Paul Tillich
(Teólogo alemán, 1886-1965)
Uno de los fariseos le rogó que comiera con él y,
entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una
mujer que era pecadora, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo,
tomó un frasco de alabastro lleno de perfume y, poniéndose detrás, a los pies
de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los
cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el
perfume. Al verlo, el fariseo que le había invitado, se decía para sí: «Si éste
fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando,
puesto que es una pecadora». Y Jesús le dijo como respuesta: «Simón, tengo algo
que decirte». Y él repuso: «Di, Maestro». «Un acreedor tenía dos deudores: uno
le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no podían pagarle,
perdonó a los dos. Entonces, ¿quién de los dos le amará más?» Simón respondió:
«Supongo que aquel a quien más perdonó». Él le dijo: «Has juzgado bien». Y,
volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Al entrar en tu
casa, tú no me diste agua para los pies; ella, en cambio, ha mojado mis pies
con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos. Tú no me diste un beso;
ella, en cambio, desde que entró no ha dejado de besarme los pies. Tú no me
ungiste mi cabeza con aceite; ella, en cambio, ha ungido mis pies con perfume.
Por eso te digo que le son perdonados sus pecados, que son muchos, porque ha
amado mucho; pero a quien poco se perdona, poco ama».
Lucas
7: 36-47.
La narración que
acabamos de leer, igual que la parábola del hijo pródigo, es muy característica
del evangelio de Lucas. Tanto en ella como en la parábola, se establece un vivo
contraste entre alguien, a quien todos e incluso el mismo interesado consideran
un gran pecador, y las personas que se tienen por auténticamente justas. En
ambos casos, Jesús está del lado del pecador y por ello es criticado:
indirectamente por el primogénito en la parábola; directamente por el fariseo
justo en este pasaje de Lucas.
No tendríamos que
minimizar la significación que entraña esta actitud de Jesús afirmando que, en
definitiva, ni los pecadores eran tan inicuos, ni los justos tenían tanta
rectitud como creían ellos mismos o los demás. Nada de esta índole nos es dicho
ni en esta narración de Lucas ni en la parábola del hijo pródigo. Los pecadores
–prostituta la una y amigo de prostitutas el otro– no quedan excusados por unas
razones éticas que disminuirían la gravedad de la exigencia moral. Ni quedan
excusados por unas motivaciones sociológicas, que eliminarían su
responsabilidad personal; ni por un análisis de sus motivos inconscientes, que
atenuarían el alcance de sus decisiones conscientes; ni por la universal
condición humana, que suprimiría su culpa personal. A los pecadores se les
llama pecadores, con toda sencillez y sin restricción alguna. Lo cual no
significa que Jesús y los autores del Nuevo Testamento no sean conscientes de
los factores psicológicos y sociológicos que determinan la existencia humana.
En realidad poseen una aguda conciencia del universal e ineludible dominio que
detenta el pecado en el mundo; las diabólicas roturas de que adolece el alma
humana y a las que se deben la locura psíquica y la ruina corporal; la miseria
económica y espiritual en que viven las masas. Pero el conocimiento de todos
esos factores, que tan decisivos han llegado a ser para nuestra concepción de la condición humana, no les impide llamar
pecadores a los pecadores. La comprensión no sustituye, en ellos, al juicio. En
la actualidad, nosotros comprendemos más y mejor que muchas generaciones que
nos han precedido. Pero el conocimiento, inmensamente acrecentado, que ahora
poseemos de las condiciones de la existencia humana, no debería socavar nuestro
coraje de llamar inicuo a lo que es inicuo. En este relato evangélico y en la
parábola del hijo pródigo, es con una absoluta seriedad que a los pecadores se
les llama pecadores.
Y, del mismo modo,
a los justos se les llama justos. Falsearíamos el espíritu de la narración
evangélica si intentásemos demostrar que los justos no son verdaderamente
justos. El primogénito de la parábola hizo lo que le correspondía hacer. No
creyó haber hecho nada malo, y su padre tampoco se lo dijo. No se pone en duda
su rectitud –ni tampoco la de Simón, el fariseo. A éste no se le reprocha su
falta de amor a Jesús como una falta de rectitud, sino que se la considera como
una consecuencia del hecho de ser poco lo que le ha sido perdonado.
