SÓLO UN ATEO PUEDE SER BUEN CRISTIANO
José Míguez Bonino
(Teólogo argentino, 1924-2012)
(Teólogo argentino, 1924-2012)
La curiosa frase del título no es un mero recurso para
llamar la atención. Surgió de un intercambio entre un filósofo ateo, Ernst
Bloch, que ha consagrado un profundo interés a la influencia del mensaje
bíblico en la historia de la esperanza y de un teólogo cristiano, Jürgen
Moltmann, que ha tratado de reivindicar el lugar central de la esperanza en la
revelación bíblica. Fue el primero quien dijo: «Sólo un ateo puede ser buen
cristiano», a lo que el segundo respondió: «pero sólo un cristiano puede ser
buen ateo». He citado estas frases porque resumen en modo admirable la idea que
quisiera desarrollar en este capítulo.
Frecuentemente pensamos que lo que más importa es que una
persona crea en Dios, que crea en su existencia, que tenga fe. El ex presidente
norteamericano Eisenhower dijo hace algunos años: «lo más importante es que el
hombre tenga fe; no me importa en qué, pero que crea». No hace mucho un
ministro argentino repetía casi literalmente la misma afirmación. En realidad,
es moneda corriente. Si reflexionáramos un poco, nos veríamos obligados a
reconocer, sin embargo, que buena parte de las acciones más bárbaras llevadas a
cabo por el hombre han sido producto de la fe, obra de gente que creía de todo
corazón y que tenía, incluso, la convicción de estar sirviendo a Dios.
Ni la creencia en Dios ni la intensidad de la fe
constituyen una garantía. En realidad, lo que importa es, precisamente, en qué Dios creemos, cuál es el contenido
de la fe. No deja de ser significativo que los cristianos primitivos fueron
acusados de “ateos” y juzgados y condenados como tales por rehusarse a creer en
los dioses que regían la vida de la sociedad.
¿Por qué hay ateos?
En este sentido, es cierta la frase de Bloch: «sólo un
ateo puede ser buen cristiano». Es decir, sólo quien niegue ciertos “dioses”
puede tener fe en el verdadero Dios. De allí que convenga detenernos por unos
momentos en la consideración del ateísmo. ¿Por qué es alguien ateo? ¿Qué
respuestas nos dan quienes rehúsan creer en la existencia de un dios?
Hay quien nos dice: “yo creo en la ciencia y por lo tanto
no puedo aceptar la existencia de Dios”. ¿A qué se debe que alguien vea la
ciencia y Dios como cosas que se excluyen mutuamente? La simple respuesta es
que la religión ha presentado frecuentemente a Dios como sustituto de la
ciencia, del conocimiento y la investigación humanos. No se trata solamente de
los casos de fanatismo religioso en que la gente rechaza la ciencia —por
ejemplo el uso de la medicina— por una fe supersticiosa en que Dios ha de
realizar milagrosa o mágicamente las cosas. Pienso más bien en el intento de
utilizar a Dios como explicación de aquellas cosas para las cuales no tenemos
aún una explicación científica o racional.
Podríamos mirar esto a través de la historia. El hombre
primitivo carecía de explicaciones para una cantidad de cosas. No sabía porqué
se sucedían el día y la noche, por ejemplo. Y buscó la explicación en los
dioses. Había un dios del día y la luz y otro de la noche y las tinieblas. La
lucha entre ambos explicaba la sucesión de noches y días. Bien sabemos cuántas
historias distintas de dioses —mitologías— giran en torno a los fenómenos
meteorológicos (tormentas, eclipses, mareas, etc.). Pero un buen día
descubrimos que los movimientos de la tierra y del sol, la fuerza de la
gravedad o la electricidad atmosférica nos permiten descifrar esos misterios. Y
entonces Dios nos sobra. La historia se ha repetido mil veces. Siempre quedaba
algún hueco donde Dios todavía podía servir de explicación: la vida, la mente
humana, la energía. Pero la ciencia va ocupando lentamente todos los huecos. Y
Dios es desalojado del universo. Un Dios-explicación, que sustituye a la
ciencia, tiene poco futuro en un universo que va siendo sometido al
conocimiento humano. Y de allí que parece no quedar otro camino que hacerse
ateo.
