mediante la rebelión de éstos en
contra de El. El símbolo de un drama, de una sinfonía, o de una danza es útil
aquí para corregir una cierta absurdidez que puede surgir si hablamos demasiado
de Dios como planeando y creando el proceso del mundo para el bien y ese bien
siendo frustrado por el libre albedrío de las criaturas. Esto podría alentar la
ridícula idea de que la Caída tomó a Dios por sorpresa y trastornó sus planes o
—más ridículo aún— que Dios planeó todo para condiciones que, El lo sabía bien,
nunca serían alcanzadas. En realidad por supuesto, Dios ya veía la crucifixión
en el mismo momento de crear la primera nebulosa. El mundo es una danza en el
cual el bien, descendiendo de Dios es hostigado por el mal que surge de las
criaturas, y el conflicto resultante es resuelto al asumir el propio Dios la
sufriente naturaleza que el mal produce. La doctrina del libre albedrío afirma
que el mal que así hace de combustible y de materia prima para la segunda y más
compleja especie de bien, no es contribución de Dios sino del hombre. Esto no
significa que si el hombre hubiera permanecido inocente Dios no habría podido
componer una igualmente espléndida sinfonía total, suponiendo que insistamos en
formular tal clase de interrogantes. Pero siempre hay que recordar que cuando
hablamos acerca de lo que podría haber ocurrido, de contingencias ajenas a la
realidad toda en verdad no sabemos de qué estamos hablando. No hay tiempos ni
lugares fuera del existente universo donde todo esto “pudiera suceder” o
“pudiera haber sucedido”. Creo que la forma más inteligible de expresar la
verdadera libertad del hombre es decir que, si hay otras especies racionales
aparte de la humana en alguna otra región del existente universo, no es
necesario suponer que también ellos han caído.
Nuestra presente condición, por lo
tanto, es explicada por el hecho de ser nosotros miembros de una especie
corrompida. No estoy diciendo que nuestros sufrimientos sean un castigo por ser
lo que ahora no podemos dejar de ser ni que seamos moralmente responsables por
la rebelión de un remoto antepasado. Sin embargo, sí considero nuestra presente
condición como una de pecado original y no meramente como de desgracia
original, ello se debe a que nuestra presente experiencia religiosa no nos
permite considerarla en ningún otro modo. Teóricamente, supongo, podemos decir
“Sí, nos portamos de una manera asquerosa, como piojos, pero eso es debido a
que somos piojos. Y esto, después de
todo, no es falta nuestra”. Pero el hecho de que seamos piojos, lejos de ser
tomado como excusa, constituye una vergüenza y una pesadumbre mayores que
cualquiera de los hechos específicos que eso nos lleva a cometer. La situación
no es ni remotamente tan difícil de entender como algunos la presentan. Tal
situación es algo que surge entre los seres humanos siempre que algún muchacho
pésimamente criado es introducido en el seno de una familia decente. Los
miembros de la familia, con mucho acierto, se hacen recordar a sí mismos que no
es falta del muchacho ser un camorrero, un cobardón, un chismoso y un
embustero. Pero no importa cómo el muchacho haya llegado a esa condición, su
carácter presente no es por eso menos detestable. La familia no sólo odia tal
carácter sino que tiene que odiarlo. Ellos no pueden amar al muchacho por lo
que es, solamente pueden tratar de cambiarlo en lo que no es. En el ínterin,
aunque el jovencito sea muy infeliz por haber sido criado de esa manera, usted no
puede precisamente llamarle carácter a una “desgracia”, como si el muchacho
fuese una cosa y su carácter fuese otra. Es él —él mismo— el que busca
pendencia y el que anda espiando y el que se deleita en eso. Y si él comienza a
enmendarse, inevitablemente sentirá vergüenza y culpa por aquello que
precisamente está comenzando a dejar de ser.
Con esto he dicho todo lo que puede
decirse en el único nivel en el cual creo sentirme capaz de tratar el tema de
la Caída. Pero una vez más advierto a mis lectores que este es un nivel
superficial. Nada hemos dicho acerca de los árboles de la vida y del
conocimiento que indudablemente encierran un gran misterio. Nada hemos dicho
tampoco en cuanto a la afirmación paulina de que “así como en Adán todos
mueren, así en Cristo todos serán vivificados”. Es este el pasaje que sirve de
trasfondo a la doctrina patrística de nuestra presencia física en los lomos de
Adán y también a la doctrina de Anselmo en cuanto a nuestra inclusión, mediante
ficción legal, en el Cristo sufriente. Tales teorías pudieron haber hecho bien
en su época pero no me hacen ningún bien a mí ni tampoco voy a inventar otras.