La rectitud de los
justos no es fácil de alcanzar. Requiere un gran dominio de sí mismo, una dura
disciplina y una constante autovigilancia. Nunca deberíamos menospreciar a los
justos. En el cristianismo tradicional, los fariseos se han convertido en el
paradigma de todo lo malo, pero en los tiempos evangélicos eran personas
piadosas y de acusado celo moral. El conflicto que los enfrentó con Jesús no
fue simplemente un conflicto entre rectitud e impostura; fue, sobre todo, el
conflicto entre una tradición antigua y sagrada y una realidad nueva que estaba
irrumpiendo en ella y la despojaba de su significación última. No fue tan sólo
un conflicto moral –fue asimismo un conflicto trágico, que prefiguró la trágica
pugna entre el cristianismo y el judaísmo en todas las generaciones
posteriores, incluso la nuestra. No olvidemos que los fariseos fueron en su
tiempo los guardianes de la ley de Dios.
Podríamos comparar
a los fariseos con otros grupos de personas justas, por ejemplo, con un grupo
que ha desempeñado un papel decisivo en la historia de este país –los
puritanos. Este nombre, como el nombre “fariseo”, indica separación de las
impurezas del mundo. Sin duda, los puritanos habrían juzgado la actitud de
Jesús con respecto a la prostituta igual que lo hizo Simón el fariseo. Y no
deberíamos condenarlos por este juicio ni caricaturizarlos al hablar con
ligereza de ellos. Como los fariseos, fueron en su tiempo los guardianes de la
ley de Dios.
¿Y qué ocurre
ahora, en nuestro tiempo? Se ha dicho, y no de un modo infundado, que las
Iglesias protestantes se han convertido en Iglesias de la clase media por la
manera según la cual sus miembros suelen interpretar el cristianismo tanto
teórica como prácticamente. Esta crítica apunta sobre todo a su activa adhesión
a sus confesiones, a su moralidad sólidamente establecida, a sus obras de caridad.
Son hombres justos –así por lo menos los habría llamado Jesús– y sin duda se
habrían unido a Simón el fariseo y a los puritanos para criticar la actitud de
Jesús con respecto a la mujer de nuestra narración. Y de nuevo repito que no
deberíamos condenarlos por esto. Los miembros de tales Iglesias consideran con
toda seriedad sus obligaciones religiosas y morales. Como los fariseos y
puritanos, son los guardianes de la ley de Dios en nuestros días.
Es, pues, con toda
seriedad, que Jesús llama pecadores a los pecadores y justos a los justos. Sólo
si somos capaces de ver esto claramente, llegaremos a comprender la profundidad
y la fuerza revolucionaria que entraña su actitud. Jesús toma partido por el
pecador en contra del justo, aunque no duda de la validez de la ley, cuyos
guardianes son los justos. Aquí estamos bordeando un misterio, que es el
misterio del mensaje cristiano mismo en su paradójica profundidad y en su
capacidad de conmocionar y liberar a los hombres. Y al intentar interpretar el
relato de Lucas, sólo podemos confiar que lograremos vislumbrarlo.
La actitud que
adopta Jesús con respecto a la prostituta deja estupefacto a Simón el fariseo.
Y la respuesta que éste recibe es que los pecadores aman con un amor más grande
que los justos, porque es más lo que se les ha perdonado. No es el amor de la mujer lo que le procura el perdón, sino que es
el perdón recibido lo que crea su amor. Por el amor de que es capaz, la mujer
revela que es mucho lo que se le ha perdonado, mientras que la falta de amor del
fariseo revela que es poco lo que se le ha perdonado.
Jesús no perdona a
la mujer; declara que está perdonada.
El estado de ánimo, el éxtasis de amor de la mujer, revela que algo ha acaecido
en ella. Y nada mayor puede acaecerle a un ser humano que saberse perdonado.
Porque el perdón significa la reconciliación a pesar de la hostilidad;
significa la re-unión a pesar de la separación; significa la aceptación de los
que son inaceptables; y significa la acogida de los que son rechazados.