En este sentido, hay
que ser ateo para poder ser buen cristiano. Porque la fe cristiana rechaza
esta sustitución. En el magnífico relato poético de la creación con el que se
abre la Biblia, Dios le da al hombre el uso y gobierno de la creación.
Utilizando una significativa expresión de la época, Dios le da al hombre la
autoridad de “poner nombre” a las cosas, es decir, de conocerlas, regirlas,
administrarlas, conocer su secreto y poder utilizarlas para sus propósitos. En
otros términos, Dios encomienda al hombre la actividad científica y
tecnológica. Realizar esa labor no es un desafío a Dios, no es restarle
espacio: es colaborar con Dios cumpliendo una tarea que éste ha encomendado al
hombre. Por supuesto, hay preguntas que envuelven toda actividad científica y
tecnológica, frente a las cuales la fe tiene algo que decir: qué función tiene
la ciencia, para qué se utiliza la tecnología, al servicio de qué proyectos o
fines se la coloca. Pero de ninguna manera eso significa que Dios quede ubicado
en los rincones todavía no explicados del universo. De ese Dios como sustituto
del conocimiento humano también los cristianos somos ateos.
Otros nos dirán: «yo no creo en Dios porque creo en el
hombre». Cuanta más importancia demos al hombre —insistirán— tanto menos lugar
le dejamos a Dios. Se los coloca en dos platillos de la balanza: si uno
asciende, el otro baja, y viceversa. Los religiosos, se nos dice, sacrifican el
hombre a Dios. Para rescatar el valor del hombre, por consiguiente, hay que
sacrificar a Dios. En realidad, bien lo sabemos, las religiones han sacrificado
muchas veces los hombres a Dios —incluso literalmente— en los sacrificios
humanos cruentos. Dios pedía al hombre el sacrificio de seres humanos como
reconocimiento de su poder divino.
Pero no es necesario remontarse a las culturas que
practicaban sacrificios humanos. Cuántas personas piensan aún hoy día que para
honrar a Dios hay que despojarnos de nuestra humanidad, de aquellas cosas que
hacen la vida humana más rica, más placentera, más plena, en una palabra, más
humana: el amor, la alegría, la cultura, la comunión y la amistad humanos. Y
entonces, quien valora estas cosas, se ve obligado a elegir entre el hombre y Dios,
y se queda con aquel.
Este punto de vista está a miles de kilómetros de
distancia de lo que la Biblia enseña acerca de Dios. Y sin embargo, el mismo ha
predominado en vastos sectores del cristianismo y en muchas épocas. Esa fue una
de las grandes batallas que Jesús tuvo que librar en su época, contra aquellos
que hacían de la religión un fin y del hombre un esclavo. Dios, por ejemplo,
había instituido un día de reposo, para que el hombre descansara de su labor y
pudiera disfrutar de la contemplación del mundo, de la comunidad de los suyos,
de la alabanza y la comunión con el mismo Dios. Pero ese reposo había sido
transformado en una prisión: no se podía curar un enfermo, no se podía caminar,
ni se podía hacer el esfuerzo de cortar una espiga de trigo y comer el grano.
Era el día de Dios y por ende un día negado al hombre. Y Jesús responde
indignado: ustedes han puesto las cosas patas arriba: «El día de reposo fue
hecho a causa del hombre» y no al revés. ¡Qué mejor manera puede haber de
honrar a Dios en ese día que dar salud, alegría, plenitud a la vida del hombre!
Ustedes los religiosos, dice Jesús, quieren honrar a Dios limitando y poniendo
barreras a la vida humana. Pero, para la verdadera fe, honrar a Dios significa
dar libertad, enriquecer la vida, honrar al hombre. Esa es la voluntad de Dios.
Finalmente, algunos nos dirán: «yo no creo en Dios porque
es un instrumento para la explotación y el sometimiento del hombre».