Recientemente los científicos nos han informado que no tenemos el derecho de
esperar que el verdadero universo sea susceptible de descripción y que si
trazamos esquemas mentales para ilustrar la física del quantum nos estamos
apartando de la realidad en vez de acercarnos a ella. Y menos derecho tenemos
aún en pretender que las más elevadas realidades espirituales sean
descriptibles o siquiera explicables en términos de nuestro pensamiento
abstracto. Observo que la dificultad de la fórmula paulina gira en torno a la
palabra en, y que este vocablo es
usado reiteradamente en el Nuevo Testamento en sentidos que somos incapaces de
entender plenamente. Eso de que podemos morir “en” Adán y vivir “en” Cristo me
parece implicar que el hombre, tal como él es en realidad, difiere
considerablemente del hombre tal como nuestras categorías de pensamiento y
nuestras imaginaciones tridimensionales lo representan. Me parece que la
distinción —modificada sólo por relaciones casuales— que hacemos entre
individuos, está equilibrada en la realidad absoluta por una especie de
“Inter-inanimación” de la cual no tenemos idea alguna. Puede ser que los actos
y los sufrimientos de grandes arquetipos individuales, como Adán y Cristo, sean
nuestros, y esto no como ficción legal, metáfora o causalidad, sino en un
sentido mucho más profundo. No hay problema, por supuesto, en cuanto a
individuos que se disuelven en una especie de continuidad espiritual tal como
lo creen los sistemas panteístas, pues esto queda descartado por todo el
contenido de nuestra fe. Pero puede haber una tensión entre la individualidad y
algún otro principio. Creemos que el Espíritu Santo puede estar en verdad
presente y obrando en el espíritu humano pero no consideramos, como hacen los
panteístas, que esto signifique que seamos “partes” o “modificaciones” o
“apariencias” de Dios. Es posible que tengamos que suponer que, a la larga,
algo de la misma clase es cierto —en su debida proporción— incluso respecto de
los espíritus creados. Es decir que cada uno de ellos aunque distinto, está en
realidad presente en todos o en algunos otros: tal como podemos tener que
admitir la “acción a distancia” dentro de nuestro concepto de la materia. Todos
habrán cómo el Antiguo Testamento parece ignorar nuestro concepto de individuo.
Cuando Dios le promete a Jacob “Yo descenderé contigo a Egipto, y yo también te
haré volver”, esto es cumplido o bien por la sepultura del cuerpo de Jacob en
Palestina o por el éxodo de los descendientes de Jacob al abandonar tierra
egipcia. Es muy acertado relacionar esta noción con la estructura social de las
primitivas comunidades en las que el individuo es permanentemente pasado por alto
en favor de la tribu o la familia: pero deberíamos expresar esta relación
mediante dos proposiciones de igual importancia: primero, que su experiencia
social dejó ciegos a los antiguos frente a algunas verdades que nosotros
percibimos y segundo, que los hizo sensibles ante algunas verdades frente a las
cuales nosotros somos ciegos. La ficción legal, la adopción y la transferencia
o imputación de mérito y de culpa, nunca hubieran podido desempeñar el papel
que ciertamente desempeñaron en la teología si siempre hubieran sido
consideradas como artificiales, tal como ahora las consideramos nosotros. Me ha
parecido legítimo permitirme esta mirada a aquello que para mí es una
impenetrable cortina pero, como ya he dicho, ello no forma parte de mi presente
argumentación. Resulta claro que hubiera sido fútil intentar la solución del
problema del dolor produciendo otro problema. La tesis de este capítulo es
simplemente que el hombre, como especie se corrompió a sí mismo, y que el bien
—para nosotros y en nuestro presente estado— tiene por lo tanto que significar
básicamente un bien remediante o correctivo. La parte que el dolor desempeña
realmente en tal clase de remedio o corrección es lo que ahora vamos a
considerar.
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Texto tomado de:
C. S. Lewis
El problema del dolor
Miami: Caribe, 1977
Cap. 4.