El perdón es
incondicional o no es perdón. El perdón implica un “a pesar de”, aunque los
justos le suponen un “porqué”. Los pecadores, en cambio, no pueden hacer lo que
hacen los justos, no pueden transformar el divino “a pesar de” en el humano
“porqué”. No pueden mostrar unos hechos por los que deban ser perdonados. El
perdón de Dios es incondicional. No existe en el hombre la menor cualidad, en
absoluto, que lo haga merecedor del perdón. Si el perdón fuese condicional, si
el hombre lo condicionase, nadie podría ser aceptado y nadie podría aceptarse a
sí mismo. Sabemos que ésta es nuestra situación, pero aborrecemos enfrentarnos
con ella. Como don, el perdón es demasiado grande, y como juicio acerca de
nosotros, es demasiado humillante. Queremos contribuir a él con algo, y si
llegamos a saber que nuestra contribución no puede consistir en algo positivo,
intentamos aportarle por lo menos algo negativo: el sufrimiento que significa
acusarnos, rechazarnos a nosotros mismos. Y es entonces cuando leemos esta
narración de Lucas y la parábola del hijo pródigo como si ambas significasen:
estos pecadores fueron perdonados porque
se humillaron y confesaron que eran inaceptables; merecieron el perdón porque
su condición pecaminosa les hacía sufrir. Pero si de este modo leemos el relato
de la mujer pecadora, nuestra lectura resulta incorrecta y, además, peligrosa.
Porque si éste fuese el medio de reconciliarnos con Dios, tendríamos que
suscitar en nosotros el sentimiento de la propia indignidad, el dolor que
acarrea el desprecio de nosotros mismos, la congoja y el desespero en que nos
sume la culpa. Son numerosos los cristianos que intentan provocarse este estado
de ánimo, para mostrar así a Dios y a sí mismos que son dignos de ser
aceptados. Realizan un esfuerzo emocional para castigarse a sí mismos, en
cuanto constatan que sus otras buenas obras no les ayudan. Pero tampoco tales
esfuerzos emocionales les aportan la menor ayuda. El perdón de Dios es
independiente de todo cuanto hagamos, incluso de la propia acusación y
humillación. Si no fuese así, ¿acaso podríamos estar nunca seguros de que el
desprecio de nosotros mismos tiene la suficiente entidad para merecer el perdón
de Dios? Es el perdón el que suscita nuestro arrepentimiento –tal es lo que nos
dice el texto de Lucas y tal es también la experiencia de todos los que han
sido perdonados.
La mujer que hemos
visto en casa de Simón acudió a Jesús porque estaba perdonada. No sabemos exactamente lo que la llevó a Jesús. Y
si lo supiésemos, descubriríamos ciertamente diversos motivos entremezclados:
vivencias tanto de deseo espiritual como de atracción natural, la impresión
suscitada tanto por el poder del profeta como por su personalidad humana. El
relato de Lucas no psicoanaliza a la mujer, pero tampoco descarta los motivos
humanos que podrían ser psicoanalizados. Y los motivos humanos son siempre
ambiguos. El perdón divino irrumpe en tales ambigüedades, pero no exige que los
hombres dejen de ser ambiguos para que puedan ser perdonados. Si lo exigiera,
nunca sobrevendría el perdón. La conducta de aquella mujer muestra claramente
la ambigüedad de sus motivos. No obstante, es
aceptada.
Ninguna condición
nos es exigida para el perdón. Pero el perdón no podría alcanzarnos, si no lo
pidiéramos y no lo acogiéramos. El perdón es una respuesta, la divina respuesta
a la pregunta implícita en nuestra existencia. Una respuesta sólo es una
respuesta para aquel que la ha pedido, para aquel que es consciente de lo que
ha preguntado. Y esta conciencia no podemos forjárnosla nosotros. Puede
permanecer oculta en un rincón de nuestra alma, cubierta por numerosos estratos
de rigor moral. En ciertos momentos, puede surgir a la plena luz de nuestra
conciencia. O, día tras día, puede llenar nuestra vida consciente así como sus
profundidades inconscientes y conducirnos a la pregunta cuya respuesta es el
perdón.
Son numerosas las
personas para quienes la palabra “perdón” implica unas connotaciones que
contradicen por completo la manera como trata Jesús a la mujer de la narración
evangélica. Muchos de nosotros piensan en solemnes actos de indulto, de
exención de penas, es decir, en un nuevo acto de bondad y rectitud moral
llevado a cabo por los justos. Pero el auténtico perdón es la participación, la
re-unión que supera las fuerzas de alienación. Y sólo porque es así, el perdón
hace posible el amor. No podemos amar si no hemos aceptado el perdón, y cuanto
más profunda sea nuestra experiencia del perdón, mayor será asimismo nuestro
amor. No podemos amar allí donde nos sentimos rechazados, ni siquiera si nos
rechazan con justicia. Somos hostiles a aquello a lo que pertenecemos y por lo
que nos sentimos juzgados, incluso cuando el juicio no se expresa con palabras.