Nuevamente, hemos de reconocer que frecuentemente ha sido y aún es así. El
educador brasileño Paulo Freire relata los diálogos sostenidos más de una vez
con campesinos pobres de su país. La conversación giraba en torno a la
situación del campesino: su miseria, el hecho de no poseer la tierra que
trabajaba y a menudo tampoco el producto de la misma, la imposibilidad de
suplir sus necesidades mínimas y de progresar. Finalmente llegaban a la
conclusión de que las cosas eran así porque siempre lo habían sido. Uno era
campesino porque lo había sido su padre, y su abuelo, y el abuelo de su abuelo.
Unos nacen campesinos y otros propietarios: así son las cosas. Y a la pregunta,
¿por qué es así?, la respuesta del campesino solía ser: «Así lo hizo Dios».
Fijémonos lo que esto quiere decir: si Dios lo hizo así, si Dios lo quiere así,
no hay que cambiar la situación. Intentar cambiarla sería desobedecer la
voluntad de Dios. El argumento ha sido repetido más de una vez por propietarios
y religiosos: «Dios ha hecho ricos y pobres, propietarios y campesinos, y no
hay que tocar el orden creado por Dios». Quien se rebela contra ese orden;
lógicamente se rebela contra el Dios que lo ha creado y lo mantiene. Si Dios
garantiza el estado actual de las cosas, para cambiarlo hay que rechazar a
Dios.
Una vez más, una lectura bastante superficial de las
páginas de la Biblia —desgraciadamente bien ocultadas, muchas veces por la
misma iglesia— alcanzaría para dar por tierra con ese Dios. Volveremos más
tarde sobre este tema. Pero es importante decirlo desde ahora con toda
claridad: el Dios de la Biblia de ninguna manera garantiza la propiedad del
explotador ni ha autorizado la esclavitud del sometido. Por el contrario, como
lo dice uno de los profetas, quienes sostienen ese orden de cosas «no conocen a
Dios». Por el contrario, el gobernante que hace justicia y protege el derecho
del débil y del pobre, ese es el que «conoce a Dios» (Jeremías 22:13-16).
Cuando alguien dice, pues «yo no creo en Dios porque creo
en la ciencia», o «yo no creo en Dios porque creo en el hombre» o «yo no creo
en Dios porque creo en la justicia», debo responderle que yo tampoco creo en
ese Dios. Y que solamente quien sea un apasionado ateo de esos dioses puede ser
verdaderamente cristiano. El que adora un dios que sustituye a la ciencia, o
que rebaja al hombre o que garantiza situaciones de injusticia, ha depositado
su fe en dioses falsos. Cuanta más fe tenga, tanto peor. Porque su fe está
dirigida a algo que no es Dios.
Para ser creyente hay que
abandonar los dioses
¿Cómo es posible que ocurran esas aberraciones? ¿De dónde
provienen estos dioses falsos? La Biblia repite frecuentemente que los hombres
nos inventamos dioses, los fabricamos. Por supuesto, es claro que fabricamos
“imágenes” de dioses. Un profeta, Isaías, se burla de quienes toman un trozo de
madera y lo tallan para hacerse una imagen. Con las astillas que quedan —dice
Isaías— hacen fuego y se preparan un asado. Y la talla que han hecho con la
misma madera la colocan sobre un pedestal, se inclinan ante ella y le ruegan:
«Dios mío, sálvame». Ridiculiza así la adoración de imágenes. Pero, más
profundamente, se denuncia toda esa mistificación por la que nos fabricamos
ideas de Dios, conceptos de Dios, a la medida de nuestras conveniencias e
intereses. Inventamos dioses para defender nuestros intereses, para justificar
nuestra tranquilidad culpable frente al mal, para ahorrarnos el esfuerzo de
luchar por un mundo mejor, para justificar nuestro egoísmo personal, de
familia, de clase o de nación. Y después los adoramos, cuando en realidad nos
estamos adorando a nosotros mismos. Por ejemplo, Jesús dice que «no se puede
adorar a Dios y a Mammón» (el dios del dinero o la riqueza). Y Pablo dice que
«la avaricia es idolatría», es decir, la adoración de un falso dios.