No podemos amar a
Dios, mientras nos sintamos rechazados por él, mientras lo veamos como una
fuerza opresora, como quien dicta leyes a su antojo, como quien juzga según sus
mandamientos, como quien condena según su ira. Pero todo cambia, si hemos
recibido y aceptado el mensaje de que Dios está
reconciliado. Cual impetuosa corriente, su poder de curación penetra entonces
en nosotros; así podemos aceptarlo y, al aceptar a Dios, aceptamos nuestro
propio ser, el ser de los demás, de quienes estábamos separados, y la vida como
un todo. Entonces nos damos cuenta de que Su amor es la ley de nuestro propio
ser, y de que esta ley es la ley del amor que re-une. Y comprendemos que todo
cuanto sentíamos como opresión, como juicio y como ira, en realidad es la obra
del amor, que intenta destruir en nosotros todo lo que se alza contra el amor.
Amar este amor es amar a Dios. Los teólogos han dudado de que el hombre sea
capaz de amar a Dios –y han sustituido el amor por la obediencia. Pero este
pasaje de Lucas refuta su doctrina. Los teólogos enseñan una teología para
justos, pero no una teología para pecadores. El que es perdonado sabe lo que
significa amar a Dios.
Y el que ama a
Dios, también es capaz de aceptar la vida y amarla. Eso no es lo mismo que amar
a Dios. A lo largo de todas las generaciones de los hombres, fueron muchas las
personas piadosas para quienes el amor a Dios era la otra vertiente del odio a
la vida. Y aún subsiste mucha hostilidad a la vida en todos nosotros, incluso
en aquellos que se han entregado totalmente a ella. Nuestra hostilidad a la
vida se hace manifiesta en el cinismo y el disgusto, en la amargura y las
continuas acusaciones de que la hacemos objeto. Sentimos que la vida nos
rechaza, no tanto por su opacidad objetiva, sus amenazas y sus horrores, como
por nuestro propio extrañamiento de su poder y significación. Quien se ha
re-unido con Dios, con el Fondo creador de la vida, con el poder de la vida que
alienta en todo cuanto vive, también se ha re-unido con la vida. Se siente
aceptado por ella y puede amarla. Comprende que cuanto mayor es el amor, mayor
es la alienación de la que este amor triunfa. A quienes se sienten
profundamente hostiles a la vida, quisiera decirles en lenguaje metafórico: La
vida os acepta; la vida os ama como una parte separada de sí misma; la vida
quiere re-uniros de nuevo con ella; incluso cuando parece que os está destruyendo.
Existe un sector
de la vida, que está más cerca de nosotros que ningún otro, pero que a menudo
es el que más se separa de nosotros: los demás seres humanos. Todos sabemos que
existen zonas del alma humana en que las cosas aparecen de un modo distinto del
que presentan en su tranquila superficie. En tales zonas podemos descubrir
ocultas hostilidades contra aquellos a quienes amamos, como podemos
descubrirnos atenazados por la envidia y lacerados por la duda de no saber si
realmente somos aceptados por ellos. Y tanto la hostilidad como la congoja que
suscita en nosotros el sentirnos rechazados por los que nos son más próximos,
pueden ocultarse bajo las más diversas formas de amor: bajo la amistad, el amor
sensual, el amor conyugal y familiar. Pero esta congoja queda domeñada, aunque
no eliminada, si tenemos experiencia de lo que es saberse últimamente
aceptados. Entonces podemos amar sin estar seguros de la correspondencia
amorosa del otro. Pues entonces sabemos que también el otro está anhelando que
lo aceptemos, como nosotros anhelamos que él nos acepte, y que a la luz de la
aceptación última, de hecho ya estamos unidos.
Quien es
últimamente aceptado, también puede aceptarse a sí mismo. Ser perdonado y ser
capaz de aceptarse a sí mismo es exactamente lo mismo. Nadie puede aceptarse a
sí mismo si no se siente aceptado por un poder de aceptación que es mayor que
él, mayor que sus amigos, sus consejeros y sus orientadores psicológicos. Todos
estos representan quizás el poder de aceptación, y la función del sacerdote
estriba ciertamente en representarlo. Pero tanto el sacerdote como los demás
necesitan a su vez el poder de aceptación que es mayor que ellos. La mujer de
nuestra narración evangélica nunca habría podido vencer la aversión que le
inspiraba su propio ser, de no haber experimentado este poder que actuaba a
través de Jesús cuando éste le dijo con autoridad: “Estás perdonada”. Así, pues, por lo menos en un momento de éxtasis de su vida, aquella mujer tuvo una
experiencia concreta del poder que la re-unía consigo misma y que le daba la
posibilidad de amar incluso su propio destino.
Aquel fue un gran
momento de su vida –aunque no por eso constituye una excepción aquella mujer.
Las experiencias espirituales decisivas suelen presentarse como una irrupción. En
medio de nuestros fútiles intentos por hacernos dignos del perdón, cuando el
inevitable fracaso de tales intentos nos sume en el desespero, nos sentimos de
pronto embargados por la certidumbre de que somos perdonados y el fuego del
amor empieza entonces a arder en nosotros. No cabe una mayor experiencia que
ésa. Quizá no se da con frecuencia, pero cuando surge, esta experiencia lo
decide y lo transforma todo.
Y ahora,
consideremos de nuevo aquellos a quienes hemos descrito como justos. Son
realmente justos. No obstante, siendo poco lo que se les perdona, poco es
asimismo su amor. Tal es su iniquidad. No se sitúa esa iniquidad en el nivel
moral –como tampoco la iniquidad de Job yacía en el nivel moral donde en vano
la buscaban sus amigos. Es la iniquidad que radica al nivel del encuentro con
la realidad última, con el Dios que vindica la rectitud de Job contra los
ataques de sus amigos, con el Dios que se defiende a Sí mismo contra los
ataques de Job y su iniquidad última. La rectitud de los justos es rígida y
segura de sí misma. También ellos quieren alcanzar el perdón, pero están
convencidos de que apenas lo necesitan. Por eso sus actos, a pesar de ser
justos, sólo entrañan el rescoldo de un menguado amor. No habrían podido ayudar
a la mujer de nuestra narración, y tampoco podrían ayudarnos a nosotros, aunque
les admirásemos. ¿Por qué son tantos los hijos que se apartan de sus padres,
tantos los maridos que se apartan de sus esposas –y recíprocamente–, si estos
padres y estas esposas son justos? ¿Por qué numerosos cristianos se alejan de
sus pastores que son justos? ¿Por qué es tanta la gente que rehúye la compañía
de las personas justas? ¿Por qué son legión los que huyen de un cristianismo
que sólo es justo, y huyen asimismo del Jesús que este cristianismo describe y
del Dios que este cristianismo proclama? ¿Y por qué se vuelven, en cambio,
hacia aquellos que no son considerados justos? A menudo, ciertamente, porque
quieren eludir todo juicio. Pero, más a menudo, porque buscan un amor que se
enraíce en el perdón, y este amor no lo pueden dar los justos. Muchos de
aquellos hacia los que se vuelven tampoco pueden darlo. Jesús, en cambio,
otorgó este amor a una mujer que era radicalmente inaceptable. Si la Iglesia
hiciera eso mismo, si se uniese a Jesús –y no a Simón– cuando tropieza con
aquellos que en justicia son considerados inaceptables, sería la Iglesia de
Cristo en mucha mayor medida de lo que lo es ahora. Y cada uno de nosotros, que
con tanto ahínco tratamos de ser justos, seríamos más cristianos si más nos
fuese perdonado, si amásemos más y si pudiésemos resistir mejor la tentación de
creernos aceptables por Dios en méritos de nuestra propia rectitud.
* * *
Sermón tomado de:
Paul Tillich,
El Nuevo Ser,
Barcelona: Ed. Ariel, 1973,
pp. 11-23.
Maravilloso y enaltecedor.
ResponderEliminarHola José Joaquín Arguedas, coincido contigo, de que este sermón de Paul Tillich es maravilloso, es uno de mis favoritos, por eso lo comparto; este autor fue uno de los grandes teólogos del siglo XX, si hubiera un Premio Nobel de teología, seguro él lo hubiera ganado, je je... Gracias por comentar, te envío cordiales saludos.
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