Es cierto que no siempre nos damos cuenta de lo que
estamos haciendo. A veces, porque no le damos carácter religioso. Decimos que
no somos religiosos, que no nos interesa la religión, pero en la realidad hemos
hecho de alguna de estas cosas —la riqueza, el poder, la comodidad— un dios y
lo sacrificamos todo a ellas. O, lo que en realidad es peor, nos llamamos
cristianos, decimos que adoramos al verdadero Dios, que creemos en Jesucristo,
pero en realidad, bajo esos nombres ocultamos nuestros propios intereses
egoístas, de grupo o de clase. Hemos mantenido el nombre de Dios, pero hemos
vaciado su contenido. No hay verdadera fe si no se destruyen estos falsos
dioses. Este es el primer problema: para creer en Dios hay que descreer de los
dioses que nos fabricamos, hay que comenzar por ser ateos de estos dioses.
El Dios que no está solo
La lucha del verdadero Dios contra los dioses falsos es
uno de los temas constantes de la Biblia. Esto nos obliga a preguntarnos: ¿qué
es el verdadero Dios?, o mejor, ¿cómo es?, o tal vez más precisamente: ¿quién
es? Un diario de Buenos Aires traía el otro día un comentario acerca de Dios
que terminaba citando una antigua definición: «Dios es el uno, el que está
solo». En realidad, esta afirmación es casi la mayor herejía, la mentira más
grande que se pueda decir acerca de Dios. En términos de la fe cristiana como
se manifiesta en la Biblia, como la enseñó y vivió Jesucristo, Dios es,
precisamente, el que nunca está solo, el que no ha querido estar solo. Dios es
el que ha decidido crear un mundo y relacionarse con él. Mas aún, el que ha
creado al hombre para hacer con él una sociedad, para invitarlo a trabajar
juntos en la transformación y perfección de lo creado.
Desde el comienzo Dios dice al hombre: «vamos a hacer
juntos este mundo». El ha puesto los fundamentos, ha dado una realidad, un
mundo como un huerto para ser labrado, para que fructifique y se hermosee. Y ha
creado una familia humana para que crezca y se constituya en comunidad de
trabajo y de amor. Y Dios invita: «Vamos a hacer juntos este mundo»; comienza a
«cultivar el jardín», a administrar y gobernar el mundo, a poner nombre y
descubrir el secreto de la vida y hacerla rica y útil. Es más, en ese mismo
relato bíblico, cada vez que el hombre quiebra esta sociedad —y lo hace
constantemente— Dios vuelve a proponerla, la rehace y le da un nuevo futuro y una
nueva tarea.
El Dios verdadero no es «el que está solo». Por el
contrario, es quien invita al hombre a estar con él. Es un Dios que se ocupa de
los demás, del mundo y del hombre más que de sí mismo. Esto es sumamente
sugestivo porque habitualmente pensamos en un Dios que está allá, distante,
aguardando que los hombres piensen en él, se ocupen de él, traten de agradarle
o satisfacerle. El Dios de la Biblia, en cambio, está constantemente ocupado en
el mundo, en su curso, en la creación de la vida y en su plenitud, en la
justicia y la verdad entre los hombres. Cuando le habla al hombre —como ocurre
frecuentemente en la Biblia— no es para hablar de sí mismo sino de su propósito
y su deseo para el mundo, para los hombres. No hay en la Biblia discusiones de
la naturaleza o del ser de Dios. El tema de la conversación de Dios con el
hombre es el hombre mismo. Quien no se interesa en éste, no tiene de que hablar
con Dios. Porque Dios está totalmente concretado en su proyecto para el mundo,
e invita a los hombres a pensar en este proyecto, a tomarlo en serio, a
comprometerse con él para realizarlo. Este es el comienzo de la fe.
El símbolo central de la fe cristiana, la cruz, es la
afirmación más rotunda de esta decisión de Dios de estar con los hombres. Tan
en serio ha tomado Dios su compromiso con el ser humano en la realización de
este proyecto, que no vacila en arriesgarse a participar de la vida humana aún
en su pobreza y su fragilidad, incluso hasta la muerte, para restaurar la
sociedad con el hombre. El Dios de la Biblia es Dios para los otros y no para
sí mismo. Es un Dios que sufre, que se juega, que corre riesgos en su proyecto
de crear un mundo. Cuando mencionamos a Jesucristo estamos hablando de esto, de
una “apuesta” que Dios hizo a favor del hombre, colocándose a sí mismo como
garante. Y dio su vida. Con razón que se sintieron desorientados y perplejos
los filósofos que habían imaginado un dios a su semejanza: una especie de
filósofo universal, ensimismado en sus propios pensamientos, contemplando
despasionadamente el mundo. Este Dios cristiano, «de carne y en la carne» como
decía un pensador español, este Dios apasionado que se deja golpear e insultar,
y crucificar, para sellar una voluntad de transformación del mundo, sólo éste
es, en términos cristianos, el Dios verdadero.
Poderoso, pero no tirano
Alguno dirá, sin embargo: «Esto de que Dios quiere estar
con los hombres, que participa en las contingencias de la historia, que corre
riesgos, ¿quiere decir que Dios no es poderoso?, ¿que no es soberano?». Parecería
que un Dios así casi no es realmente Dios. Pero hagamos una pausa y
preguntémonos: ¿qué significa ser soberano?, ¿qué es ser poderoso? Como a
menudo ocurre, definimos los términos por nuestra cuenta, aparte de como Dios
mismo los ha definido, y luego se los adjudicamos. Así hemos pensado “poderoso”
y “soberano” tal y como nuestro egoísmo e inhumanidad pretenden serlo. Jesús
mismo tuvo que corregir un día a sus discípulos sobre este tema. Ustedes, les
dijo, hablan de poder y autoridad. Pero hablan en los términos de «los
poderosos de la tierra» que se apoderan de aquellos sobre quienes tienen
autoridad y los someten. Pero para ustedes las cosas no han de ser así. Por el
contrario, miren mi propia autoridad y
poder– me he comportado como un servidor. «El que quiera ser el más
importante entre ustedes, hágase servidor de todos».
Aquí hay una concepción distinta del poder. Si queremos
hallar términos de comparación, pensemos en el poder creador del artista, que
trabaja y vuelve a trabajar la arcilla, que compone y recompone y revisa. No
pensemos en el mago cuya varita mágica toca las cosas y se hacen solas. Dios es
poderoso como el artesano que no se fatiga ni se desalienta, que sigue
trabajando con infinita paciencia y perseverancia, que recomienza cuantas veces
sea necesario hasta lograr crear lo que está deseando, su proyecto. Es poderoso
porque es fiel a su obra, porque no
se aburre ni se fatiga hasta que completa su obra. O pensemos en el buen
gobernante: no en el tirano que avasalla y domina a su pueblo. El buen
gobernante es el que estimula a su pueblo, lo guía en la búsqueda de sus metas,
le señala el camino, lo habilita para lograr juntos un destino. Dios no es un
gobernante que fije arbitrariamente el camino de su mundo o lo dirija
mágicamente desde arriba: es el soberano que guía, estimula, acompaña a su
pueblo. Creer, en términos cristianos, significa entrar en sociedad con ese
Dios para trabajar con él. Es firmar un contrato por el cual nos comprometemos
a participar en su proyecto para el mundo, a hacer nuestro ese proyecto. Es
decisivo, por lo tanto, saber qué contrato firmamos y con quién. No es lo mismo
hacerlo con cualquiera de los dioses que inventamos o con el Dios que la Biblia
nos muestra, el Dios que nos llama a crear con él un mundo en el que valga la
pena vivir.
* * *
Artículo tomado del libro:
Espacio para ser hombres.
José Míguez Bonino.
Buenos Aires: Ed. Tierra Nueva, 1975.
Pp. 11-21.
No hay comentarios:
Publicar un comentario